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Harlan Coben: Última oportunidad

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Harlan Coben Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado? El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– Tienes cuatro hijos -le recordé.

– Ah. Sí, es verdad -dijo, y luego calló-. ¿Puedo quedarme yo contigo?

Intenté sonreír.

– En serio -dijo Lenny-, no deberías estar solo en casa.

– No te preocupes por mí.

– Cheryl te ha preparado algunos platos. Los ha puesto en el congelador.

– Es muy amable.

– Sigue siendo la peor cocinera del mundo -dijo Lenny.

– No he dicho que fuera a comérmelos.

Lenny apartó la mirada, y se afanó con una bolsa ya llena. Le observé. Nos conocemos desde hace mucho, desde la clase de la señorita Roberts en primer curso, de modo que no creo que se sorprendiera cuando dije:

– ¿Vas a decirme qué pasa?

Había estado esperando una oportunidad y explotó inmediatamente.

– Mira, soy tu abogado, ¿no?

– Sí.

– Pues quiero darte unos consejos legales.

– Te escucho.

– Debería habértelo dicho antes. Pero sabía que no me escucharías. De todos modos, creo que ahora se trata de otra cosa.

– ¿Lenny?

– ¿Sí?

– ¿De qué estás hablando?

A pesar de su físico, yo sigo viendo a Lenny como un niño. Por eso me costaba tomarme en serio sus consejos. Pero no hay que malinterpretar lo que digo. Sé que es muy listo. Lo celebré con él cuando le aceptaron en Princeton y luego en la Facultad de Derecho de Columbia. Pasamos el examen para entrar en la universidad juntos y estuvimos en la misma clase de química durante nuestro primer año. Pero el Lenny que veía era el que paseaba desesperadamente en las noches bochornosas de viernes y sábados. Cogíamos la familiar con paneles de madera de su padre, que no era precisamente un «imán de chicas», e intentábamos colarnos en alguna fiesta. Nos dejaban entrar, pero realmente no éramos bien recibidos; éramos miembros de la mayoría del instituto que yo llamaba los Grandes Invisibles. Nos quedábamos en los rincones, con una cerveza en la mano, moviendo la cabeza al ritmo de la música, e intentando hacernos ver por todos los medios. Nunca nos veían. Casi siempre acabábamos comiendo queso asado en el Heritage Diner; o, con suerte, en el campo de fútbol, detrás del instituto Benjamín Franklin, echados boca arriba, observando las estrellas. Era más fácil hablar, incluso con tu mejor amigo, mientras mirabas las estrellas.

– Veamos -dijo Lenny, gesticulando mucho como siempre-, se trata de esto: no quiero que hables más con la Policía si no estoy yo delante.

Fruncí el entrecejo.

– ¿En serio?

– Puede que no sea nada, pero he visto casos así. No como éste, pero ya sabes a qué me refiero. El primer sospechoso es siempre de la familia.

– Es decir, mi hermana.

– No; es decir, la familia próxima. O la familia más próxima, si es posible.

– ¿Estás diciendo que la Policía sospecha de mí?

– No lo sé, la verdad es que no. -Calló un momento y añadió-: Bueno, sí, seguramente.

– Pero me dispararon, ¿recuerdas? Fue a mi hija a la que se llevaron.

– Sí, señor, y eso es un arma de dos filos.

– ¿Y por qué?

– Cada día van a sospechar más de ti.

– ¿Por qué? -pregunté.

– No lo sé. Pero así es como funciona. Mira, el FBI se encarga de los secuestros. Ya lo sabes, ¿no? En cuanto un niño falta más de veinticuatro horas, asume que es un caso interestatal y por lo tanto suyo.

– ¿Y qué?

– Pues que durante aproximadamente los primeros diez días, tuvieron un montón de agentes aquí. Pincharon tus teléfonos y esperaron una petición de rescate, o algo parecido. Pero el otro día, cambiaron en cierto modo de rumbo. Es normal, claro. No pueden esperar indefinidamente, así que redujeron los agentes a uno o dos. Y su forma de pensar también cambió. Tara pasó de ser un posible secuestro a cambio de un rescate a ser un secuestro puro y duro. Pero yo creo que siguen teniendo tus teléfonos pinchados. No lo he preguntado todavía, pero lo haré. Dirán que los dejan por si acaso se hace una petición de rescate. Pero también esperan oírte decir algo incriminatorio.

– ¿Y qué?

– Que vayas con cuidado -dijo Lenny-. Recuerda que tus teléfonos… el de casa, el de la consulta y el móvil, seguramente están pinchados.

– Y yo vuelvo a preguntar: ¿y qué? No he hecho nada -insistí.

– ¿No has hecho nada…? -Lenny gesticuló con la mano como si se preparara para volar-. Mira, quiero que estés alerta. Puede que te cueste creerlo, e intenta no resoplar cuando te lo diga, pero… se sabe de casos en que la Policía ha tergiversado y distorsionado pruebas.

– Me estás liando. ¿Me estás diciendo que soy sospechoso sólo por ser el padre y el marido?

– Sí -contestó Lenny-. Y no.

– Vaya, gracias, ahora sí que lo tengo claro.

Sonó el teléfono de la mesita. Yo estaba al otro lado de la cama.

– ¿Lo coges? -pregunté.

Lenny descolgó.

– Habitación del doctor Seidman -contestó, y se le ensombreció el semblante.

Mientras escuchaba. Habló secamente:

– Espere -dijo, y me pasó el teléfono como si estuviera infectado. Lo miré desconcertado.

– ¿Diga?

– Hola, Marc. Soy Edgar Portman.

El padre de Monica. Ahora entendía la reacción de Lenny. La voz de Edgar era, como siempre, demasiado formal. Hay personas que sopesan sus palabras. Un selecto puíjado, como mi suegro, las coge una por una y las coloca en su sitio de la escala antes de dejarlas salir de la boca.

Por un momento me quedé de piedra.

– Hola, Edgar -dije como un tonto-. ¿Cómo estás?

– Estoy bien, gracias. Pero me siento mal por no haberte llamado antes. Carson me dijo que te estabas recuperando bien de tus heridas. Creí que sería mejor dejarle tranquilo.

– Muy amable -dije, con un leve sarcasmo.

– Bueno, me han dicho que te daban el alta hoy.

– Es verdad.

Edgar se aclaró la garganta, algo poco propio de él.

– Quería pedirte que pasaras por casa.

Por casa. Quería decir la suya.

– ¿Hoy?

– Lo antes posible, sí. Y solo, por favor. Nos quedamos callados. Lenny me miró extrañado. -¿Sucede algo, Edgar? -pregunté.

– Te he mandado un coche, Marc. Ya hablaremos cuando llegues.

Y antes de que pudiera decir nada más, colgó.

El coche, un Lincoln Town Car negro, ya me estaba esperando.

Lenny empujó mi silla de ruedas y salimos del hospital. Conocía la zona, por supuesto. Había nacido a pocos kilómetros del Saint Elizabeth. Cuando tenía cinco años, mi padre me llevó corriendo a la sala de urgencias de aquel hospital (doce puntos) y cuando tenía siete… bueno, ya he contado mi asunto con la salmonela. Fui a la Facultad de Medicina e hice la residencia en lo que entonces se llamaba Columbia Presbyterian en Nueva York, pero volví al Saint Elizabeth con una beca para estudiar oftalmología de reconstrucción.

Sí, soy cirujano plástico, pero no de los que todos piensan. Hago alguna nariz de vez en cuando, pero no me verán trabajando con bolsas de silicona ni nada por el estilo. Y no es que esté juzgando a nadie. Simplemente no es lo que hago.

Trabajo en cirugía reconstructiva pediátrica con una compañera de la facultad, una bola de fuego del Bronx llamada Zia Leroux. Trabajamos para un grupo denominado Un Mundo Una Ayuda. De hecho, lo fundamos Zia y yo. Tratamos a niños, sobre todo en el extranjero, que sufren deformidades de nacimiento, o causadas por la pobreza o por un conflicto. Viajamos mucho. He trabajado con caras aplastadas en Sierra Leona, con fisuras de paladar en Mongolia, en Crouzon, en Camboya, con quemados en el Bronx… Como casi todo el mundo en mi campo, he seguido una extensa formación. He estudiado ORL -oído, nariz y garganta-, un año de reconstrucción, plástica, oral y, como he dicho antes, oftalmología. El historial de formación de Zia es similar, aunque ella ha tendido más a lo maxilofacial.

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