Si eso fuera una película, podríamos imaginar el montaje musical. Yo fui a la Universidad de Tufts cuando Rachel empezaba en el Boston College. Primera escena del montaje; bueno, seguramente nos pondrían en un barco en el Charles, y yo remaría, Rachel sostendría la sombrilla, con una sonrisa de prueba, al principio y luego burlona. No lo hicimos nunca, pero ya se entiende; Luego tal vez habría una escena de merienda en el campus, una toma de nosotros estudiando en la biblioteca, nuestros cuerpos entrelazados en un sofá, yo mirando fascinado a Rachel que leía su libro de texto, con las gafas puestas, recogiéndose el pelo detrás de la oreja con un gesto ensimismado. El montaje seguramente se cerraría sobre dos cuerpos agitándose bajo una sábana blanca de satén, a pesar de que ningún estudiante tenía sábanas de satén. Da igual, yo pienso en términos cinematográficos.
Estaba enamorado.
Durante unas vacaciones de Navidad, visitamos a la abuela de Rachel, una entrometida de la vieja escuela, con andador, en una residencia. La anciana nos tomó una mano a cada uno y nos declaró beshert, que es una palabra yiddish que significa predestinados o condenados.
¿Qué sucedió, pues?
Nuestro final no fue nada fuera de lo común. Éramos jóvenes, supongo. En mi último año, Rachel decidió que quería pasar un semestre en Florencia. Yo tenía veintidós años. Me enfadé con ella y mientras estaba fuera, me acosté con otra mujer: un ligue de una noche con una alumna anodina de Babson. No significó absolutamente nada. Sé que no ayuda mucho, pero quizá debería importar. No lo sé.
En fin, alguien de la fiesta se lo contó a otro y finalmente llegó a oídos de Rachel. Me llamó desde Italia y cortó conmigo, así sin más, lo que a mí me pareció una reacción exagerada. Como he dicho, éramos jóvenes. Al principio, fui demasiado orgulloso (léase: demasiado tonto) para suplicar y entonces, cuando empecé a calibrar las repercusiones, la llamé, le escribí y le mandé flores. Rachel no me contestó. Se había terminado. Habíamos terminado.
Me puse en pie y me acerqué a mi escritorio. Busqué la llave que había pegado con cinta bajo el bufete y abrí el cajón de abajo. Saqué unas carpetas y encontré los secretos que había guardado debajo. No, no eran drogas. El pasado. Las cosas de Rachel. Encontré la foto familiar y la miré. Lenny y Cheryl todavía la tienen en su estudio, lo cual, comprensiblemente, había hecho que Monica se rebotase una barbaridad. Era una fotografía de los cuatro -Lenny, Cheryl, Rachel y yo- en una fiesta de mi último año. Rachel llevaba un vestido negro de tirantes y el recuerdo de cómo se le pegaba a los hombros todavía me deja sin respiración.
Hace mucho tiempo de eso.
Había seguido con mi vida, evidentemente. Siguiendo mi plan de vida, fui a la Facultad de Medicina. Siempre había sabido que quería ser médico. Casi todos los médicos que conozco dicen lo mismo. Pocas veces es una decisión de última hora.
Y también había salido con chicas. Incluso tuve otro ligue de una noche (Zia, lo he contado antes), pero -y esto va a parecer penoso- incluso después de tantos años, no pasa un día sin que piense, aunque sea de pasada, en Rachel. Sí, sé que he idealizado el romance, si se quiere, de forma totalmente desproporcionada. De no haber metido la pata, probablemente no seguiría viviendo en un universo alternativo maravilloso, entrelazado con mi amada en el sofá. Como me dijo Lenny, en un momento de total sinceridad, si mi relación con Rachel había sido tan estupenda, debería haber sobrevivido a la más trillada de las infidelidades.
¿Estoy diciendo que nunca he amado a mi esposa? No. Al menos, creo que la respuesta es que no. Monica era guapa -indiscutiblemente guapa, su físico no tardaba nada en hacerte efecto-, y era apasionada y sorprendente. Además era rica y glamurosa. Intenté no compararla -lo que es una forma absurda de vivir tu vida-, pero no pude evitar amar a Monica en mi mundo estrecho y menos brillante posterior a Rachel. Con el tiempo, podría haberme pasado lo mismo si hubiera seguido con Rachel, pero eso es utilizar la lógica y, en cuestiones del corazón, la lógica no se aplica necesariamente.
Los primeros años, Cheryl me informaba de mala gana de lo que hacía Rachel. Supe que había entrado en la Policía y se había hecho agente federal en Washington. No puedo decir que me sorprendiera mucho. Hace tres años, Cheryl me contó que Rachel se había casado con un compañero mayor que ella. Incluso después de tanto tiempo -hacía once años que Rachel y yo habíamos cortado- sentí que se me removían las entrañas. Con un golpe sordo tomé conciencia de que lo había estropeado todo. De algún modo siempre había creído que Rachel y yo nos estábamos tomando un tiempo libre, viviendo en una especie de animación en suspenso, hasta que llegara el día en que entraríamos en razón y volveríamos a estar juntos. Ahora ella se había casado con otro.
Cheryl vio la cara que puse y desde entonces no ha vuelto a hablarme de Rachel.
Mientras miraba la foto oí que paraba el SUV familiar. No me sorprendí. No me molesté en ir a abrir. Lenny tenía llave. Tampoco llamaba nunca. Ya sabría dónde estaba yo. Guardé la fotografía mientras Lenny entraba en la sala cargado con dos copas de papel enormes de colores brillantes.
Lenny levantó las dos copas del 7-Eleven.
– ¿Jerez o cola?
– Jerez.
Me dio un vaso. Esperé.
– Zia ha llamado a Cheryl -dijo a modo de explicación.
Ya me lo había imaginado.
– No tengo ganas de hablar de ello -contesté.
– Yo tampoco. -Lenny se instaló en el sofá, metió la mano en el bolsillo y sacó un grueso pliegue de papeles-. El testamento y la resolución de la herencia de Monica. Léetelo cuando puedas. -Agarró el mando y se puso a pasar canales-. ¿No tienes pomo?
– No, lo siento.
Lenny se encogió de hombros y se conformó con un partido de baloncesto universitario en la ESPN. Lo miramos unos minutos en silencio. Lo rompí yo.
– ¿Por qué no me dijiste que Rachel se había divorciado?
Lenny hizo una mueca y levantó la mano, como si quisiera parar el tráfico.
– ¿Qué? -dije.
– Congelamiento cerebral -siguió-. Siempre bebo demasiado deprisa.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– Creía que no íbamos a hablar de ello.
– No es tan sencillo, Lenny -respondí mirándolo.
– ¿Qué no lo es?
– Rachel ha pasado una mala temporada.
– Yo también -dije.
Lenny miró el partido demasiado atentamente.
– ¿Qué le pasó, Lenny?
– No es asunto mío -negó con la cabeza-. Hace al menos quince años que no la ves.
Catorce en realidad.
– Más o menos.
Sus ojos se pasearon por la habitación y se posaron en una fotografía de Monica y Tara. Apartó la mirada y tomó un sorbo de su bebida.
– Tienes que dejar de vivir en el pasado, chico.
Los dos nos pusimos a mirar el partido. Dejar de vivir en el pasado, había dicho. Miré la fotografía de Tara y me pregunté si Lenny hablaba de algo más que de Rachel.
Edgar Portman recogió la correa de piel del perro. La agitó por la punta. Bruno, su mastín campeón, corrió hacia el sonido a toda velocidad. Bruno había ganado un premio al Mejor Pedigrí en la Exposición de Perros de Westminster hacía seis años. Muchos creían que debería haber ganado el del Mejor de la Exposición. Pero Edgar decidió retirar a Bruno. Un perro de exposición no está nunca en casa. Edgar quería tener a Bruno con él.
A Edgar le decepcionaban las personas. Los perros nunca.
Bruno sacó la lengua y meneó la cola. Edgar enganchó la correa al collar. Saldrían una hora a pasear. Edgar miró hacia el escritorio. Allí, sobre el reluciente barniz, había un paquete de cartón, idéntico a uno que había recibido hacía dieciocho meses. Bruno gimoteó. Edgar se preguntó si era un gimoteo de impaciencia o si percibía el miedo de su amo. Tal vez las dos cosas.
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