Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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En 1956, mi abuelo compró una pequeña cabana en el bosque de Montague, en Nueva York. Le costó, o eso me dijeron, menos de tres mil dólares. Dudo que actualmente valga mucho más. Sólo tenía un dormitorio. La estructura era rústica, sin nada del encanto asociado a este término. Era casi imposible llegar hasta allí porque la pista terminaba unos doscientos metros antes de la cabana. Hay que caminar por un sendero infestado de raíces para llegar a ella.

Cuando murió hace cuatro años, mi abuela la heredó. Al menos es lo que yo creía. Nadie pensó mucho en ella. Hacía casi una década que mis abuelos se habían trasladado a Florida. Mi abuela ha caído en las lóbregas garras del Alzheimer. Yo creía que la cabana formaba parte de su herencia. En cuestión de impuestos y gastos varios, probablemente estaba muy atrasada.

Cuando éramos niños, mi hermana y yo pasábamos cada verano una semana con los abuelos en la cabana. No me gustaba. Para mí la naturaleza era un aburrimiento, agravado de vez en cuando por una embestida de picaduras de mosquito. No había televisor. Nos íbamos a la cama demasiado temprano y con demasiada oscuridad. Durante el día, a menudo, el profundo silencio sólo lo perturbaban los encantadores ecos de los disparos de escopeta. Pasábamos el tiempo caminando, una actividad que incluso hoy me parece tediosa. Un año, mi madre sólo metió en mi maleta ropa de color caqui. Estuve dos días aterrorizado de que un cazador pudiera confundirme con un ciervo.

Stacy, en cambio, encontraba paz en aquel lugar. Ya de pequeña parecía disfrutar con la huida de nuestro laberinto de ratas suburbano de escuela y actividades extraescolares, de equipos deportivos y popularidad. Paseaba durante horas. Recogía hojas de los árboles y guardaba gusanos diminutos en frascos. Arrastraba los pies por las alfombras de pinaza.

Conté a Tickner y a Regan lo de la cabana mientras corríamos por la Ruta 87. Tickner habló por radio con la Policía de Montague. Todavía recordaba cómo llegar a la cabana, pero me resultaba difícil describirlo. Hice lo que pude. Regan apretaba el acelerador. Eran las cuatro y media de la madrugada. No había tráfico y no había necesidad de utilizar la sirena. Llegamos a la salida 16 de la autopista de Nueva York y sobrepasamos a toda velocidad el centro comercial de Woodbury.

El bosque se veía difuminado. Ya no estábamos lejos. Le dije dónde tenía que doblar. El coche fue cogiendo caminos que no habían cambiado en absoluto en los últimos treinta años.

Llegamos quince minutos después.

Stacy.

Mi hermana nunca había sido guapa. Esto pudo haber sido parte del problema. Sí, ya sé que parece absurdo. Es una tontería, en realidad. Pero lo cuento de todos modos. Nadie invitaba a Stacy a una fiesta. Los chicos no la llamaban. Tenía pocos amigos. Evidentemente, muchos adolescentes pasan estos apuros. La adolescencia es siempre una guerra; nadie sale de ella sin cicatrices. Y encima la enfermedad de mi padre fue una carga tremenda para nosotros. Pero esto no lo explica todo.

En definitiva, después de todas las teorías y psicoanálisis, después de repasar todos sus traumas infantiles, creo que lo que se torció en mi hermana fue algo más básico. Tenía alguna clase de desequilibrio químico en su cerebro. Demasiada cantidad de un componente fluyendo por un lado, y demasiado poco de otro fluyendo por el lado opuesto. Stacy estaba deprimida en una época en que tal comportamiento se calificaba de hosquedad. O quizá sea verdad que aprovecho esta especie de racionalización complicada para justificar mi propia indiferencia respecto a ella. Stacy era sólo mi hermana pequeña rara. Yo ya tenía bastantes problemas. Era un adolescente egoísta, una descripción redundante donde las haya.

Sea como fuere, tanto si el origen de la infelicidad de mi hermana era fisiológico, como psicológico, o un plan combinado de lujo, el viaje destructivo de Stacy había terminado.

Mi hermana pequeña estaba muerta.

La encontramos en el suelo, enroscada en una posición fetal. Era así como dormía cuando era niña, con las rodillas pegadas al pecho, y la barbilla encima. Pero aunque no tuviera ninguna señal, me di cuenta de que no dormía. Me agaché. Stacy tenía los ojos abiertos. Me miraba directamente, sin parpadear, interrogativamente. Seguía pareciendo muy perdida. No debería haber sido así. Se supone que la muerte te da soledad. Se supone que la muerte debía darle la paz que tanto la había esquivado en vida. ¿Por qué Stacy parecía tan terriblemente perdida?

En el suelo, a su lado, había una aguja hipodérmica, su compañera en la muerte como en la vida. Drogas, por supuesto. Intencionadamente o no, todavía no estaba seguro. Tampoco tenía tiempo de reflexionar sobre esto. La Policía se desplegó. Aparté los ojos de ella.

Tara.

La casa estaba patas arriba. Habían entrado mapaches y se habían instalado. El sofá donde mi abuelo hacía la siesta, siempre con los brazos cruzados, estaba desgarrado. El relleno estaba esparcido por el suelo. Sobresalían los muelles como si buscaran a alguien a quien pinchar. El lugar olía a orina y a animales muertos.

Intente oír el llanto de un bebé. No oí nada. Allí no había nadie. Sólo había un dormitorio. Entré en él detrás de un policía. La habitación estaba oscura. Pulsé el interruptor de la luz. No pasó nada.

Luces de linternas cortaban la negrura como sables. Mis ojos escudriñaron la habitación. Cuando lo vi, casi me echo a llorar.

Había un parque infantil.

Era uno moderno, de Pack N'Plays, de los que se pliegan para transportar. Monica y yo teníamos uno. No conozco a nadie con un bebé que no tenga uno. La etiqueta colgaba por un lado. Debía de ser nuevo.

Se me saltaron las lágrimas. La luz de la linterna pasó de largo el parque, haciendo un efecto de luces estroboscópicas. Parecía vacío. Se me encogió el corazón. Me acerqué corriendo de todos modos, por si la luz había causado una ilusión óptica, por si Tara estuviera tan acurrucada que… no sé, fuera sólo un bultito.

Pero dentro sólo había una manta.

Una voz suave -una voz de una pesadilla susurrante y persistente- flotó por la habitación.

– Dios mío.

Volví la cabeza hacia el sonido. La voz sonó otra vez, esta vez más débil.

– Aquí -dijo un policía-. En el armario.

Tickner y Regan ya estaban allí. Los dos miraron dentro. Aunque la luz era escasa, noté que sus caras palidecían.

Me acerqué tambaleándome. Crucé la habitación, casi cayéndome, agarrando el pomo del armario en el último momento para recuperar el equilibrio. Miré dentro y lo vi. Y entonces, al observar la tela ajada, sentí que se me reventaban las entrañas y se convertían en ceniza.

En el suelo, desgarrado, había un pelele rosa con pingüinos negros.

DIECIOCHO MESES DESPUÉS

Lydia vio a la viuda sentada sola en Starbucks.

La viuda estaba en un taburete, observando distraídamente el goteo tranquilo de peatones. Su café estaba cerca de la ventana, y el vapor formaba un círculo en el vidrio. Lydia la observó un rato. La devastación seguía allí: las cicatrices de la batalla, la mirada perdida, la postura de los derrotados, el pelo sin brillo, el temblor de las manos.

Lydia pidió un café con leche grande largo de café. El camarero, un jovencito vestido de negro demasiado delgado y con barba de chivo, no le cobró el extra de café. Los hombres hacían estas cosas por Lydia, incluso los jovencitos. Ella se bajó las gafas de sol y le dio las gracias. El casi se meó en los pantalones.Hombres.

Lydia se acercó a la mesa de los condimentos, consciente de que el chico le miraba el trasero. También estaba acostumbrada a aquello.

Añadió un sobre de edulcorante a su bebida. El Starbucks estaba casi vacío -había muchos asientos vacíos-, pero Lydia se sentó en el taburete contiguo a la ventana. Notando su presencia, la viuda salió de su ensimismamiento.

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