Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– ¿Wendy? -dijo Lydia.

Wendy Burnet, la viuda, se volvió hacia la voz amable.

– Te acompaño en el sentimiento -dijo Lydia.

Lydia le sonrió. Sabía que tenía una sonrisa simpática. Llevaba un traje gris sobre su pequeño y turgente cuerpo. La falda era ligeramente corta. Sensualidad en el trabajo. Sus ojos tenían aquel brillo húmedo, la nariz pequeña y algo respingona. El pelo era ondulado y castaño rojizo, aunque podía, y lo hacía a menudo, cambiar.

Wendy Burnet la miró tanto rato que Lydia creyó que la había reconocido. Lydia había visto aquella mirada muchas veces, aquella expresión de «te conozco, pero no sé de qué», aunque no había salido por televisión desde que tenía trece años. Algunas personas incluso le decían: «¿Sabes a quién te pareces?», pero Lydia se encogía de hombros; entonces la llamaban Larissa Dañe.

Pero, desgraciadamente, esta vacilación no tenía nada que ver con aquello. Wendy Burnet todavía estaba trastornada por la horrible muerte de su amado. Simplemente le costaba captar y asimilar los datos poco habituales. Lo más probable es que no supiera exactamente cómo reaccionar, si debía fingir que conocía a Lydia o no.

Tras unos segundos, Wendy Burnet optó por algo poco comprometedor:

– Gracias.

– Pobre Jimmy -siguió Lydia-. Fue una forma horrible de morir.

Wendy buscó el vaso de café de papel y tomó un buen trago. Lydia miró los sobres junto al vaso y vio que la viuda Wendy también había pedido un café con leche, aunque ella lo había elegido descafeinado y con leche de soja. Lydia se le acercó un poco más.

– No sabes quién soy, ¿verdad?

– Lo siento -contestó Wendy con una triste sonrisa de disculpa.

– No tienes por qué. No creo que nos conozcamos.

Wendy esperó, a que Lydia se presentara. Como no lo hacía, le preguntó:

– ¿Conocías a mi marido?

– Oh, sí.

– ¿También trabajas en seguros?

– No, la verdad es que no.

Wendy frunció el entrecejo. Lydia tomó un sorbo de café. La sensación de incomodidad aumentó, al menos para Wendy. Lydia estaba a sus anchas. Cuando se le hizo insoportable, Wendy se levantó para marcharse.

– Bueno -dijo-, encantada de haberte conocido.

– Yo… -empezó Lydia, dudando hasta estar segura de tener toda la atención de Wendy-… fui la última persona que vio a Jimmy con vida.

Wendy se quedó helada. Lydia tomó otro sorbo y cerró los ojos.

– Fuerte, como me gusta -dijo, señalando el vaso-. El café de aquí me encanta, ¿a ti no?

– ¿Has dicho que…?

– Por favor -dijo Lydia con un pequeño gesto del brazo-. Siéntate para que pueda explicártelo como es debido.

Wendy echó una ojeada a los camareros. Estaban ocupados gesticulando y quejándose de lo que consideraban una gran conspiración mundial para mantenerlos apartados de unas vidas asombrosas. Wendy volvió a sentarse en el taburete. Lydia la miró un buen rato. Wendy intentó sostenerle la mirada.

– ¿Sabes qué? -empezó Lydia, ofreciendo una sonrisa cálida y natural y ladeando la cabeza-, soy la que mató a tu marido.

– No tiene gracia -dijo Wendy empalideciendo.

– Cierto, sí, en eso estamos de acuerdo, Wendy. Pero la verdad es que no pretendía ser graciosa. ¿Prefieres que te cuente un chiste? Estoy en una de esas listas de chistes de Internet. La mayoría son malísimos, pero de vez en cuando llega una perla.

Wendy estaba petrificada.

– ¿Se puede saber quién eres?

– Cálmate un poco, Wendy.

– Quiero saber…

– ¡Chist! -Lydia puso el dedo sobre los labios de Wendy con excesiva ternura-. Deja que te explique.

A Wendy le temblaban los labios. Lydia mantuvo allí su dedo un momento más.

– Estás desorientada. Lo comprendo. Deja que yo te aclare cuatro cosas. Primero, sí, soy la que metí la bala en la cabeza de Jimmy. Pero Heshy… -Lydia señaló la ventana en dirección a un hombre enorme, con la cabeza deforme-, él fue el que le hizo los daños previos. Personalmente, cuando maté a Jimmy, la verdad, me pareció que le estaba haciendo un favor.

Wendy sólo la miraba.

– Quieres saber por qué, ¿verdad que sí? Por supuesto. Pero en el fondo, Wendy, me parece que ya lo sabes. Somos mujeres de mundo, ¿o no? Conocemos a nuestros hombres.

Wendy no dijo nada.

– Wendy, ¿sabes de qué estoy hablando?

– No.

– Ya lo creo que lo sabes, pero te lo diré de todos modos. Jimmy, tu amado y difunto esposo, debía una gran suma de dinero a unas personas muy desagradables. En este momento, la cantidad es casi doscientos mil dólares. -Lydia sonrió-. Wendy, no pretenderás que no sabes nada de los infortunios de tu marido con el juego, ¿verdad que no?

– No entiendo… -Wendy tenía dificultades para formar las palabras en la boca.

– Espero que tu confusión no tenga nada que ver con mi género.

– ¿Qué?

– Eso sería muy feo y sexista por tu parte. Estamos en el siglo veintiuno. Las mujeres pueden hacer lo que quieran.

– ¿Tú… -Wendy calló; lo volvió a intentar-… mataste a mi marido?

– ¿Ves la televisión, Wendy?

– ¿Qué?

– La televisión. Ya sabes, en la tele siempre que alguien como tu marido debe dinero a alguien como yo, ¿qué pasa?

Lydia calló como si realmente esperara una respuesta. Finalmente, Wendy dijo:

– No lo sé.

– Por supuesto que lo sabes, pero responderé de nuevo por ti. Mandan a alguien como yo, bueno alguien como yo varón, a amenazarlo. Luego, tal vez mi compañero Heshy, que está allí fuera, le daría una paliza o le partiría las piernas, algo así. Pero nunca le matan. Ésa es una de las normas de los malos de la televisión. «No se puede cobrar a un muerto.» Te suena, ¿verdad?, Wendy.

Esperó. Finalmente Wendy dijo:

– Supongo.

– Pero no funciona así. Pongamos por caso a Jimmy. Tu marido tenía una enfermedad. El juego. ¿Me equivoco? Te costó perderlo todo. La compañía de seguros. Había sido de tu padre. Jimmy se encargaba de ella. Ya no existe. Desaparecida. El banco estaba a punto de quedarse tu casa. Tú y tus hijos apenas teníais dinero para comer. Y ni así paraba Jimmy -Lydia negó con la cabeza-. Hombres. ¿Tengo razón?

Los ojos de Wendy estaban llenos de lágrimas. Su voz, cuando fue capaz de hablar, era muy débil:

– ¿Así que lo mataste?

Lydia levantó la mirada, negando con la cabeza suavemente.

– Realmente, creo que no estoy explicándolo bien -dijo, y bajó la mirada; lo intentó de nuevo-: ¿Has oído alguna vez la expresión de que no se puede hacer sangrar una piedra?

De nuevo Lydia esperó una respuesta. Wendy finalmente asintió. Lydia pareció complacida.

– Bueno, pues de eso se trata. Me refiero a Jimmy. Podía dejar que nuestro Heshy le diera una paliza, se le da bien, pero ¿qué habría sacado con ello? Jimmy no tenía el dinero. Nunca habría podido reunir tanto dinero. -Lydia se sentó más erguida y levantó las manos-. Veamos, Wendy, quiero que pienses como un hombre de negocios, bueno, no, como una persona de negocios. No hace falta que nos pongamos feministas radicales, pero creo que al menos estamos obligadas a defender la igualdad.

Lydia dedicó otra sonrisa a Wendy. Ésta se estremeció.

– Bueno, ¿qué se supone que tengo que hacer yo, como persona de negocios? No puedo dejar pasar la deuda sin cobrarla, por supuesto. En mi oficio, esto es un suicidio profesional. Alguien debe dinero a mi jefe, y tiene que pagarse. No hay otra solución. El problema en este caso es que Jimmy no tiene un solo centavo a su nombre, pero… -Lydia calló y amplió su sonrisa-… pero tiene esposa y tres hijos. Y trabajaba en seguros. ¿Ves adonde quiero ir a parar?

Wendy tenía miedo de respirar.

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