Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Sí claro, la tan deseada arquitectura de las casas de las afueras de dos pisos de los años setenta. Y si su visita era totalmente inocente, ¿por qué había echado a correr?

«No lo sé, Marc, pero quizá -y esto es sólo una puñalada en la oscuridad- corría porque un chiflado la perseguía.»

Me sacudí la voz de la conciencia y eché a correr de nuevo, buscando no se sabe qué. Pero cuando pasé por la casa de los Zucker, me detuve de golpe.

¿Era posible?

La mujer había desaparecido sin más. Yo había mirado las dos calles adyacentes. No estaba en ninguna de las dos. Esto significaba: A, que vivía en una de las casas; B, que estaba escondida.

O bien: C, que había cogido el camino de los Zucker hacia el bosque.

Cuando era pequeño, a veces atajábamos por el jardín trasero de los Zucker. Había un camino que llegaba al jardín de la escuela. No era fácil de encontrar, y a la vieja señora Zucker no le gustaba que le pisáramos el césped. Nunca nos decía nada, pero se ponía junto a la ventana, con su pelo encrespado en forma de colmena, y nos miraba furiosa. Al cabo de un tiempo, dejamos de usar el sendero y utilizamos el camino más largo.

Miré a izquierda y derecha. Ni rastro de ella.

¿Podía ser que la mujer conociera el camino?

Corrí hacia la oscuridad del jardín trasero de los Zucker. Casi me esperaba que la vieja señora Zucker estuviera en la ventana de la cocina, mirándome enfadada, pero se había mudado a Scottsdale hacía años. Ya no sé quién vive en la casa. Ni siquiera sabía si el sendero seguía existiendo.

El jardín estaba oscuro como boca de lobo. No había luces en la casa. Intenté recordar dónde estaba exactamente el sendero. De hecho, no tardé nada. Estas cosas se recuerdan. Es automático. Corrí por él y algo me sacudió en la cabeza. Oí el golpe sordo y caí de espaldas.

La cabeza me daba vueltas. Miré hacia arriba. A la débil luz de la luna, vi un columpio. Uno de esos modernos, de madera. No estaba allí en mi infancia, y no lo había visto en la oscuridad. Sentía náuseas, pero el tiempo era crucial. Me puse de pie con demasiada confianza, y me tambaleé.

El sendero seguía allí.

Lo tomé con toda la rapidez de que fui capaz. Las ramas me arañaban la cara. No me importaba. Tropezaba con las raíces. No me importaba. El sendero Zucker no era largo, como máximo diez o quince metros. Salí a un gran claro de campos de fútbol y béisbol. Había sido bastante rápido. Si la mujer había tomado esta ruta, aún podría localizarla en el parque deportivo.

Veía la niebla humeante de las luces fluorescentes que procedían de los aparcamientos de los campos. Una vez en el claro examiné rápidamente los alrededores. Vi varias porterías de fútbol y una especie de cadena.

Pero ninguna mujer.

Maldita sea.

La había perdido. Otra vez. Se me encogió el corazón. No lo sé. Bueno, si lo piensas bien, ¿qué sentido tenía? Aquello era una estupidez, la verdad. Me miré los pies. Me dolían de mala manera. Noté un hilillo de lo que debía ser sangre en el talón derecho. Me sentía como un idiota. Como un idiota derrotado, encima. Me di la vuelta…

Un momento.

A lo lejos, bajo las luces del aparcamiento, había un coche. Un coche solitario, que se destacaba en su soledad. Asentí para mí mismo y seguí el hilo de mis pensamientos. Pongamos que el coche perteneciera a la mujer. ¿Por qué no? Y si así no fuera, tampoco se habría perdido nada. Pero si era suyo, si había aparcado allí, era más lógico. Aparca, cruza el bosque, se coloca frente a mi casa. No tenía ni idea de por qué había hecho todas estas cosas. Pero en aquel momento, decidí creer que era suyo.

Bueno, si era así -si ése era su coche- entonces podía concluir que todavía no se había marchado. No se me había escapado. ¿Qué había pasado entonces? La descubro, corre, toma el camino…

… y se da cuenta de que la podría seguir.

Casi hice chasquear los dedos. La mujer misteriosa sabría que yo había crecido en aquel barrio y que por tanto conocería el camino. Y si yo lo hacía, si de algún modo adivinaba (como era el caso) que había cogido aquel sendero, entonces la vería en el claro. ¿Qué haría ella entonces?

Lo pensé y la respuesta se me ocurrió en seguida.

Se escondería en el bosque junto al sendero.

Seguramente la mujer misteriosa me estaba observando en aquel preciso momento.

Sí, sé que esta argumentación apenas se puede calificar de conjetura. Pero me parecía correcta. Muy correcta. ¿Qué haría yo? Solté un gran suspiro y dije en voz alta «Maldita sea». Bajé los hombros como si me sintiera derrotado, intentando no exagerar demasiado, y me dirigí arrastrando los pies por el camino hacia la casa de los Zucker. Bajé los ojos, mirando a izquierda y derecha. Caminé despacio, con los oídos atentos, esforzándome por oír un roce de algún tipo.

La noche siguió silenciosa.

Llegué al final del camino y seguí andando como si volviera a casa. Cuando estaba inmerso en la oscuridad, me agaché en el suelo. Me arrastré como un comando bajo el columpio, mirando hacia el sendero. Me paré y esperé.

No sé cuánto rato estuve allí. Probablemente no más de dos o tres minutos. Estaba a punto de abandonar cuando oí un ruido. Seguía tumbado boca abajo, con la cabeza levantada. Distinguí una silueta que iba por el camino.

Me levanté a toda prisa, intentando no hacer ruido, pero fue inútil. La mujer se volvió hacia el ruido y me vio.

– Espere -grité-. Sólo quiero hablar con usted.

Pero había vuelto a meterse en el bosque. Desde el sendero, el bosque se veía denso y oscuro, muy oscuro. La podía perder con facilidad. No tenía intención de arriesgarme. Otra vez no. Tal vez no pudiera verla, pero aún podía oírla.

Salté hacia la espesura y casi inmediatamente me golpeé contra un árbol. Vi las estrellas. Vaya, qué tontería había hecho. Me paré a escuchar.

Silencio.

Se había detenido. Se escondía otra vez. ¿Qué podía hacer?

Tenía que estar cerca. Consideré mis opciones y luego pensé «A paseo». Recordando dónde había oído un ruido por última vez, salté hacia allí, con los brazos extendidos, las manos y los brazos alargados al máximo para que mi cuerpo cubriera el mayor territorio posible. Caí sobre un matorral.

Pero mi mano izquierda tocó algo más.

Intentó arrastrarse, pero cerré con más fuerza los dedos alrededor de su tobillo. Me pateó con la pierna libre. Yo me aferré como un perro que clavara los dientes en su presa.

– ¡Suéltame! -gritó ella.

No reconocí la voz. No solté el tobillo.

– ¡Haz el favor de soltarme!

No. Recuperé el equilibrio y la atraje hacia mí. Todavía estaba demasiado oscuro, pero mis ojos empezaban a adaptarse. Di otro tirón. Ella rodó de espaldas. Ahora estábamos bastante cerca. Finalmente pude verle la cara.

Tardé un momento en reconocerla. El recuerdo era antiguo, para empezar. La cara, o lo que podía ver de ella, había cambiado. Parecía distinta. Lo que la delató, lo que me ayudó a reconocerla, fue la forma en que le había caído el pelo sobre la cara durante nuestra escaramuza. Aquello me resultaba casi más familiar que sus rasgos: la vulnerabilidad de la postura, la forma en que evitaba el contacto visual. Y evidentemente, vivir en aquella casa, la casa que siempre había asociado tan estrechamente a ella, había mantenido su imagen en la primera fila de mis bancos de memoria.

La mujer se apartó el pelo de la cara y me miró. Me sentí retroceder a la época de la escuela, el edificio de ladrillo que estaba a escasos doscientos metros de distancia de donde nos encontrábamos. Quizás aquello tenía alguna lógica. La mujer misteriosa que había estado contemplando la casa donde había vivido.

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