La mujer misteriosa era Dina Levinsky.
Nos sentamos a la mesa de la cocina. Preparé té, una mezcla de té verde chino que había comprado en Starbucks. Se suponía que tenía efectos calmantes. Ya se vería. Serví una taza a Dina.
– Gracias, Marc.
Incliné la cabeza, y me senté frente a ella. Conocía a Dina de toda la vida. La conocía de la forma que sólo un niño puede conocer a otro niño, del modo en que sólo pueden conocerse los compañeros de la escuela primaria, aunque no creo, mal que me pese, que nunca hubiera hablado con ella.
Todos tenemos a una Dina Levinsky en nuestro pasado. Era la víctima de la clase, la niña proscrita, de la que se burlaban y mostraban, la que te preguntas cómo ha podido mantener la cordura. Nunca la martiricé, pero la miré sin hacer nada un montón de veces. Aunque no viviera en la casa de su infancia, Dina Levinsky seguiría viviendo en mí. Como vive en todos. Rápido: ¿cuál era el niño de quien más se burlaban en tu escuela primaria? Sí, exacto, te acuerdas. Recuerdas su nombre y su apellido y cómo era. Recuerdas haberle visto volver a casa solo, o sentado en la cafetería en silencio. Lo que sea, pero te acuerdas. Dina Levinsky sigue en ti.
– Me han dicho que eres médico -dijo Dina.
– Sí. ¿Y tú?
– Soy diseñadora gráfica y artista. El mes que viene hago una exposición en el Village.
– ¿Pinturas?
– Sí-vaciló.
– Siempre fuiste una buena artista -dije.
– ¿Te habías dado cuenta? -preguntó ladeando la cabeza, sorprendida.
Hubo un breve silencio. Luego dije:
– Debería haber hecho algo.
– No, yo debería haberlo hecho -contestó Dina sonriendo.
Tenía buen aspecto. No es que se hubiera convertido en una belleza como los patitos feos de las películas. En primer lugar, Dina nunca había sido fea. Era vulgar. Quizá todavía lo era. Sus rasgos eran demasiado estrechos, pero sentaban mejor a su cara de adulta. Su pelo, tan lacio en su infancia, ahora tenía volumen.
– ¿Te acuerdas de Cindy McGovern? -preguntó.
– Claro.
– Era la que más me torturaba.
– Me acuerdo.
– Pues mira qué curioso. Hace años hice una exposición en una galería del centro, y apareció Cindy. Se me acercó, me dio un beso y un abrazo. Y quería hablar de los viejos tiempos: «¿Te acuerdas de lo zumbado que estaba el señor Lewis?» y cosas así. Estaba tan feliz, te lo juro, Marc, no se acordaba de lo que me había hecho. No disimulaba, creo. Simplemente había desterrado de su mente cómo me había tratado. Lo he visto otras veces.
– ¿Qué has visto?
Dina levantó la taza con las dos manos.
– Nadie recuerda haber sido el instigador. -Se quedó pensativa, mientras recorría la mirada con rapidez por la habitación. Yo pensé en mis propios recuerdos. ¿Era verdad que me había mantenido al margen, o aquello era también una forma revisionista de la historia?
»Es todo tan confuso -dijo Dina.
– ¿Volver a esta casa?
– Sí. -Dejó la taza-. Supongo que quieres una explicación.
Esperé.
Volvió a hacer movimientos rápidos con los ojos.
– ¿Quieres oír algo grotesco?
– Adelante.
– Aquí es donde me sentaba yo siempre. Cuando era pequeña. También teníamos una mesa rectangular. Siempre me sentaba en el mismo sitio. Cuando volví a este lugar…, no lo sé, gravité naturalmente hasta esta silla. Supongo…, supongo que en parte es por lo que estoy aquí esta noche.
– No sé si te entiendo.
– Esta casa -dijo-. Todavía me atrae. Me tiene atrapada -prosiguió, y se inclinó hacia delante. Sus ojos buscaron los míos por primera vez-. ¿Oíste los rumores, verdad? Sobre mi padre y lo que ocurrió aquí.
– Sí.
– Eran ciertos -dijo.
Me obligué a no parpadear. No sabía qué decir. Pensé en el infierno de la escuela. Intenté añadir a eso el infierno de su casa. Era incomprensible.
– Ahora está muerto. Me refiero a mi padre. Murió hace seis años.
Parpadeé y aparté la vista.
– Estoy bien, Marc. En serio. He seguido una terapia, en realidad todavía la sigo. ¿Conoces al doctor Radio?
– No.
– Es su nombre real. Stanley Radio. Es bastante famoso por la técnica Radio. He estado con él varios años. Estoy mucho mejor. He superado mis tendencias autodestructivas. Ya no me siento inútil. Pero es curioso. Lo superé. No, en serio. Las víctimas de abusos sexuales suelen tener problemas de compromiso y de sexo. Yo no. Soy capaz de tener relaciones íntimas sin problemas. Estoy casada. Mi marido es estupendo. No es un cuento de hadas, pero está muy bien.
– Me alegro -dije, porque no tenía ni idea de qué decir.
– ¿Eres supersticioso, Marc? -rae preguntó sonriendo de nuevo.
– No.
– Yo tampoco. Pero, no sé, cuando leí lo de tu esposa y tu hija, empecé a cavilar. Sobre esta casa. El mal karma y todos esos rollos. Tu esposa era encantadora.
– ¿Conocías a Monica?
– Nos conocimos.
– ¿Cuándo?
Dina no contestó inmediatamente.
– ¿Te suena el término «desencadenante»?
Lo recordaba de mis rotaciones en la Facultad de Medicina.
– ¿En términos de psiquiatría, quieres decir?
– Sí. Mira, cuando leí lo que había sucedido aquí, fue un desencadenante. Como con un alcohólico o un anoréxico. Nunca estás curado del todo. Algo ocurre -un desencadenante- y vuelves a las pautas antiguas. Volví a morderme las uñas. Empecé a infligirme daños físicos. Fue como… como si tuviera que enfrentarme a esta casa. Tenía que enfrentarme al pasado para poder derrotarlo.
– ¿Y era eso lo que hacías esta noche?
– Sí.
– ¿Y cuando te vi hace dieciocho meses?
– Lo mismo.
Me apoyé en el respaldo de la silla.
– ¿Con qué frecuencia pasas por aquí?
– Una vez cada dos meses, más o menos. Aparco en la escuela y cruzó el camino de los Zucker. Pero hay algo más en esto.
– ¿Más en qué?
– Mis visitas. Mira, esta casa todavía contiene mis secretos. Y lo digo en sentido literal.
– No te sigo.
– Siempre intento reunir valor para volver a llamar, pero no puedo. Y ahora estoy dentro, en esta cocina, y estoy bien. -Intentó sonreír para reforzar su afirmación-. Pero sigo sin saber si puedo hacerlo.
– ¿Hacer qué? -pregunté.
– Te estoy liando. -Dina empezó a rascarse el dorso de la mano, con fuerza y rapidez, clavando las uñas en la piel casi rasgada. Tenía ganas de cogerle la mano, pero me pareció demasiado forzado-. Lo escribí todo. En un diario. Lo que me ocurrió. Sigue aquí.
– ¿En la casa?
Asintió con la cabeza.
– Lo escondí.
– La Policía lo registró todo después del asesinato. Pusieron la casa patas arriba.
– No lo encontraron -dijo ella-. Estoy segura. Y aunque fuera así, es sólo un diario viejo. No tenían ningún motivo para quedárselo. Una parte de mí quiere que siga donde está. Ha terminado con él, no sé si me entiendes. Quiere dejar en paz a los muertos. Pero otra parte quiere sacarlo a la luz. Como si fuera un vampiro y la luz solar pudiera matarlo.
– ¿Dónde está? -pregunté.
– En el sótano. Tienes que subirte a la secadora para alcanzarlo. Está detrás de una de las tuberías, en el espacio que queda. -Echó un vistazo al reloj. Me miró y se abrazó a sí misma-. Se está haciendo tarde.
– ¿Estás bien?
Sus ojos se movían otra vez deprisa. Su respiración ya no era regular.
– No sé cuánto rato más puedo quedarme.
– ¿Quieres que busquemos tu diario?
– No lo sé.
– ¿Quieres que vaya a buscártelo?
Negó con fuerza con la cabeza.
– No. -Se levantó, respiró hondo-. Más vale que me marche.
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