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Harlan Coben: Última oportunidad

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Harlan Coben Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado? El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Stacy no había ido a verme ni me había llamado, pero nada de lo que hace Stacy puede sorprenderme ya.

Finalmente mi madre se dio la vuelta y me miró. Un nuevo pensamiento me hizo abrazar un poco más fuerte el Óscar descolorido: estábamos solos otra vez. Mi padre era apenas un vegetal. Stacy estaba vacía, perdida. Busqué la mano de mi madre, sintiendo tanto su calor como la sequedad más reciente de su piel. Nos quedamos así hasta que se abrió la puerta. La misma enfermera entró en la habitación.

Mi madre se incorporó y dijo:

– Marc también jugaba con muñecas.

– Figuras de acción -dije, corrigiéndola rápidamente-. Eran figuras de acción, no muñecas.

Lenny, mi mejor amigo, y su esposa, Cheryl, también pasaron por el hospital todos los días. Lenny Marcus es un abogado importante, aunque también lleva mis pequeños asuntos, como cuando recurrí una multa por exceso de velocidad, o la compra de nuestra casa. Al licenciarse y empezar a trabajar para el fiscal del condado, amigos y oponentes pronto bautizaron a Lenny como «el Bulldog», por su agresivo comportamiento en el tribunal. En algún momento se decidió que el mote era demasiado benevolente y ahora le llaman «Cujo» [1]. Conozco a Lenny desde la escuela primaria. Soy padrino de su hijo Kevin. Y Lenny es el padrino de Tara.

No he dormido mucho. Paso las noches mirando el techo, cuento los bips, escucho los ruidos nocturnos del hospital y me esfuerzo por no pensar en mi hijita y en la infinidad de posibles situaciones. No siempre lo consigo. He descubierto que la mente es un hoyo oscuro e infestado de serpientes.

El detective Regan me visitó más tarde con una posible pista.

– Hábleme de su hermana -pidió.

– ¿Por qué? -pregunté demasiado rápido. Antes de que pudiera explicarse, levanté una mano para detenerle. Lo entendía. Mi hermana era una adicta. Donde hay drogas, suele haber un cierto elemento delictivo.

– ¿Nos robaron? -pregunté.

– No lo creemos. No parece que falte nada, pero la casa estaba patas arriba.

– ¿Patas arriba?

– Alguien lo revolvió todo. ¿Se le ocurre por qué?

– No.

– Pues hábleme de su hermana.

– ¿Tiene los antecedentes de Stacy? -pregunté.

– Los tenemos.

– No creo que pueda añadir nada.

– Están enemistados, ¿es correcto?

Enemistados. ¿Se podía decir eso de Stacy y de mí?

– La quiero -dije lentamente.

– ¿Y cuándo la vio por última vez?

– Hace seis meses.

– ¿Cuando nació Tara?

– Sí.

– ¿Dónde?

– ¿Dónde la vi?

– Sí.

– Stacy fue al hospital -dije.

– ¿A ver a su sobrina?

– Sí.

– ¿Qué sucedió durante la visita?

– Stacy estaba colocada. Quería coger al bebé.

– ¿Se lo impidió?

– Exactamente.

– ¿Se enfadó?

– Apenas reaccionó. Mi hermana se muestra bastante atontada cuando va colocada.

– Pero ¿usted la echó?

– Le dije que no podría formar parte de la vida de Tara hasta que se desintoxicara.

– Entiendo -dijo-. Esperaba forzarla con esto a rehabilitarse.

Se me escapó una risita amarga, creo.

– No, la verdad es que no.

– No sé si le comprendo.

No sabía cómo explicárselo. Pensé en la sonrisa de la foto de familia, la desdentada.

– Hemos amenazado a Stacy con cosas peores -dije-. La verdad es que mi hermana no lo dejará. Las drogas forman parte de ella.

– Entonces, ¿usted no espera que se recupere?

No tenía la menor intención de verbalizar algo así.

– No quise confiarle a mi hija -dije-. Dejémoslo ahí.

Regan se acercó a la ventana y miró fuera.

– ¿Cuándo se trasladó a su casa actual?

– Monica y yo compramos la casa hace cuatro meses.

– No muy lejos de donde crecieron los dos, ¿no?

– Es cierto.

– ¿Se conocían desde hacía mucho tiempo?

El rumbo que tomaba el interrogatorio me tenía desconcertado.

– No.

– ¿A pesar de haber crecido en la misma ciudad?

– Nos movíamos en círculos diferentes.

– Entiendo -dijo-. Entonces, si le he entendido bien, compró la casa hace cuatro meses y no ha visto a su hermana desde hace seis meses, ¿correcto?

– Correcto.

– De modo que su hermana no les ha visitado nunca en su casa actual.

– Exacto.

Regan se volvió para mirarme.

– Encontramos huellas de Stacy en su casa.

No dije nada.

– No parece sorprendido, Marc.

– Stacy es adicta. No creo que sea capaz de pegarme un tiro y secuestrar a mi hija, pero otras veces he subestimado lo bajo que podía caer. ¿Han registrado su apartamento?

– No la ha visto nadie desde que le dispararon a usted -contestó.

Cerré los ojos.

– No creemos que su hermana hubiera podido hacer algo así sola -siguió-. Tuvo que tener un cómplice: un novio, un camello, alguien que supiera que su esposa procedía de una familia adinerada. ¿Alguna idea?

– No -dije-. Entonces, ¿qué? ¿Cree que todo esto fue un plan de secuestro?

Regan se puso a rascarse la perilla. Luego se encogió de hombros.

– Pero intentaron matarnos a los dos -continué-. ¿Cómo se cobra un rescate de unos padres muertos?

– Puede que estuvieran tan colocados que cometieran un error -dijo-. O quizá pensaron que podían sacarle dinero al abuelo de Tara.

– Entonces, ¿por qué no lo han pedido ya?

Regan no contestó. Pero yo sabía la respuesta. La situación, especialmente después del tiroteo, debió de ser demasiado para unos colgados. Los colgados no saben enfrentarse al conflicto. Por eso esnifan o se pinchan: para escapar, para evadirse, para evitar, para sumergirse en la nada. Los medios de comunicación debían de estar encima del caso. La Policía estaría haciendo preguntas. Unos colgados se asustarían ante una situación tan apremiante. Se largarían, abandonándolo todo.

Y se desharían de todas las pruebas.

Pero la petición de rescate llegó dos días después.

Una vez recuperada la conciencia, las heridas de bala mejoraban con sorprendente rapidez. Puede ser que estuviera concentrado en ponerme bien, o que estar echado en estado casi catatónico durante doce días hubiera permitido que mis heridas se curaran. O puede ser que estuviera sufriendo un dolor mucho más hondo que el físico. Pensaba en Tara, y el miedo a lo desconocido me cortaba la respiración. Pensaba en Monica, la imaginaba muerta, y unas garras de acero me destrozaban por dentro.

Quería salir de allí.

Me seguía doliendo el cuerpo, pero insistí para que Ruth Heller me diera el alta. Convencida de que estaba demostrando que los médicos son los peores pacientes, aceptó dejarme marchar con reticencia. Decidimos que un fisioterapeuta iría a visitarme todos los días. Y una enfermera pasaría a intervalos regulares, para estar seguros.

La mañana de mi salida del Saint Elizabeth, mi madre estaba en casa -la ex escena del crimen- «arreglándola» para mí, sea esto lo que sea. Es curioso, pero no me daba miedo volver allí. Una casa es ladrillo y mortero. No creía que su mera visión me conmoviera, pero tal vez me estuviera bloqueando.

Lenny me ayudó a recoger y a vestirme. Alto y huesudo, con la cara oscurecida por una sombra estilo Homer Simpson, a las cinco de la tarde, que sale cinco minutos después de afeitarse. De niño, Lenny llevaba gafas de culo de botella y pantalones de pana excesivamente gruesa, incluso en verano. El pelo rizado tendía a crecerle demasiado, hasta el punto de que parecía un poodle extraviado. Ahora lo mantiene cuidadosamente a raya con un severo corte. Se operó con láser hace dos años y ya no lleva gafas. Usa trajes caros.

– ¿Seguro que no quieres quedarte con nosotros? -preguntó Lenny.

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