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Harlan Coben: Última oportunidad

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Harlan Coben Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado? El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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No es que seamos unos ángeles del bien. No es eso. Pude escoger. O hacía pechos y liftings de piel a los que ya eran guapísimos, o podía ayudar a los niños heridos y atrapados en la pobreza. Elegí lo último, no tanto para ayudar a los desfavorecidos sino, porque es ahí donde se encuentran los mejores casos. Los cirujanos reconstructivos suelen ser, en el fondo, amantes de los rompecabezas. Somos raros. Nos atraen las anomalías congénitas de circo y los tumores enormes. Como en esos manuales médicos que muestran deformidades faciales tan angustiosas que tienes que respirar hondo para poder mirarlas. A Zia y a mí nos chiflaba. Nos pirrábamos por dejarlos lo mejor posible, partamos de lo fragmentado para convertirlo en un todo.

El aire fresco me hizo cosquillas en los pulmones. Brillaba el sol como si fuera el primer día, burlándose de mi tristeza. Incliné la cabeza hacia el sol y dejé que me tranquilizara. A Monica le gustaba hacer aquello. Aseguraba que la «desestresaba». Las arrugas de su cara desaparecían como si los rayos fueran delicados masajistas. Mantuve los ojos cerrados. Lenny esperó en silencio, dándome tiempo.

Siempre había pensado en mí mismo como una persona excesivamente sensible. Lloro fácilmente con las películas tontas. Mis emociones son fáciles de manipular. Con mi padre no lloré nunca. Y ahora, aquel golpe terrible hacía que me sintiera… no lo sé, más allá de las lágrimas. Un mecanismo clásico de defensa, supongo. Tenía que seguir adelante. No es muy diferente de mi trabajo. Cuando aparecen las grietas, yo las remiendo antes de que se conviertan en fisuras completas.

Lenny seguía echando humo por lo de la llamada.

– ¿Tienes idea de lo que quiere ese cabrón?

– Ni idea.

Se calló un momento. Sé lo que estaba pensando. Lenny culpaba a Edgar de la muerte de su padre, que había sido un mando intermedio en ProNess Foods, una de las empresas de Edgar. Se había dedicado en cuerpo y alma a la empresa durante veintiséis años y acababa de cumplir cincuenta y dos cuando Edgar organizó una importante fusión. El padre de Lenny perdió su empleo. Recuerdo haber visto al señor Marcus sentado con los hombros hundidos en la mesa de la cocina, metiendo meticulosamente su curriculum en sobres. No encontró trabajo y murió dos años después de un infarto.

Nada podría convencer a Lenny de que los dos hechos no estaban relacionados.

– ¿Seguro que no quieres que te acompañe? -preguntó.

– No, no te preocupes.

– ¿Llevas el móvil?

Se lo mostré.

– Llámame si necesitas algo.

Le di las gracias y lo dejé marchar. El chófer me abrió la puerta. Subí al coche con dificultad. El trayecto no era largo. Kasselton, Nueva Jersey. Mi ciudad natal. Pasamos por las casas de dos pisos de los sesenta, los ranchos de los setenta, los revestimientos de aluminio de los ochenta, las mansiones de los noventa. En un punto la arboleda se hizo más densa. Las casas estaban más apartadas de la carretera, protegidas por vegetación, alejadas de las personas sucias que pudieran pasar por allí. Nos acercábamos al dinero viejo, a la tierra exclusiva que siempre olía a otoño y leña ardiendo.

La familia Portman se había instalado en aquella parcela inmediatamente después de la guerra civil. Como casi todo el Jersey de las afueras, aquello había sido campo de cultivo. El tatarabuelo Portman fue vendiendo hectárea tras hectárea y amasó una fortuna. Todavía tienen siete hectáreas, y es una de las propiedades más extensas de la zona. Al entrar en el paseo, mis ojos se desviaron hacia la izquierda, donde estaba el cementerio familiar.

Pude ver un pequeño montículo de tierra fresca.

– Pare el coche -dije.

– Perdone, doctor Seidman -contestó el chófer-, pero me han pedido que lo llevara directamente a la casa grande.

Estaba a punto de protestar, pero decidí no hacerlo. Esperé a que el coche se detuviera ante la puerta principal. Bajé y volví por el paseo. Oí que el chófer me llamaba.

– ¿Doctor Seidman?

Seguí caminando. Volvió a llamarme. No le hice caso. A pesar de la escasez de lluvias, la hierba era de un verde normalmente exclusivo de la selva tropical. El jardín de rosas estaba en plena floración: una explosión de color.

Intenté acelerar el paso, pero todavía sentía como si la piel se me fuera a desgarrar. Fui más despacio. Aquélla era sólo mi tercera visita a la finca de la familia Portman -en mi juventud la había visto por fuera docenas de veces- y nunca había estado en el cementerio familiar. De hecho, como tantas personas racionales, había hecho un esfuerzo por evitarlo. La idea de enterrar a tus familiares en el patio de atrás como un animal doméstico… era una de las cosas que los ricos hacen y que las personas normales no logran entender. O no desean entender.

La verja que rodeaba el cementerio tendría medio metro de alto y era de un blanco deslumbrante. Pensé que la habían pintado expresamente para la ocasión. Crucé la puerta superflua y pasé junto a las lápidas modestas sin dejar de mirar el montículo de tierra. Cuando llegué al lugar, sentí un escalofrío. Miré hacia abajo.

Sí, una tumba recientemente excavada. Todavía sin lápida. El poste, con caligrafía de invitación de boda, decía sencillamente:

NUESTRA MONICA.

Me quedé allí parpadeando. Monica. Mi preciosa de mirada salvaje. Nuestra relación había sido turbulenta: un caso clásico de demasiada pasión al principio e insuficiente cerca del final. No sé por qué pasa. Monica era diferente, eso está claro. Al principio, aquel chisporroteo, aquella excitación, había sido un atractivo. Después, los cambios de humor sencillamente me provocaban fatiga. No tuve paciencia para ahondar más.

Mirando el montón de tierra, me asaltó un doloroso recuerdo. Dos noches antes del ataque, vi que Monica había estado llorando cuando entré en el dormitorio. No era la primera vez. Ni mucho menos. Interpretando mi papel en el escenario que era nuestra vida, le pregunté qué le pasaba, pero sin poner el corazón en ello. Antes sabía preguntar con más interés. Monica nunca contestaba. Intentaba abrazarla. Se ponía rígida. Al cabo del tiempo, su falta de respuesta me resultaba agotadora, y tomó el aspecto del chico que grita «el lobo» y que acaba por helarte el corazón. Vivir con alguien depresivo es así. No puedes estar preocupado todo el tiempo. Llega un punto en que empiezas a enfadarte.

O al menos esto es lo que me decía a mí mismo.

Pero aquella vez había algo diferente: Monica me contestó. No fue una respuesta larga. Una frase. «No me quieres», dijo. Nada más. No lo decía con compasión. «No me quieres.» Y mientras yo emitía las consabidas protestas, me pregunté si tenía razón.

Cerré los ojos y dejé que aquellos pensamientos me empaparan. Había sido difícil, pero los últimos seis meses al menos, habíamos tenido una escapatoria, un centro de calma y calor en nuestra hija. Miré hacia el cielo, volví a parpadear, y luego miré de nuevo el montículo que cubría a mi volátil esposa.

– Monica -dije en voz alta.

Y después le hice una última promesa.

Juré sobre su tumba que encontraría a Tara.

Un criado, un mayordomo o un ayudante, o como se llamen ahora, me acompañó por el pasillo a la biblioteca. La decoración era comedida, pero inequívocamente rica: suelos oscuros de madera pulida con alfombras orientales sencillas, muebles americanos antiguos, más sólidos que ornamentales. A pesar de su riqueza y su gran extensión de terreno, Edgar no era de los que hacía ostentación. Para él la expresión «nuevo rico» era una expresión maldita, impronunciable.

Vestido con una americana azul de cachemir, Edgar se levantó de su inmensa mesa de roble. Había una pluma de oca sobre la mesa -de su bisabuelo, creo- y dos bustos de bronce, uno de Washington y otro de Jefferson. Me sorprendió encontrar allí también al tío Carson. Cuando me había visitado en el hospital, yo estaba demasiado débil para abrazarlo. Carson se resarció de ello en aquel momento. Me abrazó y yo me apoyé en él en silencio. Él también olía a otoño y a leña quemada.

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