– Same Old Lang Syne -dijo Zia.
– ¿Qué?
– La canción de los amantes del supermercado. De un tal Dan Nosecuántos. Se llamaba así, Same Old Lang Syne -y luego añadió-: Creo que se llamaba así.
Rachel buscó su cartera y sacó un billete de veinte. Iba a dárselo a la cajera. Levantó la mirada y fue entonces cuando me vio.
No puedo precisar exactamente qué cruzó por su cara. No pareció sorprendida. Nuestros ojos se encontraron, pero no vi en ellos alegría. Miedo, tal vez. Quizá resignación. No lo sé. Tampoco sé cuánto rato estuvimos así.
– Creo que es mejor que os deje -susurró Zia.
– ¿Eh?
– Si cree que estás con una chica tan guapa como yo, pensará que no tiene posibilidades.
Creo que sonreí.
– ¿Marc?
– Sí.
– La forma en que te has quedado. Con la boca abierta como un tonto. Das un poco de miedo.
– Gracias.
– Ve a saludarla -dijo Zia, y sentí que me empujaba con la mano.
Mis píes empezaron a moverse, pero no recuerdo que el cerebro les mandara ninguna orden. Rachel dejó que la cajera le guardara las cosas en bolsas. Dio unos pasos hacia mí e intentó sonreír. Su sonrisa siempre había sido espectacular, de las que te hacen pensar en poesía y lluvias primaverales, un deslumbramiento que puede cambiarte el día. Pero aquella sonrisa no fue así. Era más tensa. Era dolorida. Y me pregunté si se contenía o si ya no podía sonreír como antes, si algo había apagado su voltaje permanentemente.
Nos paramos a un metro de distancia, sin saber si el protocolo exigía que nos diéramos un abrazo, un beso o un apretón de manos. Y no hicimos ninguna de las tres cosas. Me quedé allí y sentí el dolor por todas partes.
– Hola -dije.
– Me alegro de ver que te acuerdas de cómo ligar -contestó Rachel.
Simulé una sonrisa desenvuelta.
– ¿Eh, nena, cómo va eso?
– Mejor -dijo ella.
– ¿Vienes mucho por aquí?
– Bien. Ahora toca decir: «¿No nos conocemos de algo?».
– No -arqueé una ceja-. No podría haber olvidado a una chica tan guapa como tú.
Nos reímos. Lo estábamos intentando de verdad. Los dos éramos conscientes de ello.
– Estás guapa -dije.
– Tú también.
Un breve silencio.
– Vale -dije-. Se me han acabado los tópicos y las bromitas forzadas.
– Guau -dijo Rachel.
– ¿Por qué estás aquí?
– Para comprar comida.
– No, quiero decir…
– Sé lo que quieres decir -interrumpió-. Mi madre se mudó a un piso en una urbanización de West Orange.
Algunos mechones se le habían escapado de la cola y le caían sobre la cara. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no apartárselos.
Rachel miró a otro lado y luego a mí.
– Me enteré de lo de tu esposa y tu hija -dijo-. Lo siento.
– Gracias.
– Quise llamarte o escribirte, pero…
– Me dijeron que te habías casado -dije.
– Se acabó -dijo moviendo con rapidez los dedos de la mano izquierda.
– Y que eras agente del FBI.
– También se acabó. -Rachel bajó la mano.
Más silencio. Tampoco sé cuánto rato estuvimos así. La cajera estaba atendiendo al siguiente cliente. Zia se colocó detrás de nosotros. Se aclaró la garganta y alargó la mano a Rachel.
– Hola, soy Zia Leroux -dijo.
– Rachel Mills.
– Me alegro de conocerte, Rachel. Soy socia de Marc en la consulta. -Luego lo pensó mejor y añadió-: Sólo somos amigos.
– Zia -dije.
– Ah, bueno, perdona. Oye, Rachel, me gustaría quedarme a charlar, pero tengo prisa. -Señaló la salida como para dar más fuerza a su argumento-. Quedaos charlando. Marc, te recojo aquí más tarde. Mucho gusto, Rachel.
– Lo mismo digo.
Zia se fue a toda prisa. Yo me encogí de hombros.
– Es una doctora estupenda.
– Estoy segura. -Rachel agarró su carro-. Me esperan en el coche, Marc. Me he alegrado de verte.
– Yo también -dije.
Pero con todo lo que había perdido, había aprendido algo, ¿no? No podía dejarla marchar. Me aclaré la garganta y añadí:
– Deberíamos volver a vernos.
– Sigo viviendo en Washington. Vuelvo mañana.
Silencio. Mis entrañas se convirtieron en gelatina. Mi respiración era forzada.
– Adiós, Marc -dijo Rachel. Pero aquellos ojos garzos estaban húmedos.
– No te vayas todavía.
Intenté no parecer suplicante, pero no creo que lo consiguiera. Rachel me miró, y lo vio todo.
– ¿Qué quieres que te diga, Marc?
– Que tú también quieres que nos veamos.
– ¿Sólo eso?
– Tú sabes que eso no es todo -respondí con un gesto de negación.
– Ya no tengo veintiún años.
– Yo tampoco.
– La chica que amabas está muerta y desaparecida.
– No -dije-. Está frente a mí.
– Ya no me conoces.
– Pues volvamos a conocernos. No tengo prisa.
– ¿Así de fácil?
– Sí -intenté sonreír.
– Yo vivo en Washington. Tú vives en Nueva Jersey.
– Pues me mudaré -insistí.
Pero incluso mientras estaba diciendo estas palabras impetuosas, Rachel hizo una mueca y reconocí mi fanfarronada. No podía dejar a mis padres ni romper mi sociedad con Zia ni… ni abandonar mis fantasmas. En algún punto entre mis labios y sus oídos el sentimiento se estrelló y se quemó.
Rachel se volvió para marcharse. No se despidió de nuevo. Miré cómo empujaba el carrito hacia la puerta. Vi cómo la puerta se abría automáticamente por algún mecanismo electrónico. Vi a Rachel, el amor de mi vida, desaparecer otra vez sin mirar atrás. Me quedé quieto. No la seguí. Sentí que mi corazón caía y se agrietaba, pero no hice nada para detenerla.
Es posible que, después de todo, no hubiera aprendido ninguna cosa.
Bebí.
No soy un gran bebedor -la marihuana era mi elixir preferido en mis días de juventud-, pero encontré una botella de ginebra en un armario de la cocina. Tenía tónica en la nevera, que también tiene un dispensador automático de hielo. No había más que mezclarlo.
Seguía viviendo en la vieja casa de los Levinsky. Es demasiado grande para mí, pero no tenía ánimos para apartarme de ella. Para mí era como un portal, una conexión vital (aunque fuera frágil) con mi hija. Sí, sé cómo suena, pero venderla habría sido como cerrarle una puerta. No puedo hacerlo.
Zia quería quedarse conmigo, pero le supliqué que no lo hiciera. No insistió. Pensé en la canción cursi de Dan Fogelberg (no Dan Nosecuántos) en que los antiguos amantes hablan hasta el agotamiento. Pensé en Bogie interrogando a los dioses que harían que Ingrid Bergman entrara en su local, de todos los posibles. Bogie bebió cuando ella se fue. Parecía ayudarle. Tal vez también me ayudaría a mí.
Me preocupaba una barbaridad que Rachel siguiera teniendo un efecto tan contundente sobre mí. De hecho era una tontería y era pueril. Rachel y yo nos habíamos conocido durante unas vacaciones de verano entre mi último año de instituto y el primero de la universidad. Era de Middlebury, en Vermont, y supuestamente era prima lejana de Cheryl, aunque nadie sabía con certeza en qué consistía su relación. Aquel verano -el verano de los veranos-, Rachel pasó una temporada con la familia de Cheryl porque los padres de ella estaban tramitando un divorcio difícil. Nos presentaron, y como he dicho antes, el autobús tardó un poco en atrepellarme. Quizá por eso el golpe fue más potente.
Empezamos a encontrarnos. Salíamos mucho con Lenny y Cheryl. Los cuatro pasábamos todos los fines de semana en la casa de veraneo de Lenny en la costa de Jersey. Fue sin duda un verano magnífico, la clase de verano que todos deberían vivir al menos una vez en la vida.
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