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Harlan Coben: Última oportunidad

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Harlan Coben Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado? El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– Entremos -contesté.

Entramos todos en la casa. Me paré en el recibidor. Habían encontrado el cadáver de Monica a menos de tres metros de donde estaba yo. Desde la entrada, examiné las paredes, buscando alguna señal de violencia. Sólo había una. Y la encontré casi en seguida. Sobre la litografía de Behrens, junto a la escalera, alguien había tapado un agujero de bala, el que había hecho la única bala que no nos había dado ni a Monica ni a mí. El parche era demasiado blanco para la pared. Se necesitaba una mano de pintura.

Lo miré fijamente largo rato. Oí que alguien se aclaraba la garganta. Esto me hizo salir de mi ensimismamiento. Mi madre me acarició la espalda y luego se fue a la cocina. Acompañé a Regan y su compañero a la sala. Se sentaron en un par de butacas. Yo me senté en el sofá. Monica y yo no habíamos terminado de decorar la casa. Las butacas habían pertenecido a mi dormitorio de la universidad y se notaba. El sofá procedía del piso de Monica, y era una pieza usada que parecía salida de un almacén de Versalles. Era pesado y rígido e, incluso en sus mejores días, muy poco mullido.

– Le presento al agente especial Lloyd Tickner -empezó Regan, señalando al negro-. Es del FBI.

Tickner asintió con la cabeza. Yo le correspondí con una inclinación.

Regan intentó sonreírme.

– Veo que ya se encuentra mejor. Me alegro -empezó.

– No me encuentro mejor -dije.

Se quedó desconcertado.

– No estaré mejor hasta que recupere a mi hija.

– Claro, por supuesto. Precisamente. Queremos hacerle algunas preguntas, si no le importa.

Les comuniqué que no me importaba.

Regan tosió tapándose la boca con la mano, para ganar tiempo.

– Quiero que entienda algo. Tenemos que hacerle unas preguntas. No es que me guste y seguro que a usted tampoco, pero son preguntas necesarias. ¿Lo comprende?

No lo comprendía, pero no tenía ganas de discutir.

– Adelante -dije.

– ¿Qué puede decirnos sobre su matrimonio?

Una luz de advertencia me cruzó el córtex.

– ¿Qué tiene que ver mi matrimonio con todo esto?

Regan se encogió de hombros. Tickner permaneció inmóvil.

– Tenemos que encajar algunas piezas.

– Mi matrimonio no tiene nada que ver con esto.

– Seguro que tiene razón, pero mire, Marc, lo cierto es que el rastro se está enfriando. Cada día que pasa nos perjudica. Tenemos que explorar todas las vías.

– La única vía que me interesa es la que conduce a mi hija.

– Lo comprendemos. Éste es el punto central de la investigación. Descubrir qué le ha ocurrido a su hija. Y también a usted. No olvidemos que alguien también intentó matarle.

– Claro.

– Pero no podemos ignorar las otras cuestiones.

– ¿Qué cuestiones?

– Su matrimonio, por ejemplo.

– ¿Qué pasa?

– Cuando se casaron, Monica estaba embarazada, ¿no es cierto?

– ¿Qué tiene que…?-Me detuve.

Tenía ganas de atacar con toda mi ira, pero recordé las palabras de Lenny. No hables con la Policía sin que yo esté delante. Debería llamarle. Lo sabía. Pero algo en su tono y su postura… si ahora callaba y decía que quería llamar a mi abogado, me haría parecer culpable. No tenía nada que ocultar. ¿Por qué alimentar sus sospechas? Con esto sólo los distraería. Por supuesto que sabía que así era como trabajaban, como funcionaba la Policía, pero yo soy médico; y lo que es peor, cirujano. A menudo cometemos el error de creernos más listos que nadie.

Me decidí por la sinceridad.

– Sí, estaba embarazada. ¿Y qué?

– Es cirujano plástico, ¿no?

El cambio de tema me descolocó.

– Sí, lo soy.

– Usted y su socia viajan al extranjero y reparan fisuras palatales, traumas faciales graves, quemaduras, cosas por el estilo.

– Más o menos, sí.

– Entonces, ¿viaja mucho?

– Bastante -dije.

– De hecho -intervino Regan- en los dos años anteriores a su matrimonio, ¿sería justo decir que estuvo más tiempo fuera del país que dentro?

– Es posible -contesté. Me revolví entre los duros cojines-. ¿Podría explicarme adonde quiere ir a parar?

Regan me dirigió su mejor sonrisa.

– Sólo queremos hacernos una idea general.

– ¿Una idea de qué?

– Su socia… -echó un vistazo a sus notas-, una tal señora Zia Leroux.

– Doctora Leroux -corregí.

– Doctora Leroux, sí, gracias. ¿Dónde está ahora?

– En Camboya.

– ¿Está operando a niños con deformidades?

– Sí.

Regan inclinó la cabeza, simulando confusión.

– ¿No era usted el que en principio tenía que hacer este viaje?

– Hace mucho tiempo.

– ¿Cuánto tiempo?

– No sé si le entiendo.

– ¿Cuánto tiempo hace que anuló su viaje?

– No lo sé -dije-. Ocho o nueve meses, más o menos.

– Y por eso la doctora Leroux ha ido en su lugar, ¿correcto?

– Sí, es correcto. ¿Y todo esto me lo pregunta por…?

No mordió el anzuelo.

– Le gusta su trabajo, ¿verdad, Marc?

– Sí.

– ¿Le gusta viajar al extranjero? ¿Y hacer este loable trabajo?

– Claro.

Regan se rascó la cabeza con exageración, fingiendo de la manera más burda su desconcierto.

– Entonces, si le gusta viajar, ¿por qué anuló el viaje y dejó que fuera la doctora Leroux en su lugar?

Ahora veía a donde quería ir a parar.

– Intentaba limitarlos -dije.

– Se refiere a sus viajes.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque tenía otras obligaciones.

– Y estas obligaciones eran su esposa y su hija, ¿correcto?

Me incorporé un poco y le miré a los ojos.

– La razón -dije-. ¿Todo esto tiene alguna razón?

Regan se echó atrás. El silencioso Tickner hizo lo mismo.

– Sólo queremos hacernos una idea general, nada más.

– Eso ya me lo había dicho.

– Vale, espere un momento -dijo Regan, y ojeó su cuaderno-. Vaqueros y una blusa roja.

– ¿Qué?

– Su esposa -añadió señalando sus notas-. Dijo que llevaba vaqueros y una blusa roja aquella mañana.

Me inundaron más imágenes de Monica. Intenté detener la marea.

– ¿Y qué?

– Cuando encontramos el cuerpo -dijo Regan-, estaba desnuda.

Los temblores empezaron en el corazón. Se me esparcieron por los brazos, y me cosquillearon los dedos.

– ¿No lo sabía?

Tragué saliva.

– ¿La…? -Me quedé sin habla.

– No -dijo Regan-. No tenía ninguna señal, aparte de los agujeros de bala. -Contestó dedicándome de nuevo aquella inclinación de cabeza de «ayúdeme a entender»-. La encontramos muerta en esta habitación. ¿Tenía costumbre de pasearse sin ropa?

– Ya se lo he dicho -alegué abrumado. Intenté procesar aquellos nuevos datos, seguir su ritmo-. Llevaba vaqueros y una blusa roja.

– Entonces, ¿estaba vestida?

Recordé el ruido de la ducha. La recordé saliendo de ella, echándose el pelo hacia atrás, estirándose en la cama, subiéndose los vaqueros por las caderas.

– Sí.

– ¿Seguro?

– Seguro.

– Hemos buscado por toda la casa. No hemos encontrado ninguna blusa roja. Vaqueros sí. Tenía varios. Pero ninguna blusa roja. ¿No le parece raro?

– Espere un momento -dije-. ¿La ropa no estaba junto a su cuerpo?

– No.

Aquello no tenía sentido.

– Pues miraré en su armario -dije.

– Ya lo hemos mirado, pero si quiere, adelante. De todos modos, sigo sin entender cómo puede acabar en el armario la ropa que llevaba puesta.

No tenía respuesta.

– ¿Tiene pistola, doctor Seidman?

Otro cambio de tema. Intentaba seguirle, pero la cabeza me daba vueltas.

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