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Harlan Coben: Última oportunidad

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Harlan Coben Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado? El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Capítulo 5

No había tráfico, de modo que llegué al centro comercial con tiempo de sobra. Apagué el motor y esperé sentado en el coche. Eché un vistazo a mi alrededor. Me imaginaba que los federales y la Policía me seguían, pero yo no podía verlos. Suponía que era una buena señal.

¿Y ahora qué?

Ni idea. Esperé un poco más. Jugué con el dial de la radio, pero nada me llamaba la atención. Encendí el reproductor de cedes y casetes. Cuando Donald Fagan de Steely Dan se puso a cantar Black Cow, tuve un ligero sobresalto. No oía aquella cinta desde… no sé, mis días de universidad. ¿Por qué la tenía Monica? Y entonces, con una nueva punzada de dolor, me di cuenta de que Monica había sido la última que había utilizado el coche, y que aquélla podía ser la última canción que había escuchado.

Observé a los clientes que se preparaban para entrar en el centro comercial. Me concentré en las madres jóvenes; la forma en que abrían la puerta trasera del monovolumen; cómo desplegaban el cochecito del niño en el aire con un gesto mágico; la forma en que desabrochaban los cinturones de seguridad de sus retoños, me recordó a Buzz Aldrin en el Apolo II; cómo se apartaban del coche, con la cabeza alta, y apretaban diestramente el control remoto que cerraba la puerta del monovolumen.

Las madres, todas ellas, parecían hastiadas. Tenían a sus hijos.

Su seguridad, que con la clasificación de cinco estrellas a prueba de colisión lateral y las sillitas de coche de la NASA, estaba fuera de duda. Y en cambio allí me encontraba yo, sentado con una bolsa de dinero para pagar un rescate, con la esperanza de recuperar a mi hija. La línea fina. Me dieron ganas de bajar la ventanilla y gritar una advertencia.

Se acercaba el momento de la entrega. El sol daba de lleno en mi parabrisas. Busqué las gafas de sol, pero luego lo pensé mejor. No sé por qué. ¿Que me pusiera las gafas de sol incomodaría al secuestrador? No, no lo creo. O quizá sí. Mejor dejarlo. No correr riesgos.

Los hombros se me pusieron tensos. No paraba de mirar a mi alrededor intentando, no sé por qué, que no se notara mucho. Cada vez que alguien aparcaba cerca de mí o caminaba cerca de mi coche, el estómago se me contraía y me preguntaba: «¿Estará Tara cerca?».

Habían pasado justo las dos horas ordenadas. Quería acabar de una vez. Los siguientes minutos decidirían todo. Lo sabía. Calma. Tenía que mantener la calma. La advertencia de Tickner resonaba en mi cabeza. ¿Se acercaría alguien a mi coche y me volaría los sesos sin más?

Era consciente de que era una posibilidad.

Cuando sonó el móvil, me sobresaltó. Me lo llevé al oído y solté un «diga» demasiado rápido.

– Sal por la salida oeste -dijo la voz robótica.

– ¿Cuál es la oeste? -contesté, desorientado.

– Sigue las indicaciones de la Ruta Cuatro. Coge la salida. Te estamos vigilando. Si te sigue alguien, desapareceremos. Deja el móvil junto al oído.

Obedecí de buena gana; con la mano derecha me apreté tanto el teléfono contra la oreja que casi se me corta la circulación. Con la izquierda agarraba el volante como si me dispusiera a arrancarlo.

– Toma la Ruta Cuatro en dirección oeste.

Doblé a la derecha y me metí en la autopista. Miré por el retrovisor para ver si me seguía alguien. Era difícil saberlo.

– Ves un centro comercial -dijo la voz robótica.

– Hay millones de centros comerciales -dije.

– Está a tu derecha, junto a una tienda de cunas. Frente a la salida de Paramus Road.

– De acuerdo -contesté cuando lo vi.

– Para allí. Verás una calle a la derecha. Cógela, hasta detrás del edificio y apaga el motor. Ten el dinero a punto.

Comprendí inmediatamente por qué el secuestrador había elegido aquel lugar. Sólo tenía una entrada y todas las tiendas estaban por alquilar, excepto la de cunas. Ésta estaba a la derecha. En otras palabras, era un recinto cerrado al que se accedía directamente de la autopista. No había forma de que nadie entrara por detrás o pudiera pasar siquiera a marcha lenta sin ser visto.

Esperé a que los federales se dieran cuenta.

Cuando llegué a la parte trasera del edificio, vi a un hombre de pie junto a una furgoneta. Llevaba una camisa de franela negra y roja con vaqueros negros, gafas de sol, y una gorra de béisbol de los Yankees. Intenté encontrar algo que lo distinguiera, pero la palabra que se me ocurrió fue «corriente». Altura media, constitución media. Lo único llamativo era su nariz. Incluso a aquella distancia noté que estaba torcida, como la de un ex boxeador. Pero ¿sería real o una especie de disfraz? No lo sabía.

Me fijé en la furgoneta. Llevaba escrito «B & T Electricistas» de Ridgewood, Nueva Jersey. Sin teléfono ni dirección. La matrícula era de Nueva Jersey. La memoricé.

El hombre se acercó el móvil a los labios al estilo walkie-talkie, y oí la voz mecánica que decía:

– Voy a acercarme. Pásame el dinero por la ventanilla. No salgas del coche. No me digas nada. Cuando me haya alejado con el dinero, te llamaré y te diré dónde puedes recoger a tu hija.

El hombre de la camisa de franela y los vaqueros bajó el teléfono y se acercó. Llevaba la camisa desabrochada. ¿Llevaba pistola? No estaba seguro. Y aunque lo hubiera estado, ¿qué habría podido hacer? Apreté el botón para bajar la ventanilla. No se movió. Había que encender el contacto. El hombre estaba más cerca. Llevaba la gorra de los Yankees bajada de modo que la visera le tocaba las gafas de sol. Busqué la llave y le di un pequeño giro. Las luces del tablero cobraron vida. Apreté el botón otra vez. La ventanilla bajó.

Intenté encontrar de nuevo algo distintivo en el hombre. Su paso era ligeramente desequilibrado, como si hubiera bebido una o dos copas, pero no parecía nervioso. No se había afeitado y tenía manchas en la cara. Las manos, sucias, los vaqueros negros estaban rasgados en la rodilla derecha. Las deportivas de lona, de caña alta, marca Converse, habían vivido épocas mejores.

Cuando el hombre estaba a sólo un par de pasos del coche, empujé la bolsa por la ventanilla y respiré hondo. Aguanté la respiración. Sin romper el paso, el hombre cogió el dinero y se volvió hacia la furgoneta. Aceleró el paso. Las puertas traseras de la furgoneta se abrieron y él saltó dentro; la puerta se cerró inmediatamente detrás de él. Fue como si la furgoneta se lo hubiera tragado.

El conductor puso en marcha el motor. El vehículo aceleró y, por primera vez, me di cuenta de que había una entrada trasera en una calle lateral. La furgoneta la tomó y desapareció.

Estaba solo.

Me quedé donde estaba y esperé a que sonara el móvil. El corazón me latía aceleradamente. Tenía la camisa empapada de sudor. No entró ningún otro coche. El asfalto estaba agrietado. Del contenedor sobresalían cajas de carbón. Había botellas rotas por el suelo. Miré fijamente al suelo, intentando distinguir las palabras de las etiquetas descoloridas de cerveza.

Pasaron quince minutos.

No paraba de imaginarme el reencuentro con mi hija, cómo la encontraría y la cogería y la acunaría y la calmaría con palabras tiernas. El móvil. El móvil tenía que sonar. Era parte de lo que me estaba imaginando. Sonaba el teléfono y la voz robótica me daba instrucciones. Éstas eran las partes uno y dos. ¿Por qué el maldito teléfono no colaboraba?

Un Buick Le Sabré estacionó en el aparcamiento, manteniéndose a una distancia prudente de mí. No reconocí al conductor, pero Tickner estaba en el asiento del pasajero. Nuestros ojos se encontraron. Intenté descubrir algo en su expresión, pero era la impasibilidad pura. Entonces me puse a mirar fijamente el móvil, sin atreverme a apartar la vista. El tictac había vuelto, esta vez más lento y sordo.

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