Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Pero, por favor, que no suenen los violines.

Lydia había leído el libro de Danny Partridge. Había escuchado los gimoteos de Willis en Diffrent Strokes [4] Lo había oído todo de los apuros de los niños prodigio, el maltrato, el dinero robado, los largos horarios de trabajo. Había visto todos los programas de tertulias, había oído todas las quejas, había visto todas las lágrimas de cocodrilo de sus colegas, y su falta de sinceridad la había puesto enferma.

La verdad del dilema del niño prodigio era ésta. No se trata de los abusos, a pesar de que cuando Lydia era joven y lo bastante tonta para creer que un psiquiatra podría ayudarla, éste le decía que estaba «bloqueada», que con seguridad en su infancia había abusado de ella alguno de los productores de la serie. Y tampoco hay que echar la culpa a la negligencia paterna por el destino de los niños prodigio. O, al revés, a la insistencia paterna. No es la falta de amigos, los largos horarios de trabajo, la poca capacidad de socialización, los cambios de tutores en el estudio. No, no es nada de eso.

Es sencillamente la pérdida de los focos.

Punto. El resto son excusas porque nadie quiere admitir que es tan superficial. Lydia empezó a trabajar en la serie cuando tenía seis años. Tenía pocos recuerdos anteriores a esto. Lo único que recuerda, pues, es que quería ser una estrella. Una estrella es especial. Una estrella es la realeza. Una estrella es lo más cercano a Dios en la tierra. Y para Lydia, nunca ha habido nada más. Enseñamos a nuestros hijos que son especiales, pero Lydia lo vivió. Todos creían que era adorable. Todos creían que era la hija perfecta, cariñosa y buena al mismo tiempo que traviesa en su justa medida. La gente la miraba con una curiosa añoranza. La gente quería estar cerca de ella, saber cosas de su vida, pasar tiempo a su lado, tocarle el dobladillo del abrigo.

Y entonces, un día, patapum, todo se desvaneció.

La fama es más adictiva que el crack. Los adultos que pierden la fama -cantantes con un solo éxito, por ejemplo- normalmente caen en la depresión, aunque intenten comportarse como si estuvieran por encima de esto. No quieren reconocer la verdad. Toda su vida es una mentira, una lucha desesperada por otra dosis muy potente de drogas. La fama.

Aquellos adultos sólo pudieron dar un trago del néctar antes de que se lo arrebataran. Pero para una estrella infantil, el néctar es la leche materna. Es lo único que conoce. No puede entender que sea efímero, que no dure. No puedes explicar esto a un niño. No puedes prepararle para lo inevitable. Lydia nunca había conocido otra cosa que la adulación. Y entonces, casi de la noche a la mañana, los focos se apagaron. Por primera vez en su vida, se quedó sola en la oscuridad.

Eso es lo que te destruye.

Ahora Lydia lo reconocía. Heshy la había ayudado. La había sacado de la droga de una vez por todas. Lydia se había hecho daño a sí misma, se había prostituido, había esnifado y se había pinchado más drogas de las que uno podía imaginar. No había hecho nada de esto para escapar. Lo había hecho para arremeter contra algo, para hacer daño a algo o a alguien. El error era que en realidad se estaba haciendo daño a sí misma, tal como se había dado cuenta en rehabilitación tras un incidente realmente horrible y violento. La fama te da grandeza. Empequeñece a los demás. Entonces, ¿por qué diantre estaba haciendo daño a la persona que debería estar en lo alto? En lugar de eso, ¿por qué no hacer daño a las miserables masas, a aquellos que la habían adorado, que le habían dado tanto poder, y luego la habían abandonado? ¿Por qué hacer daño a la especie superior, la que merecía todos los halagos?

– ¿Lydia?

– Mmm.

– Creo que deberíamos llamar ya.

Lydia se volvió a mirar a Heshy. Se habían conocido en un manicomio, e inmediatamente fue como si su mutua desesperación pudiera unirse y abrazarse. Heshy la rescató cuando dos auxiliares la habían inmovilizado. En aquel momento, simplemente los había apartado de ella. Los auxiliares los habían amenazado, y los dos prometieron no decir nada. Pero Heshy tenía paciencia. Esperó. Dos semanas después, atropello a uno de los idiotas con un coche robado. Mientras el hombre yacía herido, Heshy retrocedió para colocarse sobre su cabeza, situó la rueda sobre su cuello y aceleró. Un mes después, el segundo gorila -el auxiliar líder- fue hallado en su casa. Le habían arrancado cuatro dedos. No cortados o rebanados, sino arrancados a fuerza de retorcer. El forense lo dedujo de la rotación de los desgarrones. Los dedos habían girado y girado hasta que los tendones y finalmente los huesos se habían partido. Lydia todavía tenía uno de los dedos guardados en el sótano.

Hacía diez años que se habían escapado juntos y cambiado los nombres. Modificaron su aspecto lo justo. Los dos empezaron de nuevo, como ángeles vengadores, perjudicados por un superior, por encima de la chusma. Ella ya no sufría. O al menos, cuando sufría, encontraba un escape.

Tenían tres residencias. Heshy vivía teóricamente en el Bronx. Ella tenía un piso en Queens. Los dos tenían direcciones y teléfonos profesionales. Pero era sólo ante la galería. Oficinas, si se quiere. Ninguno de los dos quería que nadie supiera que eran, de hecho, un equipo, que estaban relacionados, que eran amantes. Lydia, utilizando un alias, había comprado aquella reluciente casa amarilla hacía cuatro años. Tenía dos dormitorios, un baño y un aseo. La cocina, donde estaba Heshy sentado en aquel momento, era alegre y aireada. Estaba junto a un lago, en el ángulo norte del condado de Morris, en Nueva Jersey. Allí se estaba tranquilo. Disfrutaban de las puestas de sol.

Lydia siguió mirando las fotos del «duendecillo Trixie». Intentó recordar lo que sentía en aquella época. Los recuerdos se habían desvanecido casi todos. Heshy estaba de pie detrás de ella y esperaba con su paciencia habitual. Algunos afirmaban que ella y Heshy eran asesinos despiadados; lo cual, Lydia comprendió en seguida, era inapropiado, otra creación de Hollywood. Como el encanto del duendecillo Trixie. Nadie se mete en asuntos violentos sólo por el dinero. Hay formas más fáciles de ganarse la vida. Tienes que actuar con profesionalidad. Tienes que dominar tus emociones. Incluso es posible que tengas que hacerte la ilusión de que es como ir a la oficina; pero cuando lo piensas con honestidad, la razón por la que cruzaste al lado equivocado de la línea es porque disfrutas. Lydia lo comprendía. Hacer daño a alguien, matar a alguien, apagar o encender la luz en los ojos de una persona… no, eso no le hacía falta. No lo añoraba como añoraba los focos. Pero, sí, sin duda, sentía un latido agradable, una emoción inconfundible, una disminución de su propio dolor.

– ¿Lydia?

– Ya voy, Oso. -Cogió el teléfono móvil con el número y la codificación robados. Se volvió hacia Heshy. Era horrible, pero ella no lo veía. Él le hizo una señal con la cabeza. Ella apretó el distorsionador de voz y marcó el número.

Cuando Lydia oyó la voz de Marc Seidman, preguntó:

– ¿Lo intentamos de nuevo?

Capítulo 16

Antes de que contestara la llamada, Rachel me puso una mano sobre la mía.

– Esto es una negociación -dijo-. El miedo y la intimidación son las herramientas básicas. Tienes que mantenerte firme. Si tienen intención de soltarla, serán flexibles.

Tragué saliva y apreté un botón. Dije «diga».

– ¿Lo intentamos de nuevo?

La voz tenía el mismo tono robótico. Sentí cómo me corría la sangre. Cerré los ojos y contesté:

– No.

– ¿Disculpa?

– Quiero estar seguro de que Tara está viva.

– Recibiste muestras de pelo, ¿no?

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