Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– Id con cuidado -dijo. Pero eso era lo que nos decía siempre.

Empezamos nuestro paseo. Empujé a mi padre hasta la estación de tren. Vivimos en una ciudad de personas que trabajan en otra ciudad. Una mayoría de hombres, pero también algunas mujeres, esperaban de pie, con el maletín en una mano, y la taza de café en la otra. Puede parecer una tontería, pero incluso antes del 11 de septiembre, estas personas eran héroes para mí. Suben al maldito tren cinco días a la semana. Van hasta Hoboken y transbordan al PATH. Este tren los lleva a Nueva York. Algunos irán hasta la calle Treinta y tres y cogerán el metro para ir al centro. Otros lo tomarán para ir al centro financiero, ahora que está otra vez abierto. Hacen un sacrificio diario, olvidándose de sus deseos y sueños para ofrecer lo mejor a sus seres queridos.

Yo podría dedicarme a la cirugía plástica estética y ganar una fortuna. Mis padres podrían permitirse más ayuda para mi padre. Podrían vivir en una casa que estuviera mejor, tener una enfermera las veinticuatro horas, encontrar un lugar que se ajustara mejor a sus necesidades. Pero no lo hago. No los ayudo tomando la ruta más trillada porque, francamente, hacer un trabajo como ése me aburriría mucho. Por lo tanto elijo hacer algo más emocionante, algo que me gusta. Al hacerlo, los demás creen que soy un héroe, que soy yo el que hace un sacrificio. La verdad es que las personas que trabajan con los pobres son normalmente las más egoístas. No estamos dispuestos a sacrificar nuestras necesidades. Trabajar en algo que mantenga a nuestras familias no es suficiente para nosotros. Mantener a los que amamos es secundario. Necesitamos la satisfacción personal, aunque nuestra familia se quede sin ella. Estos hombres trajeados que veo subir al tren suelen odiar lo que van a hacer y a donde van, pero lo hacen de todos modos. Lo hacen para cuidar de sus familias, para ofrecer una vida mejor a sus cónyuges, a sus hijos, y quizás, sólo quizás, a sus padres viejos y enfermos.

Así que, ¿cuál de los dos es el más admirable?

Mi padre y yo hacíamos la misma ruta cada jueves. Tomamos el camino que rodea el parque por detrás de la biblioteca. El parque estaba repleto de campos de fútbol, una constante en las afueras. ¿Cuánto terreno de calidad estaba dedicado a este deporte extranjero supuestamente de segunda fila? A mi padre parecía reconfortarlo el parque, con los movimientos y los gritos de los niños jugando. Nos paramos y respiré hondo. Miré a la izquierda. Varias mujeres rebosantes de salud corrían vestidas con sus mejores mallas brillantes y ajustadas. Mi padre parecía muy tranquilo. Sonreí. A lo mejor lo que le gustaba a mi padre no era precisamente el fútbol.

Ya no me acordaba de cómo había sido mi padre. Cuando intento remontarme tan lejos, mis recuerdos son como instantáneas, flashes: la risa profunda de un hombre, un niño agarrado a su bíceps, suspendido sobre el suelo. Esto era prácticamente todo. Re cuerdo que lo quería muchísimo, y supongo que eso ha sido siempre suficiente.

Después de sufrir el segundo infarto, dieciséis años antes, su habla quedó gravemente dañada. Se quedaba encallado en mitad de una frase. Se le escapaban palabras. Se quedaba horas callado, y a veces días. Te olvidabas de que estaba allí. Nadie sabía con seguridad si nos comprendía, si tenía la clásica «afasia expresiva» -entiendes pero no puedes comunicarte bien- o alguna cosa aún más siniestra.

Pero un día caluroso de junio de mi último curso en el instituto, mi padre alargó una mano de repente para agarrarme la manga con fuerza. Yo estaba a punto de salir a una fiesta. Lenny me esperaba junto a la puerta. La firmeza de la mano de mi padre me detuvo de golpe. Lo miré. Tenía la cara completamente blanca, los tendones del cuello tensos, y más que nada, lo que vi fue un miedo en estado puro. La expresión de su cara apareció en mis sueños durante años. Me senté en una silla junto a él, sin que me soltara.

– ¿Papá?

– Entiendo -dijo suplicante. Su mano me apretó con más fuerza-. Por favor. -Cada palabra le costaba un gran esfuerzo-. Todavía entiendo.

Sólo dijo eso. Pero fue suficiente. Lo que quería decir era: «Aunque no pueda hablar ni responder, entiendo. Por favor, no me ignoréis». Durante un tiempo, los médicos estuvieron de acuerdo. Tenía afasia expresiva. Luego sufrió otro ataque, y los médicos no estaban tan seguros de que entendiese algo. No sé si estoy aplicando mi propia versión de la Apuesta de Pascal [3]-si me entiende, tengo que hablar con él, y si no, no le hago daño a nadie-, pero supongo que le debo al menos eso. Así que le hablo. Se lo cuento todo. Y en aquel momento, le estaba contando la visita de Dina Levinsky -«¿Te acuerdas de ella, papá?»- y lo del CD escondido.

La cara de papá estaba como bloqueada, inmóvil, el lado izquierdo de la boca torcido hacia abajo en una expresión airada. A veces deseaba que él y yo no hubiéramos tenido nunca aquella conversación de «entiendo». No sé lo que es peor: no entender nada, o entender lo atrapado que estás. O tal vez ahora sí que lo sé.

Estaba empezando la segunda vuelta, pasando por la nueva pista de patinaje, cuando vi a mi suegro. Edgar Portman estaba sentado en un banco, espléndido con su ropa informal, las piernas cruzadas, la raya de los pantalones tan marcada que podría haber cortado tomates con ella. Después del tiroteo, Edgar y yo habíamos intentado mantener una relación que no había existido nunca cuando su hija vivía. Habíamos contratado una agencia de detectives juntos -Edgar, por supuesto, conocía a la mejor- pero no descubrieron nada. Al poco tiempo, Edgar y yo nos cansamos de disimular. El único vínculo que nos unía era uno que evocaba el peor momento de mi vida.

La presencia allí de Edgar, por supuesto, podía ser una coincidencia. Vivimos en la misma ciudad. No sería raro que nos encontráramos por casualidad de vez en cuando. Pero no era así. Lo sabía. Edgar no era de los que pasaban el rato en los parques. Había ido allí a verme.

Nuestros ojos se encontraron y no me quedó claro si me gustaba lo que vi. Empujé la silla hasta el banco. Edgar no dejó de mirarme, y no miró ni un momento a mi padre. Para él podría haber estado empujando el carrito de la compra.

– Tu madre me ha dicho que te encontraría aquí -dijo Edgar.

Me paré a unos metros de distancia.

– ¿Qué pasa?

– Siéntate un momento.

Coloqué la silla de mi padre a la izquierda. Bajé el freno. Mi padre miraba delante de él. Se le inclinó la cabeza hacia el hombro derecho, como hace cuando está cansado. Me volví para mirar a Edgar. Descruzó las piernas.

– No sé cómo decírtelo -empezó.

Le di un poco de tiempo; miró hacia otro lado.

– ¿Edgar?

– Mmm.

– Dímelo y basta.

Inclinó la cabeza, apreciando mi franqueza. Edgar era así. Sin preámbulos, dijo:

– He recibido otra petición de rescate.

Me eché hacia atrás. No sé lo que había esperado oír -a lo mejor que habían encontrado el cadáver de Tara-, pero lo que estaba diciendo… no era capaz de asimilarlo. Estaba a punto de hacer una pregunta cuando vi que tenía una bolsa sobre las rodillas. La abrió y sacó algo. Era una bolsa de plástico, como la última vez que lo habíamos hecho. Lo miré fijamente. Me la pasó. Algo me explotó en el pecho. Parpadeé y miré la bolsa.

Cabellos. Dentro había cabellos.

– Ésta es su prueba -dijo Edgar.

No podía hablar. Me limité a mirar los cabellos. Dejé la bolsa suavemente sobre mis rodillas.

– Comprendieron que no nos mostraríamos escépticos -dijo Edgar.

– ¿Quién comprendió?

– Los secuestradores. Dijeron que nos darían unos días. Inmediatamente llevé los cabellos a un laboratorio de ADN.

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