No quiero ser malinterpretado. No me paso el día llorando. Sigo viviendo mi vida. Estoy afligido, claro, pero no a todas horas. No estoy paralizado. Trabajo, aunque todavía no he tenido valor para viajar al extranjero. Sigo pensando que debo permanecer cerca, por si surge alguna pista. Sé que esta forma de pensar no es racional y quizás es engañosa. Pero todavía no estoy preparado.
Lo que me pasa -lo que me provoca ese sobresalto repentino- es la forma en que la pena parece disfrutar pillándome desprevenido. La pena, cuando la ves venir, si no se puede controlar, al menos se puede manipular, refinar, ocultar. Pero a la pena le gusta ocultarse en los matorrales. Disfruta saliendo de repente de la nada, sobresaltándote, burlándose de ti, despojándote de tu fingida normalidad. La pena te adormece, lo que hace el ataqué de ceguera mucho más chocante.
– Tío Marc.
Era Conner otra vez. Hablaba muy bien para su edad. Pensé en cómo habría sonado la voz de Tara, y tras las gafas de sol, se me cerraron los ojos. Presintiéndolo, Cheryl se levantó para llevarse al niño. Pero la aparté con un gesto.
– ¿Qué hay?
– ¿Y la caca?
– ¿Qué le pasa?
Me miró y cerró un ojo para concentrarse.
– ¿La caca es mi amiga?
Menuda pregunta.
– No sé, chico. ¿Tú qué crees?
Conner sopesó su pregunta con tanta intensidad que parecía a punto de explotar. Finalmente, contestó:
– Es más amiga que la diarrea.
Asentí gravemente con la cabeza. Nuestro equipo metió otro gol. Lenny levantó los puños y gritó «¡Bien!». Casi dio una voltereta para felicitar a Craig (o debería decir Craigy), el goleador. Los jugadores se unieron a él. Se dieron muchas palmaditas. Yo no me apunté. Mi misión, creía, era ser el compañero impasible para compensar el histrionismo de Lenny: el Tonto y el Llanero Solitario, Abbot y Costello, Rowan y Martin, el Capitán y Tenille. Equilibrio.
Miré a los padres en las bandas. Las mujeres se unen en grupitos. Hablan de, sus hijos, de los logros de sus hijos y de actividades extraescolares, y nadie escucha mucho porque los hijos de los demás son aburridos. Los padres ofrecían más variedad. Algunos grababan en vídeo. Otros daban ánimos a gritos. Otros tiranizaban a sus hijos de una forma que se acercaba a la locura. Otros hablaban por los móviles y jugaban constantemente con aparatos electrónicos portátiles de algún tipo, para superar el mono de toda una semana inmersos en el trabajo.
¿Por qué acudí a la Policía?
Desde aquel día me han dicho infinidad de veces que lo que pasó no es culpa mía. Hasta cierto punto, soy consciente de que mis acciones es posible que no hubieran cambiado nada. Probablemente, nunca habían tenido ninguna intención de dejar que Tara volviera a casa. Podría ser que estuviera muerta incluso antes de la primera llamada de rescate. Podría haber muerto de forma accidental. Quizá les entró el pánico o estaban colocados. ¿Quién sabe? Yo seguro que no.
Y, bueno, ahí está el problema.
Por supuesto, no puedo asegurar que no tengo la culpa. Elemental: toda acción tiene una reacción.
No sueño con Tara, o, si lo hago, los dioses son lo bastante generosos para no permitir que lo recuerde. Pero esto probablemente es otorgarles mucho mérito. Lo diré de otro modo, quizá no sueñe concretamente con Tara, pero sí sueño con la furgoneta blanca con la placa de matrícula mezclada y el rótulo magnético robado. En mis sueños oigo un ruido, sofocado, pero estoy casi convencido de que es el llanto de un bebé. Ahora sé que Tara estaba en la furgoneta, pero en mi sueño no me acerco a la furgoneta. Tengo las piernas profundamente enterradas en el barro de la pesadilla. No puedo moverme. Cuando al final me despierto, no puedo evitar preguntarme lo más obvio. ¿Estaba Tara tan cerca de mí? Y, lo más importante: ¿de haber sido más valiente, habría podido salvarla allí mismo?
El árbitro, un chico de instituto larguirucho de sonrisa bonachona, tocó el silbato y gesticuló con la mano por encima de la cabeza. Fin del partido. Lenny gritó: «¡Hurra!». Los niños de ocho años se miraron unos a otros desorientados. Uno preguntó a un compañero: «¿Quién ha ganado?», y el compañero se encogió de hombros. Se pusieron en fila, al estilo de la Copa Stanley de hockey, para los apretones de manos finales.
Cheryl se levantó y me puso una mano en la espalda.
– Bien hecho, entrenador.
– Sí, es todo mérito mío -dije.
Ella sonrió. Los chicos empezaban a acercarse. Los felicité con mi inclinación de cabeza estoica. La madre de Craig había llevado una caja de cincuenta Dunkin Donuts con un dibujo de Halloween. La madre de Da ve tenía cajas de algo llamado Yoo-Hoo, una excusa perversa para comer chocolate con leche con sabor a tiza. Me metí un bollo en la boca y me sacudí el azúcar.
– ¿De qué es? -preguntó Cheryl.
– ¿Los hay de diferentes sabores? -dije encogiéndome de hombros.
Observé a los padres comunicándose con sus hijos y me sentí espantosamente fuera de lugar. Lenny vino hacia mí.
– Una gran victoria, ¿a qué sí?
– Sí -contesté-. Somos los mejores.
Me hizo un gesto para que le siguiera. Obedecí. Cuando estuvimos donde no podían oírnos, Lenny dijo:
– La herencia de Monica está casi resuelta. Ya no creo que tarde mucho.
– Vale -dije, porque tanto me daba.
– También he redactado tu testamento. Tienes que firmarlo.
Ni Monica ni yo habíamos hecho testamento. Lenny me había advertido que lo hiciéramos. Tienes que poner por escrito quién se queda tu dinero, me recordaba, quién tiene que educar a tu hija, quién va a ocuparse de tus padres, bla, bla, bla. Pero no le hicimos caso. Íbamos a vivir para siempre. Las últimas voluntades y los testamentos eran para…, bueno, para los muertos.
Lenny cambió de tema rápidamente.
– ¿Te vienes a casa a hacer una partida de futbolín?
El futbolín, para los que carezcan de una educación básica, es un juego de sobremesa con figurillas de jugadores de fútbol pegadas a un palo.
– Ya soy el campeón del mundo -le recordé.
– Eso era ayer.
– ¿No puedo disfrutar un poco más de mi título? Todavía no tengo ganas de soltarlo.
– Entendido.
Lenny volvió con su familia. Vi que su hija, Marianne, lo acorralaba. Gesticulaba como una loca. Lenny bajó los hombros, se sacó la cartera y cogió un billete. Marianne lo cogió, le dio un beso a su padre en la mejilla y salió corriendo. Lenny la miró desaparecer, negando con la cabeza. Sonreía. Me volví.
Lo peor de todo -o debería decir lo mejor- era que tenía esperanzas.
Lo que encontramos aquella noche en la cabana de mi abuelo: el cadáver de mi hermana, cabellos que pertenecían a Tara en el parque (el ADN lo confirmó) y un pelele rosa con pingüinos negros como el de Tara.
Lo que no encontramos y, de hecho, todavía no hemos encontrado: el dinero del rescate, la identidad de los cómplices de Stacy, si existían, y a Tara.
Exacto. No encontramos a mi hija.
El bosque es grande y ancho, ya lo sé. La tumba sería pequeña y fácil de esconder. Podrían haber puesto rocas encima. Un animal podría haberla encontrado y arrastrado su contenido más adentro. El contenido podría estar a kilómetros de distancia de la cabana de mi abuelo. Podría estar en cualquier otra parte.
O podría ser -aunque esta idea me la guardaba para mí- que no hubiera ninguna tumba.
Así que todavía tenía esperanzas. Como la pena, la esperanza se oculta, aparece y se burla de ti, y no te deja nunca. No sé cuál de las dos es la más cruel.
La Policía y el FBI piensan que mi hermana tal vez actuó en connivencia con personas muy perversas. Aunque nadie está seguro de si la intención original fue el secuestro o el robo, casi todos están de acuerdo en que a alguien le entró miedo. Quizá creían que Monica y yo no estaríamos en casa. Quizá creían que sólo se encontrarían a una canguro. En todo caso, nos vieron, y actuaron en un estado inducido por las drogas, y alguien disparó. Después otra persona disparó, por eso las pruebas de balística muestran que Monica y yo fuimos atacados con dos 38 diferentes. Luego se llevaron al bebé. En algún momento traicionaron a Stacy y la mataron con una sobredosis de heroína.
Читать дальше