Harlan Coben - Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado?
El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Siempre hablo en tercera persona del plural porque las autoridades también creen que Stacy tenía al menos dos cómplices. Uno sería el profesional, el calculador que sabía cómo cobrar el rescate, mezclar las dos matrículas y desaparecer sin dejar rastro. El otro cómplice sería el «nervioso», por así decirlo, el que nos había disparado y debía de haber causado la muerte de Tara.

Evidentemente algunos no creen en esta teoría. Algunos creen que sólo hubo un cómplice -el profesional frío- y que la que tuvo miedo fue Stacy. Según esta teoría, ella fue la que disparó la primera bala, probablemente a mí, ya que no recuerdo haber oído disparos, y luego el profesional mató a Monica para tapar el error. Esta teoría se basa en una de las pocas pistas que tuvimos después de la noche en la cabana: un traficante de drogas que, como parte de un extraño trato por otro cargo, admitió ante las autoridades que Stacy le había comprado un arma, una 38, una semana antes del asesinato-secuestro. Esta teoría se apoya también en el hecho de que los únicos cabellos y huellas encontrados en la escena del crimen eran de Stacy. El profesional habría sido cuidadoso y habría usado guantes mientras que un cómplice drogado no lo habría hecho.

Pero hay otros que no se tragan tampoco esta teoría, que es por lo que ciertos miembros del Departamento de Policía y el FBI se aferran a un tercer escenario más obvio.

Yo era el cerebro.

La teoría es más o menos ésta: en primer lugar, el marido es siempre el principal sospechoso. Segundo, mi Smith & Wesson del 38 no ha aparecido. No dejan de marearme con esta pregunta. Ojalá tuviera una respuesta. Tercero, yo no quería tener hijos. El nacimiento de Tara me obligó a un matrimonio sin amor. Creen que tienen pruebas de que yo estaba pensando en divorciarme (algo que sí, ciertamente, yo había considerado) y por eso lo planeé todo, de arriba abajo. Invité a mi hermana a mi casa y quizá la convencí para que me ayudara y así cargara con la culpa. Tengo el dinero del rescate escondido. Maté y enterré a mi propia hija.

Es horrible, sí, pero ya no puedo enfadarme. Estoy demasiado agotado. Ya no sé ni dónde estoy.

El principal problema de esta hipótesis es, por supuesto, que es difícil de encajar que me dieran por muerto. ¿Maté yo a Stacy? ¿Me disparó ella? O -que suenen los tambores- ¿existe una tercera posibilidad, una mezcla que une las dos teorías en una? Algunos creen que sí: yo estaba detrás de todo, pero tenía otro cómplice además de Stacy. Este cómplice mató a Stacy, quizá contra mi voluntad, quizá como parte de mi gran plan para desviar mi culpabilidad y vengarme por haberme tiroteado. O algo por el estilo.

Y así sucesivamente.

En suma, hablando claro, no tienen nada y yo tampoco. Ni el dinero del rescate. Ni idea de quién lo hizo. Ni idea de por qué. Y lo más importante: ningún cadáver pequeño.

Así estamos ahora, un año y medio después del secuestro. Teóricamente el caso sigue abierto, pero Regan y Tickner se dedican a otros casos. No he sabido nada de ellos desde hace casi seis meses. Los medios nos dieron la lata durante algunas semanas, pero como no surgió nada nuevo, también traspasaron su atención a comederos más jugosos.

Los Dunkin Donuts se habían acabado. Todos fueron hacia el aparcamiento repleto de monovolúmenes. Después de los partidos, los entrenadores llevamos a nuestros atletas al Schrafft's Ice Cream Parlor, una institución en nuestra ciudad. Todos los entrenadores de todas las ligas de todas las edades siguen la misma tradición. El local estaba a tope. Nada como un cucurucho de helado en el gélido otoño para que el frío penetre hasta los huesos.

Me puse a contemplar la escena mientras lamía mi cucurucho de cookies-n-cream. Hijos y padres. Aquello era demasiado para mí. Miré el reloj. De todos modos tenía que irme. Busqué la mirada de Lenny y le indiqué que me marchaba. Con los labios formó las palabras «tu testamento». Por si no me había enterado, hizo el gesto de firmar con la mano. Le indiqué que lo había entendido. Subí al coche de nuevo y encendí la radio.

Me quedé un rato quieto mirando el ir y venir de familias. Sobre todo observaba a los padres. Calibraba sus reacciones con las actividades más domésticas, esperando ver una chispa de duda, algo en sus ojos que me consolara. Pero no lo vi.

No estoy seguro de cuánto tiempo estuve así. No más de diez minutos, supongo. Pusieron una vieja canción de James Taylor que me devolvió a la realidad. Sonreí, puse el coche en marcha, y me fui al hospital.

Una hora después, me estaba lavando para comenzar la operación de un niño de ocho años con un -en terminología familiar tanto para los legos como para los profesionales- accidente facial. También estaba Zia Leroux, mi socia.

No sé por qué decidí hacerme cirujano plástico. No fue ni la canción de los dólares fáciles ni la idea de ayudar a la humanidad. Había querido ser cirujano prácticamente desde el principio, aunque me veía más en el campo vascular o cardíaco. Pero la vida da vueltas de una forma curiosa. Durante mi segundo año de residencia, el cirujano cardíaco que dirigía nuestra rotación era un necio, por decirlo de algún modo. En cambio, el médico encargado de cirugía reconstructiva, Liam Reese, era increíble. El doctor Reese tenía aquella aura envidiable, aquella combinación de atractivo físico, seguridad en sí mismo y calidez interior que atraía a los demás de forma natural. Tenías ganas de agradarle. Querías ser como él.

El doctor Reese se convirtió en mi mentor. Nos mostró la parte creativa de la cirugía reconstructiva, un proceso de rompecabezas que te obligaba a encontrar nuevas formas de volver a unir lo que estaba destruido. Los huesos de la cara y el cráneo son la parte más compleja del paisaje esquelético del cuerpo humano. Los que los reparamos somos unos artistas. Somos músicos de jazz. Si hablamos con cirujanos ortopédicos o torácicos, pueden explicar de forma bastante concreta sus procedimientos. Nuestro trabajo -la reconstrucción- nunca es exactamente igual. Improvisamos. El doctor Reese me lo enseñó. Apeló a mi atracción por la técnica con charlas sobre microcirugía, injertos óseos y piel sintética. Recuerdo haberle visitado en Scarsdale. Su esposa era una mujer hermosa de piernas largas. Su hija era la primera de la escuela. Su hijo era capitán de un equipo de baloncesto y el chico más simpático que he conocido en mi vida. A los cuarenta y nueve años, el doctor Reese murió en un accidente de coche en la Ruta 684, cuando iba a Connecticut. Hay quien vería en esto algo siniestro, pero yo no.

Cuando estaba terminando la residencia, me dieron una beca de un año para formarme en cirugía oral en el extranjero. No la pedí para ser un benefactor; la pedí porque parecía interesante. Pensé que aquel viaje sería mi versión del viaje en mochila por Europa. No lo fue. Todo fue mal desde el principio. Nos quedamos atrapados en una guerra civil en Sierra Leona. Tuve que tratar heridas tan horribles, tan inimaginables, que costaba creer que la mente humana pudiera recabar la crueldad suficiente para infligirlas. Pero incluso en medio de toda aquella destrucción, me sentía extrañamente exaltado. No he intentado discernir por qué. Como he dicho antes, me estimula. Tal vez en parte fuera la satisfacción de ayudar a personas que lo necesitaban mucho. O quizás este trabajo me atrajo como a otras personas les atraen los deportes de riesgo, ya que necesitan sentir el peligro de la muerte para sentirse completas.

Cuando volví, Zia y yo fundamos Un Mundo, y nos pusimos a trabajar. Me encanta lo que hago. Quizá nuestro trabajo sea como un deporte de riesgo, pero también tiene -y me disculpo por el juego de palabras- su cara humana. Me gusta. Me gustan mis pacientes y también me gusta la distancia calculada, la frialdad necesaria de lo que hago. Me preocupo por mis pacientes, pero luego se va… la intensidad del afecto mezclada con un compromiso pasajero.

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