Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– Puedes volver cuando quieras, Dina. A cualquier hora.

Pero ya no me escuchaba. Estaba aterrorizada y se dirigía a la puerta.

– ¿Dina?

Se volvió hacia mí de golpe.

– ¿La querías?

– ¿Qué?

– A Monica. ¿La querías? ¿O había otra?

– ¿De qué estás hablando?

Su cara palideció. Me miraba fijamente, retrocediendo, petrificada.

– Sabes quién te disparó, ¿verdad, Marc?

Abrí la boca, pero no me salió nada. Cuando recuperé la voz, Dina se había vuelto.

– Lo siento, me tengo que ir.

– Espera.

Abrió la puerta y salió a toda prisa. Me quedé mirando por la ventana cómo corría hacia Phelps Road. Esta vez, decidí no seguirla.

En lugar de eso, me volví, y con sus palabras -«Sabes quién te disparó, ¿verdad, Marc?»- resonando en mis oídos, corrí hacia la puerta del sótano.

Veamos, voy a explicarme. No iba a bajar al sombrío sótano a medio reformar para invadir la intimidad de Dina. No pretendía saber qué era lo mejor para ella, lo que podía salvarla de su horrendo dolor. Muchos de mis colegas psiquiatras no estarían de acuerdo conmigo, pero a veces me pregunto si el pasado no estará mejor enterrado. No tengo la respuesta, evidentemente, y como me recordarían mis colegas psiquiatras, yo no les pido su opinión sobre la mejor forma de arreglar una fisura palatal. En definitiva, de lo que estoy seguro es de que no soy yo quien tiene que decidir por Dina.

Y tampoco bajaba al sótano movido por la curiosidad sobre su pasado. No tenía ningún interés en leer los detalles del tormento de Dina. De hecho, no deseaba conocerlos en absoluto. Hablando egoístamente, sólo pensar que aquellos horrores hubieran tenido lugar en la casa que considero mi hogar ya me angustiaba bastante. Yo ya tenía suficientes angustias, francamente. No necesitaba oír ni leer más.

Entonces, ¿qué es lo que buscaba exactamente?

Apreté el interruptor. Se encendió una bombilla pelada. Mientras bajaba por la escalera, iba juntando las piezas. Dina había dicho varias cosas extrañas. Dejando de lado las más dramáticas por un momento, empezaba a tomar conciencia de las más sutiles. Era una noche de comportamiento espontáneo por mi parte. Decidí dejar que siguiera la tendencia.

En primer lugar, recordaba cómo Dina, cuando todavía era la misteriosa mujer de la acera, había dado un paso hacia la puerta. Ahora sabía, como me había dicho la propia Dina, que «intentaba reunir valor para volver a llamar».

«Volver.»

«Volver» a llamar a la puerta.

La deducción obvia era que Dina, al menos en una ocasión, había reunido el valor para llamar a la puerta.

En segundo lugar, Dina me había dicho que había conocido a Monica. No podía imaginar cómo. Es verdad que Monica también había crecido en aquella ciudad, pero por todo lo que sabía de ella, podría haber crecido en una época diferente y más opulenta. La finca de los Portman estaba en un extremo opuesto al de nuestro extendido suburbio. Monica había empezado a estudiar en un internado desde muy pequeña. En la ciudad no la conocía nadie. Recuerdo haberla visto una vez en el cine Colony el verano de mi último año en el instituto. La había observado. Monica me había ignorado descaradamente. Toda ella desprendía un lustre de belleza distante. Cuando la conocí años después -en realidad fue ella la que se me acercó- el halago me hizo perder la cabeza. De lejos, Monica parecía fabulosa.

Así pues, ¿cómo mi rica, remota y preciosa mujer había conocido a la pobre y desgraciada Dina Levinsky? La respuesta más probable, cuando se piensa en lo de «volver», era que Dina hubiese llamado a la puerta y Monica le hubiera abierto. Que se hubieran conocido así. Probablemente habían hablado. Probablemente Dina le había hablado a Monica del diario escondido.

«Sabes quién te disparó, ¿verdad, Marc?»

No, Dina, pero tengo intención de averiguarlo.

Había llegado al suelo de cemento. Cajas que nunca tiraría ni abriría estaban amontonadas por todas partes. Noté, tal vez por primera vez, que había manchas de pintura en el suelo. De gran gama de tonos. Seguramente estaban allí desde la época de Dina, un recordatorio de su único solaz.

La lavadora y la secadora estaban en el rincón izquierdo. Me acerqué a ellas lentamente entre las sombras que proyectaba la luz. Iba de puntillas, en realidad, como si temiera despertar a los perros de Dina. Una estupidez, la verdad. Como he dicho antes, no soy supersticioso y aunque lo fuera, aunque creyera en los espíritus del mal y cosas así, no había motivo para temer su enojo. Mi esposa estaba muerta y mi hija había desaparecido: ¿qué más podían hacerme? De hecho, debería molestarlos, obligarles a actuar, con la esperanza de que me hicieran saber qué le había ocurrido a mi familia, a Tara.

Allí estaba de nuevo. Tara. Todo volvía a ella finalmente. No sé cómo encajaba en todo aquello. No sé cómo su secuestro estaba relacionado con Dina Levinsky. Probablemente no era así. Pero no pensaba volver atrás.

Monica nunca me mencionó haber conocido a Dina Levinsky.

Me parecía muy raro. Es verdad que estoy construyendo esta ridicula teoría sobre pura espuma. Pero si Dina había llamado a la puerta, si Monica le había abierto, lo normal sería pensar que mi esposa me lo hubiera mencionado en algún momento. Ella sabía que Dina Levinsky había ido a la escuela conmigo. ¿Por qué mantener en secreto su visita, o el hecho de que se habían conocido?

Me encaramé a la secadora. Tuve que agacharme y mirar hacia arriba al mismo tiempo. Me llené de polvo. Había telarañas por todas partes. Vi la tubería y la toqué. La palpé alrededor. Fue difícil. Había un laberinto de cañerías, y me costaba meter el brazo entre ellas. Para una niña con los brazos delgados debía de haber sido mucho más fácil.

Finalmente pude pasar la mano entre el cobre. Deslicé las puntas de los dedos a la derecha y empujé hacia arriba. Nada. Moví la mano unos centímetros y volví a empujar. Se soltó algo.

Me arremangué y metí el brazo medio palmo más. Dos cañerías me presionaban la mano, pero se separaron un poco. Encontré un espacio vacío. Palpé, encontré algo y lo saqué.

El diario.

Era un cuaderno escolar clásico con la habitual portada negra satinada. Lo abrí y hojeé. La letra era minúscula. Me recordó a un tipo del centro comercial que graba nombres en un grano de arroz. La caligrafía inmaculada de Dina -que sin duda desmentía el contenido- empezaba al principio de la hoja y la llenaba hasta el final. No había márgenes ni a izquierda ni a derecha. Dina había utilizado ambas caras en todas las hojas.

No lo leí. Repito que no había bajado por eso. Volví a guardar el diario en su lugar. No sé en qué posición me dejaría esto ante los dioses -si el mero hecho de tocar podía desencadenar alguna maldición a lo rey Tut-, pero tampoco me importaba mucho.

Volví a tantear. Lo sabía. No sé por qué, pero lo sabía. Finalmente mi mano tocó algo. Me latía el corazón con fuerza. Era algo liso. De piel. Lo saqué. Cayó un poco de polvo. Me sacudí las partículas de los ojos.

Era el dietario de Monica.

Recuerdo cuando se lo compró en una tienda chic de Nueva York. Me había dicho que era para organizarse la vida. Tenía el consabido calendario y una agenda. ¿Cuándo se lo había comprado? No estaba seguro. Quizás ocho o nueve meses antes de morir. Intenté recordar cuándo lo había visto por última vez. No lo conseguí.

Sostuve la agenda de piel entre las rodillas y volví a colocar el panel del techo en su sitio. Cogí el dietario y salté de la secadora. Pensé que podía esperar a mirarlo arriba con mejor luz, pero no, no pude. Tenía una cremallera. A pesar del polvo se abrió con suavidad.

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