Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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– He venido en coche.

– Ya te traeré. Marianne ha salido tarde de la piscina y tengo que llevarla a la escuela.

Ya había puesto en marcha el coche. Subí al asiento del pasajero, me volví y saludé a Marianne. Llevaba cascos y jugaba con su GameBoy Advanced. Me saludó distraídamente con la mano, casi sin mirarme. Todavía llevaba el pelo mojado. Conner estaba en la sillita junto a ella. El coche olía a cloro, pero el olor me resultó curiosamente reconfortante. Sé que Lenny limpia el coche religiosamente, pero es imposible mantenerlo al día. Había patatas fritas en las rendijas entre los asientos. Migajas de origen desconocido pegadas a la tapicería. A mis pies, en el suelo, había una mezcolanza de notas de la escuela y trabajos manuales de los niños, que había sufrido pisotones de botas de lluvia. Yo estaba sentado sobre un muñeco articulado de los que regala McDonald's con sus Happy Meáis. Entre nosotros había un estuche de CD que decía a esto le llamo música, 14, que ofrecía lo último desde Britney y Christina a Generic Boy Band. Las ventanas de atrás estaban manchadas de huellas de dedos grasientos.

Los niños sólo podían jugar con la GameBoy en el coche, pero no en casa. Bajo ningún concepto se les permitía ver una película para mayores de trece años. Una vez pregunté a Lenny cómo decidían estas cosas Cheryl y él y me respondió «No son las normas en sí mismas, sino el hecho de que existan normas». Creo que entiendo lo que quería decir.

Cheryl miraba a la carretera.

– No quiero ser entrometida.

– Pero te gustaría saber mis intenciones.

– Creo que sí.

– ¿Y si no quiero decírtelo?

– Puede que sea mejor que no me lo digas -dijo Cheryl.

– Confía en mí, Cheryl. Necesito el teléfono.

Puso el intermitente.

– Rachel sigue siendo mi mejor amiga.

– Entendido.

– Le costó mucho olvidarte -dudó.

– Y viceversa.

– Exacto. Oye, no me estoy expresando bien. Es que… hay cosas que deberías saber.

– ¿Como cuáles?

Siguió mirando la carretera, con las dos manos en el volante.

– Le preguntaste a Lenny por qué no te dijimos que se había divorciado.

– Sí.

Cheryl miró por el retrovisor, no a la carretera, sino a su hija. Marianne parecía absorta en su juego.

– No se divorció. Su marido está muerto.

Cheryl paró frente al instituto. Marianne se quitó los cascos y bajó. No se molestó en dar besos, pero se despidió. Cheryl volvió a poner el coche en marcha.

– Lo siento -dije, porque esto es lo que decía la gente en tales circunstancias. Y estuve a punto de añadir, porque la mente funciona de formas muy raras e incluso macabras: «Bueno, Rachel y yo ya tenemos otra cosa en común».

Y entonces, como si Cheryl me hubiera leído el pensamiento, dijo:

– Le pegaron un tiro.

Este misterioso paralelismo se instaló entre nosotros por unos segundos. Me quedé callado.

– No conozco los detalles -añadió rápidamente-. Él también era agente del FBI. Rachel era una de las mujeres de mayor rango de la agencia en aquel momento. Dimitió después de que él muriera. Dejó de responder a mis llamadas. No lo ha pasado nada bien desde entonces. -Cheryl se paró delante de mi coche-. Te cuento esto porque quiero que lo entiendas. Han pasado muchos años desde la universidad. Rachel ya no es la misma persona que querías hace años.

Mantuvo el tono de voz sereno.

– Sólo necesito su número de teléfono.

Sin decir nada más, Cheryl cogió un bolígrafo del parasol, lo destapó con los dientes, y escribió el número en una servilleta de Dunkin' Donuts.

– Gracias -dije.

Se marchó después de hacerme una pequeña inclinación de cabeza.

No dudé. Tenía mi móvil. Subí a mi coche y marqué el número. Rachel contestó. Lo que dije fue muy sencillo.

– Necesito tu ayuda.

Capítulo 14

Cinco horas después, el tren de Rachel entró en la estación de Newark.

No pude evitar pensar en todas aquellas películas antiguas en que los trenes separan a los amantes, soltando vapor por detrás y el conductor llama por última vez a los pasajeros para que suban, el cbuc-chuc cuando las ruedas empiezan a moverse, un amante asomándose y despidiéndose y el otro corriendo por el andén. No sé por qué pensé en esto. La estación de tren de Newark es tan romántica como un montón de excrementos de hipopótamo con piojos. El tren se acercó con apenas un silbido y en el ambiente no soplaba nada que uno deseara ver u oler.

Pero cuando Rachel bajó, volví a sentir el zumbido en el pecho. Llevaba unos vaqueros descoloridos y un jersey rojo de cuello alto. Le colgaba una bolsa del hombro, y la enarboló mientras bajaba. Por un momento, me limité a mirarla. Yo acababa de cumplir treinta y seis años. Rachel tenía treinta y cinco. No estábamos juntos desde los veinte años. Habíamos vivido nuestra vida de adultos por separado. Es curioso cuando lo piensas de ese modo. Ya he contado lo de nuestra ruptura. Intento desenterrar los porqués, pero quizás es así de simple. Éramos jóvenes. Los.jóvenes hacen tonterías. Los jóvenes no entienden las repercusiones, no piensan a largo plazo. Los jóvenes no entienden que el zumbido puede no salir jamás de tu pecho.

Sin embargo, entonces, cuando me di cuenta de que necesitaba ayuda, pensé primero en Rachel. Y ella había acudido.

Se acercó a mí sin dudar.

– ¿Cómo estás?

– Bien.

– ¿Han llamado?

– Todavía no.

Asintió con la cabeza y se puso a caminar por el andén. Su tono era directo. Ella también había asumido su papel de profesional.

– Cuéntame más de la prueba de ADN.

– No sé nada más.

– ¿O sea que no es definitiva?

– No es definitiva en un tribunal, no, pero parecen bastante seguros.

Rachel se pasó la bolsa del hombro izquierdo al derecho. Intenté mantener su paso.

– Tenemos que tomar decisiones difíciles, Marc. ¿Estás preparado?

– Sí.

– En primer lugar, ¿estás seguro de que no quieres llamar a la Policía o al FBI?

– La nota decía que tenían un informador.

– Eso es probablemente una fanfarronada -dijo ella.

Caminamos unos pasos más.

– Me puse en contacto con las autoridades la última vez -dije.

– No significa que fuera una decisión equivocada.

– Pero sin duda no fue la acertada.

Hizo un gesto entre el sí y el no con la cabeza.

– No sabes lo que ocurrió la última vez. Quizá vieron que te seguían. Quizá tenían vigilada tu casa. Pero lo más probable es que no tuvieran ninguna intención de devolver a la niña. ¿Lo entiendes?

– Sí.

– Pero sigues decidido a no decirles nada.

– Por eso te llamé.

Asintió con la cabeza y finalmente se detuvo, esperando que le indicara el camino. Señalé hacia la derecha. Se puso a caminar otra vez.

– Otra cosa -dijo.

– ¿Qué?

– No podemos permitir que nos dicten el calendario. Tenemos que insistir para que nos den pruebas de que Tara está viva.

– Dirán que los cabellos lo demuestran.

– Y nosotros diremos que las pruebas no son concluyentes.

– ¿Piensas que se lo tragarán?

– No lo sé. Seguramente no. -Siguió caminando, con la barbilla bien alta-. Pero me refería a eso cuando hablaba de decisiones difíciles. ¿El tipo de la camisa de franela del parque? Están jugando. Quieren intimidarte y debilitarte. Quieren que vuelvas a obedecer ciegamente. Tara es tu hija. Si quieres volver a darles dinero, tú mismo. Pero yo no te lo aconsejo. Ya desaparecieron una vez. No hay razón para pensar que no lo hagan de nuevo.

Entramos en el aparcamiento. Di mi resguardo al guarda.

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