Cayó un CD y chocó contra el suelo.
Brillaba en la escasa luz como una joya. Lo cogí por los bordes. No llevaba etiqueta. Era de la marca Memorex. «CD-R», decía, «8o minutos».
¿Qué diantre era aquello?
Había una forma de averiguarlo. Subí corriendo y encendí el ordenador.
Cuando metí el CD en la disquetera, apareció la pantalla siguiente:
Contraseña: ____________________
MVD Newark, NJ
Una contraseña de seis dígitos. Tecleé su cumpleaños. Nada. Tecleé el cumpleaños de Tara. Nada. Tecleé nuestro aniversario y después mi cumpleaños. Intenté el código de nuestro cajero. Nada funcionó.
Me recosté en el respaldo. ¿Y ahora qué?
No sabía si llamar al detective Regan. Era casi medianoche, y aunque pudiera localizarle, ¿qué iba a decirle exactamente? ¿«Hola, he encontrado un CD escondido en el sótano, venga en seguida»? No. La histeria no serviría en este caso. Valía más mostrar calma, simular racionalidad. La paciencia era clave. Pensemos. Podía llamar a Regan por la mañana. Esa noche él tampoco podía hacer nada. Mejor dormir.
Vale, pero no estaba dispuesto a abandonar todavía. Me conecté a Internet y a un buscador. Tecleé MVD en Newark. Apareció una lista.
«MVD: la Investigación Más Valiosa.»
¿Investigación?
Había un enlace con un sitio web. Lo cliqué y apareció el sitio web de MVD. Lo repasé rápidamente. MVD era un «grupo de investigadores privados profesionales» que «ofrecían servicios confidenciales». Ofrecían comprobaciones de referencias on Line por menos de cien dólares. Sus anuncios proclamaban: «¡Descubra si su nuevo novio tiene antecedentes penales!» y «¿Dónde está su antiguo amado? ¡Puede que todavía siga suspirando por usted!». Cosas por el estilo. También hacían «investigaciones más intensas y discretas» para los que requiriesen ese tipo de cosas. Según el lema de la parte superior, eran una «entidad plenamente dedicada a la investigación».
Y yo me pregunté: ¿qué había necesitado investigar Monica?
Descolgué el teléfono y marqué el número 800 de MVD. Sonó un contestador -lo que no era raro, teniendo en cuenta la hora- y me dijo que apreciaban muchísimo que les llamara y que su oficina abría a las nueve de la mañana. De acuerdo. Ya volveré a llamar.
Colgué el teléfono y apreté la e: la tecla para expulsar el CD. Salió el disco. Lo cogí por los bordes y lo miré buscando, no lo sé, pistas, supongo. Nada nuevo. Tenía que pensar. Parecía evidente que Monica había contratado a MVD para investigar algo y que aquel CD contenía lo que ella había hecho investigar. No era precisamente una deducción brillante por mi parte, pero era un comienzo.
Retrocedamos. La verdad es que no tenía ni idea de qué era lo que Monica quería investigar, ni por qué, ni nada. Pero si estaba en lo cierto, si aquel CD pertenecía a Monica, si había contratado a un investigador privado por alguna razón, era natural pensar que había tenido que pagar a MVD por los mencionados servicios.
Muy bien. Vale, un mejor comienzo.
Pero -y aquí es donde volvía a liarse todo- la Policía había revisado cuidadosamente nuestras cuentas bancarias y documentos financieros. Habían escudriñado todas las transacciones, todas las compras con Visa, todos los cheques extendidos, todas las retiradas de fondos con el cajero automático. ¿Habían visto una a nombre de MVD? En ese caso, o no habían encontrado nada o habían decidido no contármelo. Evidentemente, yo tampoco había estado ocioso. Mi hija había desaparecido. Yo también había repasado todos los documentos financieros. No había nada de una agencia de detectives ni había ninguna retirada de fondos fuera de lo normal.
¿Qué significaba aquello?
Quizá que el CD era antiguo.
Ésta era una posibilidad. No creo que ninguno de nosotros comprobase las transacciones bancarias más lejos de los seis meses previos al ataque. Quizá la relación de Monica con la agencia era anterior a eso. Seguramente podría echar un vistazo a los estados de cuentas anteriores.
Pero me costaba creer que fuera así.
Aquel CD no era viejo. De eso estaba bastante seguro. Y tampoco tenía demasiada importancia. El marco temporal, pensándolo bien, era irrelevante. Tanto si era reciente como si no, las preguntas clave seguían sin respuesta: ¿Por qué habría querido Monica contratar a un investigador privado? ¿Qué había en aquel maldito CD protegido por una contraseña? ¿Por qué lo había escondido en aquel lugar horripilante del sótano? ¿Qué tenía que ver Dina Levinsky con todo eso, si es que tenía algo que ver? Y lo más importante, ¿tenía algo que ver con el ataque, o sólo era un gran ejercicio de pensamiento ilusionado por mi parte?
Miré por la ventana. La calle estaba vacía y en silencio. El suburbio dormía. Esa noche no tendría más respuestas. Por la mañana llevaría a mi padre a nuestro paseo semanal y luego llamaría a MVD y quizás a Regan.
Me metí en la cama y esperé a que llegara el sueño.
A las cuatro y media de la madrugada sonó el teléfono de la mesita de noche de Edgar Portman. Edgar se despertó sobresaltado, sacó la mano aún medio dormido y buscó el aparato.
– ¿Qué? -ladró.
– Dijo que le llamáramos en cuanto lo supiéramos.
– Tiene los resultados -dijo Edgar frotándose la cara.
– Los tengo.
– ¿Y?
– Concuerdan.
Edgar cerró los ojos.
– ¿Con qué seguridad?
– Es un resultado preliminar. Si fuera a presentarlo al tribunal, necesitaría unas semanas más para atar todos los cabos. Pero sólo lo haría para seguir el protocolo correcto.
Edgar no podía dejar de temblar. Dio las gracias al hombre, colgó el teléfono y empezó a prepararse.
A las seis de la mañana siguiente, salí de casa y bajé caminando. Utilizando una llave que tenía desde la época de la universidad, abrí la puerta de la casa de mis padres y entré.
Los años no se habían portado bien con aquella residencia, aunque tampoco es que hubiera salido antes en House and Garden (a no ser como una de sus fotos de «antes»), la verdad. Habíamos cambiado la alfombra de lana -el punto blanco y azul estaba tan descolorido y deshilachado que prácticamente había desaparecido- y compramos una gris de pelo corto para que la silla de ruedas de mi padre se deslizara con facilidad. Aparte de esto, no se había cambiado nada. Las mesitas barnizadas mil veces todavía lucían sus porcelanas de Lladró de un viaje a España de hacía mucho tiempo. Óleos de violines y frutas al estilo Holiday Inn -ninguno de nosotros siente una gran atracción por la música ni es, bueno, muy frutero todavía adornaban los paneles de madera pintados de blanco de las paredes.
Había fotos en el estante de la chimenea. Siempre me paraba a mirar las de mi hermana, Stacy. No sé qué buscaba. O quizá sí. (Buscaba señales, algún presagio.) Buscaba algún indicio de que aquella jovencita frágil y herida compraría un día un arma en la calle, me dispararía y haría daño a mi hija.
– ¿Marc? -Era mi madre. Sabía lo que estaba haciendo-. ¿Me ayudas, por favor?
Asentí y fui al dormitorio. Ahora mi padre dormía en la planta baja porque era más fácil que subirlo con la silla de ruedas. Lo vestimos, lo cual era como vestir un saco de arena mojada. Mi padre se inclina de un lado a otro. Su peso tiene tendencia a cambios súbitos. Mi madre y yo ya estábamos acostumbrados, pero eso no hacía menos ardua la tarea.
Cuando mi madre me dio un beso de despedida, olí el aroma leve y familiar de su aliento de menta y tabaco. Le había recomendado que lo dejara. Ella me lo prometía, pero yo sabía que no lo dejaría nunca. Notaba cómo se estaba aflojando la piel de su cuello, de modo que las cadenas de oro casi desaparecían entre los pliegues. Se inclinó para besar a mi padre en la mejilla, alargando un poco el contacto.
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