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Harlan Coben: Última oportunidad

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Harlan Coben Última oportunidad

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¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si uno de nuestros hijos fuera secuestrado? El doctor Seidman, un cirujano plástico especializado en niños, se despierta de pronto después de doce días en coma en la cama de un hospital. Ha sobrevivido a los disparos que recibió en su casa la mañana en que su hija Tara, de seis meses, fue secuestrada y su mujer asesinada. Él es el sospechoso. A partir de entonces, este hombre acorralado por los recelos de la Policía, e inmerso en un sinfín de sentimientos contradictorios y dudas, se ve empujado por el escalofriante mensaje de quienes le exigen el rescate. «Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. No habrá otra oportunidad.» No puede hablar ni con la Policía ni con el FBI. No sabe en quién confiar. Seidman no descansará.

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Edgar se puso de pie y se dirigió a un rincón de la habitación. Abrió la puerta de un armario y sacó una bolsa de deporte con el logo de Nike. Sin más preámbulo, dijo:

– Está todo aquí.

Me tiró la bolsa sobre las rodillas. La miré.

– ¿Dos millones de dólares?

– Los billetes no son secuenciales, pero tenemos una lista de todos los números de serie, por si acaso.

Miré a Carson y luego a Edgar.

– ¿No creéis que debamos ponernos en contacto con el FBI?

– No, francamente, no. -Edgar se sentó sobre la mesa, y cruzó los brazos delante del pecho. Olía a loción de barbero, pero percibí algo más primitivo, más rancio, por debajo. De cerca, sus ojos mostraban ojeras oscuras de agotamiento-. Tú decides, Marc. Tú eres el padre. Respetaremos tu decisión. Pero, como sabes, he tenido malas experiencias con las autoridades federales. Puede que mi punto de vista esté influido por mi convencimiento acerca de su incompetencia; o quizá me pese más saber cómo se dejan influir por sus propios intereses. Si fuera mi hija, confiaría más en mi juicio que en el suyo.

No estaba seguro de lo que debía decir o hacer. Edgar se encargó de esto. Dio una palmada y luego señaló la puerta.

– La nota dice que debes irte a casa y esperar. Creo que es mejor que obedezcas.

Capítulo 3

Me esperaba el mismo chófer. Subí al asiento trasero, con la bolsa Nike apretada contra el pecho. Mis emociones oscilaban entre un miedo cerval y una extraña sensación de euforia. Podía recuperar a mi hija. Podía estropearlo todo.

Pero, primero: ¿debía llamar a la Policía?

Intenté calmarme, sopesarlo fríamente, a distancia, valorando los pros y los contras. Pero era imposible, evidentemente. Soy médico. He tomado decisiones de vida o muerte otras veces. Sé que la mejor forma de hacerlo es eliminando de la ecuación el peso, el exceso de ardor. Pero la vida de mi hija estaba en peligro. Mi propia hija. Repitiendo lo que había dicho al principio: mi mundo.

La casa que Monica y yo compramos está literalmente a cuatro pasos de la casa donde crecí y donde siguen viviendo mis padres. Respecto a esto me siento ambivalente. No me gusta vivir tan cerca de mis padres, pero me disgusta más la sensación de culpabilidad de tenerlos abandonados. Mi compromiso es: vivir cerca de ellos y viajar mucho.

Lenny y Cheryl viven a cuatro travesías de distancia, cerca de Kasselton Malí, en la casa donde vivían los padres de Cheryl. Sus padres se mudaron a Florida hace seis años. Tienen un piso en la vecina Roseland, de modo que pueden visitar a sus nietos y huir de los calurosos veranos del Estado Soleado.

No me gusta especialmente vivir en Kasselton. La ciudad ha cambiado muy poco en los últimos treinta años. En mi juventud, nos mofábamos de nuestros padres, de su materialismo y de sus valores aparentemente inútiles. Ahora somos nuestros padres. Simplemente los hemos sustituido, hemos apartado a mamá y a papá a algún pueblo de jubilados. Y nuestros hijos nos han sustituido. Pero el Luncheonette de Maury sigue en la avenida Kasselton. El cuerpo de bomberos sigue estando formado en su mayoría por voluntarios. La Liga Juvenil se sigue jugando en el Northland Field. Los cables de alta tensión siguen pasando demasiado cerca de mi antigua escuela primaria. El bosque de detrás de la casa de los Brenner en Rockmont Terrace sigue siendo el lugar adonde van los chicos a pasar el rato y a fumar. El instituto sigue teniendo de cinco a ocho finalistas nacionales al año, sólo que cuando yo era adolescente la lista era mayoritariamente judía y hoy se inclina hacia la comunidad asiática.

Doblamos a la derecha en la avenida Monroe y pasamos delante de la casa de dos pisos donde crecí. Con su pintura blanca y sus persianas negras, con la cocina, la salita, y el comedor tres escalones a la izquierda y el estudio y la entrada del garaje dos escalones a la derecha, nuestra casa, quizás un poco más desvencijada que otras, era casi imposible de distinguir de las demás guaridas de la calle. Lo que la distinguía, de hecho lo único, era la rampa para la silla de ruedas. La pusimos después de que mi padre tuviera el tercer infarto cuando yo tenía doce años. Mis amigos y yo la usábamos para patinar. Construimos una plataforma de madera contrachapada y ladrillos de ceniza y la colocamos al pie.

El coche de la enfermera estaba en el paseo. Viene durante el día. No tenemos a nadie las veinticuatro horas. Hace casi dos décadas que mi padre está en silla de ruedas. No puede hablar. Tiene la parte izquierda de la boca torcida hacia abajo. La mitad del cuerpo totalmente paralizada y la otra mitad no está mucho mejor.

Cuando el chófer tomó el desvío de Darby Terrace, vi que mi casa -nuestra casa- parecía igual que hacía unas semanas. No sé lo que me había esperado. Tal vez cinta amarilla de la Policía. O grandes manchas de sangre. Pero nada hacía sospechar lo que había ocurrido allí dos semanas antes.

Cuando compré la casa, la familia Levinsky había vivido allí durante treinta y seis años, pero nadie los conocía bien. La señora Levinsky era una mujer amable aparentemente, con un tic facial. El señor Levinsky era un ogro que siempre le gritaba desde el jardín. Le teníamos miedo. Una vez, vimos a la señora Levinsky saliendo de la casa a todo correr en camisón, y al señor Levinsky persiguiéndola con una pala. Los niños cruzábamos todos los jardines menos el suyo. Cuando acabé la universidad, corrieron rumores de que había abusado de su hija Dina, una niña desamparada de ojos tristes y pelo lacio con la que yo había ido a la escuela desde el primer curso. Viéndolo en perspectiva, recuerdo haber estado en una docena de cursos con Dina Levinsky y no recuerdo haberla oído hablar más que en susurros y esto cuando la obligaba algún profesor bien intencionado. Nunca intenté acercarme a Dina. No sé qué habría podido hacer por ella, pero aun así me gustaría haberlo intentado.

En algún momento de aquel año, cuando los rumores de los abusos a Dina tomaron cuerpo, los Levinsky habían hecho las maletas y se habían marchado. Nadie sabía dónde. El banco se quedó con la casa y empezó a alquilarla. Monica y yo hicimos una oferta unas semanas antes de que naciera Tara.

Cuando nos instalamos, al principio me quedaba despierto por la noche escuchando, no sé bien qué, alguna clase de sonido, señales del pasado de la casa, de la infelicidad que se había vivido allí. Intentaba imaginar cuál había sido la habitación de Dina y lo que había sufrido, lo que sentía ahora, pero no encontré ninguna pista. Como he dicho antes, una casa son ladrillos y mortero. Nada más.

Dos coches desconocidos estaban aparcados delante de mi casa. Mi madre estaba esperando en la puerta. Cuando bajé del coche, me recibió como si fuera un prisionero de guerra recién llegado. Me abrazó fuerte y me envolvió en un vaho de perfume. Todavía tenía la bolsa Nike con el dinero en la mano, de modo que no pude devolver el abrazo.

Por encima del hombro de mi madre vi al detective Bob Regan salir de la casa. Con él salió un negro corpulento con el pelo rapado, el cráneo reluciente y gafas de sol de diseño. Mi madre susurró:

– Te están esperando.

Asentí con la cabeza y me acerqué a ellos. Regan se protegió los ojos con una mano, pero sólo era una pose. El sol no era tan fuerte. El negro permaneció inmóvil.

– ¿Dónde estaba? -preguntó Regan. Como no contesté en seguida, añadió-: Hace más de una hora que salió del hospital.

Pensé en el móvil que llevaba en el bolsillo. Pensé en la bolsa de dinero que tenía en la mano. Por ahora, les diría sólo semiverdades.

– He ido a visitar la tumba de mi esposa -dije.

– Tenemos que hablar, Marc.

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