Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– ¿Por qué?

– Por si llamaba alguien pidiendo un rescate -contestó.

– ¿Ha habido alguna llamada?

– No, todavía no.

Volví a apoyar la cabeza en la almohada. Doce días. Había estado doce días en aquella cama mientras mi pequeña estaba… aparté el pensamiento.

Regan se rascó la barba.

– ¿Recuerda lo que Tara llevaba puesto aquel día?

Me acordaba. Tenía una cierta rutina matinal: levantarme temprano, acercarme sigilosamente a la cuna de Tara, mirarla. Un bebé no son sólo alegrías. Ya lo sé. Sé que hay momentos de aburrimiento mortal. Sé que hay noches en que su llanto te ataca los nervios como un rallador de queso. No pretendo glorificar la vida con un bebé. Pero a mí me gustaba mi nueva rutina matinal. Mirar el diminuto bulto de Tara me daba fuerzas. Más que esto, creo que era una forma de éxtasis. Algunas personas encuentran el éxtasis en una casa de culto. Yo… -y sé que suena cursi- lo encontraba en aquella cuna.

– Un pelele rosa con pingüinos negros -dije-. Monica lo compró en Baby Gap.

Lo apuntó.

– ¿Y Monica?

– ¿Qué?

Seguía mirando el cuaderno.

– ¿Qué llevaba puesto ella?

– Vaqueros -dije, recordando la forma en que subían por las caderas de Monica-, y una blusa roja.

Regan hizo más anotaciones.

– ¿Tiene… ha encontrado alguna pista? -pregunté.

– Seguimos investigando todas las posibilidades.

– No es lo que le he preguntado.

Regan se limitó a mirarme. No era una mirada muy transparente.

Mi hija. Por ahí. Sola. Desde hacía doce días. Pensé en sus ojos, en la luz cálida que sólo ve un padre, y dije algo estúpido:

– Está viva.

Regan ladeó la cabeza como un cachorrillo al oír un nuevo sonido.

– No abandone -dije.

– No abandonaré -contestó, y siguió mirándome de aquella forma curiosa.

– Es que… ¿tiene hijos, detective Regan?

– Dos niñas -dijo.

– Es una estupidez, pero lo sé -añadí. Como supe que el mundo no volvería a ser el mismo cuando Tara nació-. Lo sé -repetí.

No me contestó. Me di cuenta de que lo que estaba diciendo -especialmente viniendo de un hombre que se burla de la idea de la percepción extrasensorial, de lo sobrenatural o de los milagros- era ridículo. Sabía que aquella «sensación» procedía simplemente del deseo. Quieres creértelo con tanta fuerza que tu cerebro reorganiza lo que ve. Pero me aferré a ello de todos modos. Correcto o no, era un salvavidas.

– Necesitaremos más información -dijo Regan-. De usted, su esposa, sus amigos, su economía…

– Más tarde. -Volvió a intervenir la doctora Heller. Se adelantó como si quisiera bloquear la mirada del policía. Su voz era firme-. Necesita descansar.

– Ahora no -dije a la doctora, subiendo el regulador del suero una muesca por detrás de ella-. Ahora necesitamos encontrar a mi hija.

Habían enterrado a Monica en la parcela familiar de los Portman, en la finca de su padre. No asistí al funeral, por supuesto. No sé cómo me hacía sentir esto pero, en realidad, mis sentimientos hacia mi esposa, cuando tenía el valor de ser sincero conmigo mismo, siempre habían sido confusos. Monica poseía la belleza de los privilegiados: pómulos elegantes, pelo negro lacio y sedoso, y ese porte de club de campo que era al mismo tiempo sugerente e irritante. Nuestra boda fue al estilo antiguo: a la fuerza. Bueno, estoy exagerando. Monica estaba embarazada. Yo estaba entre la espada y la pared. La futura llegada me inclinó hacia el matrimonio.

Me enteré de los detalles del funeral por Carson Portman, tío de Monica y el único miembro de la familia que se mantenía en contacto con nosotros. Monica lo quería mucho. Carson me hizo compañía, junto a la cama del hospital con las manos sobre las rodillas. Se parecía mucho al profesor de universidad favorito que todos hemos tenido, con sus gafas de cristales gruesos, la americana de cheviot gastada, y el pelo demasiado largo a lo Albert Einstein a punto de quedarse calvo. Pero tenía los ojos brillantes cuando me contaba con su triste voz de barítono que Edgar, el padre de Monica, había procurado que el funeral de mi esposa fuera una «ceremonia discreta y de buen gusto».

Sobre esto yo no tenía duda alguna. En cuanto a lo de la discreción al menos.

Durante los días siguientes recibí algunas visitas en el hospital. Mi madre -a la que todos llaman Honey- entraba todas las mañanas como una explosión en mi habitación, igual que un chorro de combustible. Llevaba unas Reebok de un blanco deslumbrante, chándal azul con ribete dorado, como si fuera a entrenar a los Rams de Saint Louis, y el pelo, por supuesto bien peinado, estaba encrespado por los excesivos tintes; y toda ella olía ligeramente al último cigarrillo. El maquillaje de mi madre no lograba disimular su angustia por la pérdida de su única nieta. Mostraba una energía sorprendente, al acompañarme día tras día y desprender una constante corriente de histeria. No me importaba. En parte, era como si estuviera histérica por mí, y así, de algún modo, sus estallidos de emoción me ayudaban a mantener la calma.

Pese al calor que hacía en la habitación, y a mis constantes protestas, mi madre me ponía una manta de más en la cama mientras dormía. En una ocasión me desperté -con el cuerpo empapado de sudor, naturalmente- y oí como mi madre le contaba a la enfermera negra de la cofia mi estancia anterior en el Saint Elizabeth, cuando tenía siete años.

– Tuvo salmonela -afirmó Honey en un cuchicheo conspirador que era poco menos audible que un megáfono-. Nunca había olido una diarrea como aquélla. Le salía sin ningún control. Aquel olor casi impregnó el papel pintado.

– Ahora tampoco huele precisamente a rosas -contestó la enfermera.

Las dos mujeres se echaron a reír.

El Día Dos de mi recuperación, mi madre estaba de pie junto a la cama cuando me desperté.

– ¿Te acuerdas? -dijo.

Me mostraba un Óscar Cascarrabias de felpa que alguien me había regalado durante mi recuperación de la salmonela. El verde se había descolorido convirtiéndose en un menta pálido. Miró a la enfermera.

– Es el Óscar de Marc -explicó.

– Mamá -dije.

Volvió a mirarme. Llevaba demasiado rímel y se le había introducido en las patas de gallo.

– Entonces Óscar te hizo compañía, ¿te acuerdas? Te ayudó a ponerte bien.

Entorné los ojos y luego los cerré. Me vino un recuerdo. Pillé la salmonela por unos huevos crudos. Mi padre tenía la costumbre de añadirlos al batido de leche, por las proteínas. Recuerdo el terror agudo que me atenazó cuando me dijeron que tendría que quedarme a pasar la noche en el hospital. Mi padre, que se había roto el tendón de Aquiles hacía poco jugando al tenis, estaba enyesado y con mucho dolor. Pero vio mi pánico y como siempre se sacrificó. Estuvo todo el día trabajando en la fábrica y pasó la noche en una silla junto a mi cama. Estuve diez días en el Saint Elizabeth y mi padre durmió todas las noches en aquella silla.

Mi madre se dio la vuelta de repente y me di cuenta de que se había acordado de lo mismo. La enfermera se despidió rápidamente. Puse una mano en la espalda de mi madre. Ella no se movió, pero la sentí temblar. Miraba fijamente el Óscar descolorido que tenía en la mano. Se lo quité suavemente.

– Gracias -dije.

Mi madre se secó los ojos. Esta vez mi padre no vendría al hospital, lo sabía, y aunque estoy seguro de que mi madre le había contado lo ocurrido, no podía estar seguro de que lo hubiera comprendido. Mi padre tuvo su primer infarto a los cuarenta y un años, un año después de todas aquellas noches pasadas en el hospital. Entonces yo tenía ocho años.

También tengo una hermana menor; Stacy es una «consumidora de drogas» (usando un lenguaje políticamente correcto) o una «colgada del crack» (para los más precisos). A veces miro fotos antiguas de la época anterior al infarto de mi padre, las de los cuatro miembros de una familia joven y segura de sí misma con el perro lanudo, el césped bien cortado, la canasta de baloncesto y la barbacoa repleta de carbón y líquido encendedor. Busco indicios del futuro en la sonrisa desdentada de mi hermana, su yo en la sombra quizás, una sensación de presagio. Pero no veo nada. Seguimos teniendo la casa, pero es como un accesorio de película en las últimas. Mi padre sigue vivo, pero cuando se puso enfermo, todo el estilo de cuento se hizo añicos. Sobre todo Stacy.

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