Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Pasaron diez minutos más antes de que el teléfono emitiera su latosa tonadilla, de mala gana. Me lo coloqué en la oreja sin darle al sonido tiempo de viajar.

– ¿Diga? -respondí.

Nada.

Tickner me observaba atentamente. Me hizo una señal con la cabeza aunque no entendí por qué. Su chófer seguía con las manos en el volante a las diez y dos.

– ¿Diga? -repetí.

– Te advertí que no hablaras con la Policía -dijo la voz robótica.

Las venas se me inundaron de hielo.

– No habrá otra oportunidad.

Y colgó.

Capítulo 6

No había escapatoria.

Añoraba el entumecimiento. Añoraba el estado comatoso del hospital. Añoraba aquella bolsa de suero y el flujo continuo de la anestesia. Me habían arrancado la piel. Tenía las terminaciones nerviosas al aire. Lo sentía todo.

El miedo y la angustia me atenazaban. El miedo me encerró en una habitación, mientras que la angustia -la terrible convicción de que lo había estropeado todo y no podía hacer nada para aliviar el tormento de mi hija- me envolvió en una camisa de fuerza y apagó las luces. Podía muy bien estar perdiendo la cabeza.

Pasaron los días en una niebla pegajosa. Me pasaba el tiempo sentado junto al teléfono; varios teléfonos, en realidad. El teléfono de mi casa, mi móvil, y el móvil del secuestrador. Compré un cargador para el móvil del secuestrador, para que siguiera funcionando. Me sentaba en el sofá. Los teléfonos estaban a mi derecha. Intenté apartar la vista de ellos, incluso mirar la televisión, porque recordaba aquel viejo dicho de que cuando miras un hervidor el agua nunca hierve. Pero seguía mirando de reojo los condenados teléfonos, con miedo a que pudieran salir volando, deseando que sonaran.

Intenté echar mano de aquella conexión sobrenatural padre-hija otra vez, la que antes había insistido en que Tara estaba viva. El pulso seguía allí, pensé (o al menos me obligué a creerlo), latiendo débilmente, la conexión ahora, a lo sumo, era tenue.

«No habrá otra oportunidad…»

Para aumentar mi culpabilidad, la noche anterior había soñado con una mujer que no era Monica, sino Rachel, mi antiguo amor. Fue uno de aquellos sueños en que se mezclan tiempo y realidad, donde el mundo es totalmente extraño e incluso contradictorio y, sin embargo, nada te parece raro. Rachel y yo estábamos juntos. Nunca habíamos roto a pesar de que habíamos estado separados todos aquellos años. Yo tenía treinta y cuatro años, pero ella no había envejecido ni un día desde que me dejó. Tara seguía siendo mi hija en el sueño -de hecho, nunca la habían secuestrado-, pero de algún modo también era hija de Rachel, aunque Rachel no era la madre. Todos hemos tenido esta clase de sueños. Nada tiene lógica, pero no te cuestionas nada de lo que ves. Cuando me desperté, el sueño se esfumó como suelen hacer los sueños. Me quedé con un mal sabor y una añoranza que tiraba de mí con una fuerza inesperada.

Mi madre pasaba demasiado tiempo conmigo. En aquel momento acababa de colocar otra bandeja de comida delante de mí. La ignoré y, por millonésima vez, mi madre repitió su mantra:

– Tienes que estar fuerte para Tara.

– Claro, mamá, la clave de todo esto es estar fuerte. A lo mejor si hago muchas flexiones, Tara volverá.

Mamá negó con la cabeza, sin dejarse provocar. Lo que le había dicho era una crueldad. Ella también sufría. Su nieta había desaparecido y su hijo estaba en un estado lamentable. La vi suspirar y volver a la cocina. No me disculpé.

Tickner y Regan me visitaban a menudo. Me recordaban que el sonido y la furia de Shakespeare no significan nada. [2]Me hablaban de todas las maravillas tecnológicas que se estaban utilizando en la búsqueda de Tara: cosas que tenían que ver con el ADN y las huellas dactilares, con cámaras de seguridad y aeropuertos, peajes, estaciones de tren, localizadores, vigilancias y laboratorios. Soltaban los manidos tópicos de poli como «no dejaremos ninguna piedra sin remover» o «todas las vías posibles». Yo asentía con la cabeza. Me hicieron mirar fotografías, pero el hombre de la bolsa con la camisa de franela no estaba en ninguno de los libros.

– Hemos comprobado si existía B & T Electricistas -me dijo Regan la primera noche-. La empresa existe, pero utilizan letreros magnéticos de los que se pueden arrancar del camión. Alguien les robó uno hace dos meses. Pensaron que no valía la pena denunciarlo.

– ¿Qué me dice de la matrícula? -pregunté.

– El número que nos dio no existe.

– ¿Cómo puede ser?

– Utilizaron dos matrículas viejas -explicó Regan-. Mire, lo que hicieron es cortar las matrículas por la mitad y luego juntaron la parte izquierda de una con la mitad derecha de la otra.

Me limité a mirarle.

– Esto tiene una parte buena -añadió Regan.

– ¿Ah, sí?

– Significa que tratamos con profesionales. Sabían que si usted se ponía en contacto con nosotros, estaríamos apostados en el centro. Encontraron un lugar para la entrega donde no podíamos entrar sin ser vistos. Nos han hecho seguir pistas inútiles con el rótulo falso y las matrículas mezcladas. Como he dicho, son profesionales.

– ¿Y esto es bueno por…?

– Los profesionales no suelen ser sanguinarios.

– ¿Entonces qué están haciendo?

– Nuestra teoría -dijo Regan-, es que le están ablandando, para poder pedirle más dinero.

Ablandándome. Estaba funcionando.

Mi suegro llamó después del fracaso de la entrega. Noté la decepción en la voz de Edgar. No quiero parecer desagradecido -Edgar era el que había puesto el dinero y dejó claro que lo haría otra vez-, pero la decepción parecía más causada por mí, porque no había seguido su consejo en lo de no hablar con la Policía, que por el resultado final.

Por supuesto, tenía toda la razón. Yo lo había estropeado todo, lo había echado a perder.

Intenté participar en la investigación, pero la Policía no me daba precisamente alas. En las películas las autoridades cooperan y dan información a la víctima. Naturalmente hice muchas preguntas a Tickner y a Regan sobre el caso. No me respondieron a ninguna.

Nunca hablaban de detalles conmigo. Afrontaban mis interrogatorios casi con desprecio. Por ejemplo, quería saber más sobre cómo habían encontrado a mi esposa, por qué estaba desnuda. Se cerraron en banda.

Lenny venía mucho por casa. Tenía dificultades para mirarme a los ojos porque él también se culpaba de haberme animado a hablar. (Las caras de Regan y Tickner fluctuaban entre la culpabilidad porque todo había salido mal y una culpabilidad de otra clase, como si quizá yo, el apenado marido y padre, hubiera estado detrás de todo.) Querían saber detalles de mi frágil matrimonio con Monica. Querían saber más de mi arma desaparecida. Era exactamente como lo había predicho Lenny. Cuanto más tiempo pasaba, más apuntaban las autoridades sus miradas sobre el único sospechoso disponible.

Atentamente suyo.

Cuando se cumplió el hito de una semana, la presencia de la Policía y el FBI empezó a disminuir. Tickner y Regan apenas venían. Miraban el reloj más a menudo. Se disculpaban para hablar por teléfono de otros casos. Yo lo comprendía, por supuesto. No se habían presentado pistas nuevas. La situación se iba calmando. Una parte de mí agradecía el respiro.

Y de pronto, al noveno día, todo cambió.

A las diez, empezaba a desnudarme para meterme en la cama. Estaba solo. Quiero a mi familia y a mis amigos, pero ellos se habían dado cuenta de que necesitaba tiempo para estar solo. Se habían marchado todos antes de cenar. Encargué comida a Hunan Garden y, siguiendo las instrucciones previas de mi madre, comí para recuperar las fuerzas.

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