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Harlan Coben: Última oportunidad

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Harlan Coben Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado? El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Mirando el montón de tierra, me asaltó un doloroso recuerdo. Dos noches antes del ataque, vi que Monica había estado llorando cuando entré en el dormitorio. No era la primera vez. Ni mucho menos. Interpretando mi papel en el escenario que era nuestra vida, le pregunté qué le pasaba, pero sin poner el corazón en ello. Antes sabía preguntar con más interés. Monica nunca contestaba. Intentaba abrazarla. Se ponía rígida. Al cabo del tiempo, su falta de respuesta me resultaba agotadora, y tomó el aspecto del chico que grita «el lobo» y que acaba por helarte el corazón. Vivir con alguien depresivo es así. No puedes estar preocupado todo el tiempo. Llega un punto en que empiezas a enfadarte.

O al menos esto es lo que me decía a mí mismo.

Pero aquella vez había algo diferente: Monica me contestó. No fue una respuesta larga. Una frase. «No me quieres», dijo. Nada más. No lo decía con compasión. «No me quieres.» Y mientras yo emitía las consabidas protestas, me pregunté si tenía razón.

Cerré los ojos y dejé que aquellos pensamientos me empaparan. Había sido difícil, pero los últimos seis meses al menos, habíamos tenido una escapatoria, un centro de calma y calor en nuestra hija. Miré hacia el cielo, volví a parpadear, y luego miré de nuevo el montículo que cubría a mi volátil esposa.

– Monica -dije en voz alta.

Y después le hice una última promesa.

Juré sobre su tumba que encontraría a Tara.


Un criado, un mayordomo o un ayudante, o como se llamen ahora, me acompañó por el pasillo a la biblioteca. La decoración era comedida, pero inequívocamente rica: suelos oscuros de madera pulida con alfombras orientales sencillas, muebles americanos antiguos, más sólidos que ornamentales. A pesar de su riqueza y su gran extensión de terreno, Edgar no era de los que hacía ostentación. Para él la expresión «nuevo rico» era una expresión maldita, impronunciable.

Vestido con una americana azul de cachemir, Edgar se levantó de su inmensa mesa de roble. Había una pluma de oca sobre la mesa -de su bisabuelo, creo- y dos bustos de bronce, uno de Washington y otro de Jefferson. Me sorprendió encontrar allí también al tío Carson. Cuando me había visitado en el hospital, yo estaba demasiado débil para abrazarlo. Carson se resarció de ello en aquel momento. Me abrazó y yo me apoyé en él en silencio. Él también olía a otoño y a leña quemada.

No había fotografías en la habitación, ni instantáneas de vacaciones familiares, ni retratos escolares, ni fotos del hombre y su señora en una fiesta benéfica. La verdad es que no recordaba haber visto ninguna fotografía en la casa.

– ¿Cómo te encuentras, Marc? -preguntó Carson.

Le dije que estaba todo lo bien que era de esperar y me volví hacia mi suegro. Edgar no salió de detrás de la mesa. No nos abrazamos. De hecho, ni siquiera nos estrechamos la mano. Me indicó una silla frente a su mesa.

No conocía muy bien a Edgar. Sólo nos habíamos visto tres veces. No sé cuánto dinero tiene, pero incluso fuera de su finca, incluso en una calle de la ciudad o en una parada de autobús, incluso desnudo, qué caramba, se veía que el dinero de los Portman venía de lejos. Monica también tenía el porte, algo que queda incrustado a lo largo de generaciones, algo que no puede enseñarse, algo que puede ser genético. La decisión de Monica de vivir en nuestra relativamente modesta casa era quizás una forma de rebeldía.

Odiaba a su padre.

Tampoco a mí me entusiasmaba, seguramente porque había conocido a algunos de su clase. Edgar se considera una persona hecha a sí misma, pero había ganado su dinero como se acostumbra: lo heredó. No conozco a muchas personas super ricas, pero he notado que cuanto más has recibido en bandeja de plata, más te quejas de la seguridad social de las madres y de los subsidios del gobierno. Es curioso. Edgar pertenece a esa clase única de los elegidos que se han engañado hasta creer que se merecen su posición porque se la han ganado trabajando duramente. Todos necesitamos justificarnos, por supuesto, y si nunca has tenido que arreglártelas por ti mismo, si vives entre lujos y no has hecho nada para merecerlos, bueno, imagino que eso agrava tus inseguridades. Pero no debería convertirte en un pedante, encima.

Me senté. Edgar me imitó. Carson se quedó de pie. Miré fijamente a Edgar. Tenía la figura rechoncha de los bien alimentados. Su cara no tenía un solo ángulo. El color rosado normal de sus mejillas, tan alejadas del hueso, había desaparecido del todo. Entrelazó los dedos y los apoyó sobre la barriga. En cierto modo me sorprendió ver lo hundido, agotado y minado que parecía.

He dicho que me sorprendió porque Edgar siempre me había parecido un egocéntrico puro, una persona cuyo propio dolor y placer triunfaban sobre todos los demás, una persona que creía que los que habitaban el espacio que le rodeaba no eran más que un escaparate para su propio entretenimiento. Edgar ya había perdido dos hijos. Su hijo, Eddie IV, había muerto en accidente conduciendo en estado de embriaguez hacía dos años. Según Monica, Eddie cruzó la línea amarilla doble y se lanzó contra la casa a propósito. Por algún motivo, ella culpaba a su padre. Le culpaba de muchas cosas.

También está la madre de Monica. Sólo la he visto una vez. «Descansa» mucho. Se toma «largas vacaciones». En resumen, entra y sale de los psiquiátricos. Cuando la vi, mi suegra estaba disfrazada para alguna reunión social, bien vestida y maquillada, preciosa y demasiado pálida, con los ojos vacíos y la lengua pesada, el paso incierto.

Exceptuando al tío Carson, Monica estaba enemistada con su familia. Como es fácil imaginar, no me importaba en absoluto.

– ¿Querías verme? -pregunté.

– Sí, Marc. Sí.

Esperé.

Edgar apoyó las manos sobre la mesa.

– ¿Querías a mi hija?

Me pilló desprevenido, aunque logré contestar sin vacilar:

– Muchísimo.

Me pareció que intuía la mentira. Me esforcé por mirarle con firmeza.

– Pero ella no era feliz.

– No creo que puedas echarme la culpa a mí de eso -dije.

– Tienes razón -concedió asintiendo lentamente con la cabeza.

Pero mi pase de defensa no sirvió de nada. Las palabras de Edgar habían sido como un golpe seco. La culpabilidad volvía con toda su fuerza.

– ¿Sabías que iba a un psiquiatra? -preguntó Edgar.

Primero miré a Carson, y después a Edgar.

– No.

– No quería que nadie lo supiera.

– ¿Cómo lo descubriste?

Edgar no contestó. Se miró fijamente las manos. Luego dijo:

– Quiero mostrarte algo.

Miré de reojo al tío Carson. Tenía la mandíbula rígida. Me pareció ver que temblaba. Volvía a mirar a Edgar.

– De acuerdo.

Edgar abrió un cajón del escritorio, metió la mano y sacó una bolsa de plástico. Levantó la bolsa para que la viera, sosteniéndola por un extremo con el dedo índice y el pulgar. Tardé un poco, pero cuando comprendí lo que era, se me desencajaron los ojos.

Edgar vio mi reacción.

– ¿Lo reconoces, pues?

Primero no podía hablar. Eché una mirada a Carson. Tenía los ojos rojos. Volví a mirar a Edgar y asentí torpemente. Dentro de la bolsa de plástico había un pequeño bulto de ropa, de unos seis por seis centímetros. El estampado era uno que yo había visto hacía dos semanas, momentos antes de que me dispararan.

Rosa con pingüinos negros.

Mi voz fue apenas un susurro.

– ¿De dónde lo has sacado?

Edgar me alargó un gran sobre marrón, de ésos con burbujitas por dentro. Estaban protegidas con un plástico. Le di la vuelta. El nombre y la dirección de Edgar estaban impresos sobre una etiqueta blanca. No había remitente. El matasellos decía Nueva York.

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