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Harlan Coben: Última oportunidad

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Harlan Coben Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado? El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– Ésta fue más complicada.

Esperé.

– La bala entró en el pecho y le pinchó el saco pericardial. Esto provocó que gran cantidad de sangre se filtrara en el espacio entre su corazón y el saco. Los enfermeros tuvieron dificultades para encontrar sus signos vitales. Tuvimos que abrirle el pecho…

– ¿Doctora? -interrumpió el hombre apoyado en la pared, y por un momento creí que se dirigía a mí. Ruth Heller calló, sin disimular su enojo. El hombre se apartó de la pared-. ¿Puede contarle los detalles más tarde? El tiempo es vital en este momento.

Ella le echó una mirada de pocos amigos, pero sin demasiada convicción.

– Me quedaré a observar -dijo-, si no le importa.

La doctora Heller retrocedió y el hombre se colocó delante de mí. Tenía la cabeza tan grande en proporción a sus hombros que daba la sensación de que el cuello podría partírsele con el peso. Llevaba el pelo muy corto, excepto por delante, donde un flequillo de César le llegaba hasta los ojos. Una perilla, con muy poco pelo, le marcaba la barbilla como un insecto cavando una madriguera. En conjunto, parecía un miembro de una banda juvenil reformado. Me sonrió, pero sin ningún calor.

– Soy el detective Bob Regan, del Departamento de Policía de Kasselton -dijo-. Sé que está desorientado.

– Mi familia… -empecé.

– Ya llegaremos a eso -interrumpió-. Ahora mismo necesito hacerle unas preguntas, ¿de acuerdo? Antes de entrar en detalles de lo que sucedió.

Esperó a que le respondiera. Intenté deshacerme de las telarañas y dije:

– De acuerdo.

– ¿Qué es lo último que recuerda?

Rebusqué en las orillas de mi memoria. Recordaba haberme levantado aquella mañana y haberme vestido. Recordaba haber ido a ver a Tara. Recordaba haber puesto en marcha su móvil blanco y negro, un regalo de un colega que insistió en que aquello estimularía el cerebro del bebé o algo por el estilo. El móvil no se había movido ni había emitido su cancioncita. Las pilas estaban gastadas. Tomé nota mentalmente de que tenía que cambiarlas. Después de aquello bajé.

– Que comía una barrita de cereales -dije.

Regan asintió con la cabeza, como si ya se esperara aquella respuesta.

– ¿Estaba en la cocina?

– Sí. Junto al fregadero.

– ¿Y luego?

Intenté recordar, pero no recordaba nada. Sacudí la cabeza.

– Me desperté una vez, por la noche. Y estaba aquí, creo.

– ¿Nada más?

Lo intenté de nuevo, pero sin éxito.

– No, nada.

Regan sacó un cuaderno.

– Como le ha dicho la doctora, le dispararon dos tiros. ¿No recuerda haber visto un arma o haber oído un tiro o algo parecido?

– No.

– Es comprensible, supongo. Estaba muy mal, Marc. Los de la ambulancia creían que estaba muerto.

Sentí la garganta seca otra vez.

– ¿Dónde están Tara y Monica?

– Concéntrese, Marc. -Regan seguía con la vista en el cuaderno, no me miraba a mí. Sentí que el miedo empezaba a oprimirme el pecho-. ¿Oyó que se rompiera una ventana?

Estaba mareado. Intenté leer la etiqueta de la bolsa de suero para saber qué me estaban metiendo. Nada. Medicación para el dolor, como mínimo. Probablemente era morfina lo que me introducían por vía intravenosa. Intenté luchar contra sus efectos.

– No -dije.

– ¿Está seguro? Encontramos una ventana rota en la parte trasera de la casa. Así es como el agresor debió de entrar en la casa.

– No recuerdo que se rompiera ninguna ventana -dije-. ¿Sabe quién…?

Regan me interrumpió.

– De momento, no. Por eso le estoy haciendo estas preguntas. Para descubrir quién fue -dijo, y levantó la vista del cuaderno-. ¿Tiene enemigos?

¿Me había preguntado realmente aquello? Intenté sentarme, intenté controlarme un poco, pero era muy improbable que lo consiguiera. No me gustaba ser el paciente, estar en el lado equivocado de la cama, por calificarlo de algún modo. Dicen que los médicos son los peores pacientes. Probablemente por ese súbito cambio de papeles.

– Quiero saber qué les ha pasado a mi esposa y a mi hija.

– Lo comprendo -dijo Regan, y había algo en su tono como un dedo helado que me rozó el corazón-. Pero ahora no debe distraerse, Marc. Todavía no. ¿Quiere ayudar? Pues tiene que concentrarse en lo que le digo -prosiguió, volvió a mirar el cuaderno-. ¿Qué me dice? ¿Tiene usted enemigos?

Seguir discutiendo me pareció inútil, incluso perjudicial, de modo que me resigné en silencio.

– ¿Como para dispararme?

– Sí.

– No, ninguno.

– ¿Y su esposa? -Me miró con dureza. Mi imagen favorita de Monica (su cara radiante cuando vimos las cascadas de Raymondkill por primera vez, la forma en que me abrazó simulando miedo mientras el agua caía a nuestro alrededor) se presentó ante mí como una aparición-. ¿Tiene ella enemigos?

Lo miré.

– ¿Monica?

Ruth Heller se adelantó.

– Creo que es suficiente por hoy.

– ¿Qué le ha pasado a Monica? -pregunté.

La doctora Heller se colocó junto al detective Regan, hombro con hombro. Los dos me miraron. Heller intentó protestar de nuevo, pero la detuve.

– No me venga con tonterías de proteger al paciente -intenté gritar, luchando con todo mi miedo y mi furia contra lo que estaba provocando aquella niebla en mi cerebro-. Dígame lo que le ha sucedido a mi esposa.

– Está muerta -dijo el detective Regan.

Así, sin más. Muerta. Mi esposa. Monica. Fue como si no le hubiera oído. La palabra no lograba llegar a mí.

– Cuando la Policía llegó a su casa, los dos estaban heridos. Lograron salvarle a usted. Pero era demasiado tarde para su esposa. Lo siento.

Tuve otra súbita aparición: Monica en Martha's Vineyard, en la playa, en bañador, el pelo negro sobre los pómulos, sonriéndome con su sonrisa angulosa. Parpadeé para alejarla.

– ¿Y Tara?

– Su hija… -empezó Regan después de aclararse rápidamente la garganta. Volvió a mirar el cuaderno, pero no creo que estuviera pensando en escribir nada-. ¿Aquella mañana estaba en casa, verdad? Me refiero al momento del incidente.

– Sí, por supuesto. ¿Dónde está?

Regan cerró el cuaderno de golpe.

– No estaba en la casa cuando llegamos.

Los pulmones se me petrificaron.

– No lo entiendo.

– Primero teníamos la esperanza de que estuviera en casa de algún familiar o amigo. Incluso una canguro, pero… -Calló.

– ¿Me está diciendo que no sabe dónde está Tara?

Esta vez no vaciló.

– Sí, es lo que le estoy diciendo.

Sentí como si una mano gigante oprimiera mi pecho. Cerré los ojos con fuerza y pregunté:

– ¿Desde cuándo?

– ¿Desde cuándo está desaparecida?

– Sí.

La doctora Heller empezó a hablar demasiado aprisa.

– Compréndalo. Estaba gravemente herido. No teníamos muchas esperanzas de que sobreviviera. Estaba conectado a un respirador. Los pulmones no le funcionaban. Además, contrajo una septicemia. Usted es médico, de modo que no tengo que explicarle la gravedad de su situación. Intentamos ir rebajando la medicación, despertarle…

– ¿Desde cuándo? -repetí.

Ella y Regan intercambiaron otra mirada, y entonces Heller dijo algo que volvió a dejarme sin aire.

– Ha estado usted doce días inconsciente.

Capítulo 2

– Hacemos cuanto podemos -dijo Regan con una voz que sonaba demasiado ensayada, como si hubiera estado junto a mi cama, mientras yo estaba inconsciente, practicando para el momento-. Como le he dicho, al principio no sabíamos si se trataba de una desaparición. En este sentido perdimos un tiempo precioso, pero ahora lo hemos recuperado. Hemos mandado la foto de Tara a todas las comisarías, aeropuertos, peajes, y estaciones de tren y autobús, en un radio de ciento cincuenta kilómetros. Hemos buscado antecedentes de casos de secuestros parecidos, para intentar encontrar una pauta o a un sospechoso.

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