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Nicci French: Los Muertos No Hablan

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Nicci French Los Muertos No Hablan

Los Muertos No Hablan: краткое содержание, описание и аннотация

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar. Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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– Hijastros -espetó uno de ellos en voz baja.

Explicó brevemente el proceso. Aseguró que ciertos detalles podrían resultar perturbadores para los familiares, pero que la investigación judicial solía ser de utilidad para los allegados, pues aclaraba lo que había sucedido y eso podía ayudar a asimilarlo todo. Iba a llamar a varios testigos, pero aquello no era un juicio. Cualquier persona podía hacerles preguntas; no sólo eso, se podía preguntar en cualquier momento. También nos contó que había leído los informes preliminares y que parecía ser un caso sin muchas complicaciones, y prometió que terminaríamos pronto. Preguntó si alguien había acudido con su representante legal. Todos permanecimos en silencio.

Me saqué una libreta y un bolígrafo del bolsillo. La abrí y escribí «Investigación» en la parte superior de una página en blanco. Subrayé la palabra, y después convertí el subrayado en una caja que la rodeaba. También convertí la caja en un objeto tridimensional y sombreé la parte de arriba con trazos cruzados. Entretanto, un agente de policía se había acercado a la mesita y a la silla que presidían la sala y había jurado, sobre una copia desgastada del Nuevo Testamento, decir la verdad. Se trataba de un agente joven y anodino, con el cabello entre castaño y pelirrojo muy pegado al cráneo, pero lo examiné con fascinación y espanto. Era el hombre que había hallado a mi marido.

Consultó su libreta y con una voz extraña y monocorde, como un actor sin talento y poco preparado, explicó de manera titubeante que se había dirigido a la avenida de Portón Way después de que un ciudadano llamara declarando que había visto un incendio.

El juez Sams le pidió que describiera Portón Way. El pareció quedarse perplejo.

– Bueno, no hay mucho que contar -observó-. En esa zona antes había fábricas y almacenes, pero ahora está prácticamente abandonada. Aunque van a rehabilitarla. Quieren construir casas nuevas y bloques de oficinas.

– ¿Suele haber mucho tráfico a esa hora de la tarde? -quiso saber el juez Sams-. Gente que vuelve del trabajo y cosas así.

– No -repuso el agente-. No es un lugar de paso. Durante el día hay algunos obreros de la construcción, pero a esa hora no. A veces hay chicos que han robado un coche y se dan unas vueltas por ahí, pero no vimos a nadie.

– Cuéntenos qué se encontró.

– El fuego ya se había apagado cuando llegamos, pero vimos el humo. El coche se había salido por un terraplén y había volcado. Bajamos con cierta dificultad y enseguida nos dimos cuenta de que había personas dentro, pero resultaba evidente que estaban muertas.

– ¿Evidente?

El agente contrajo el gesto.

– Al principio ni siquiera nos dimos cuenta de que eran dos.

– ¿Y qué hicieron?

– Mi compañero llamó a los bomberos y a una ambulancia. Anduve por las inmediaciones para inspeccionar. No me podía acercar. Aquello seguía caliente.

Hablaba como si se hubiera topado con una fogata incontrolada. El juez Sams tomaba notas en un cuaderno. Cuando terminó, se llevó la punta del bolígrafo a la boca y la mordió con aire pensativo.

– ¿Llegó usted a alguna conclusión sobre lo que había sucedido?

– Estaba claro -respondió el agente-. El conductor perdió el control del coche, que se salió de la calzada, cayó rodando por el terraplén, chocó contra un saliente de cemento y se incendió.

– No -repuso el juez Sams-, me refería más al modo en que sucedió, cómo se descontroló el vehículo.

El agente se quedó pensando un instante.

– Eso también está bastante claro -respondió-. Portón Way describe una línea recta pero de pronto se tuerce en una curva a la derecha. Es una avenida mal iluminada. Si el conductor va algo despistado, si está hablando con el copiloto, por ejemplo, puede no ver la curva, seguir todo recto y adiós muy buenas.

– ¿Y usted cree que fue eso lo que pasó?

– Revisamos a fondo el lugar de los hechos. No se veían huellas de un patinazo, así que suponemos que el coche se salió de la calzada a gran velocidad.

El juez Sams profirió un gruñido, anotó algunas cosas más y preguntó al agente si quería añadir algo. Este consultó sus notas.

– La ambulancia llegó unos minutos después. Se certificó que ambos cuerpos habían muerto en el escenario del accidente, aunque eso ya lo sabíamos.

– ¿Existe alguna pista que indique que había otro vehículo implicado en el siniestro?

– No -respondió el agente-. Si el accidente se hubiera producido por evitar a otro vehículo, habríamos visto huellas de algún patinazo.

El juez Sams miró a los que ocupábamos la primera fila.

– ¿Alguien quiere hacer alguna pregunta después de lo que hemos escuchado?

Yo tenía un sinfín de preguntas en la cabeza, pero no creía que la respuesta a ninguna de ellas apareciese en la libretita negra del agente. Los demás tampoco dijeron nada.

– Gracias -dijo el juez-. Le ruego que se quede unos minutos, por si surge alguna duda.

Él asintió y se dirigió a su silla, varias filas por detrás de la nuestra. Se me ocurrió que, probablemente, aquello suponía para él una mañana libre, un descanso de la oficina y de la obligación de escribir informes.

A continuación, el juez llamó a la doctora Mackay. Apareció una mujer con un traje pantalón y se sentó. Aparentaba unos cincuenta años y tenía un cabello oscuro que parecía teñido. No juró sobre la Biblia, sino que leyó una promesa de un folio. En teoría aquello me parecía bien pero, cuando pronunció las palabras, me sonaron vagas y poco convincentes. Me gustaba más la idea de que, si mentías, un rayo te fulminase y se te castigase en el infierno durante toda la eternidad.

El juez Sams nos volvió a mirar; sobre todo a mí, la apenada viuda, y a él, el apenado viudo.

– La doctora Mackay llevó a cabo el examen post mortem del señor Manning y de la señora Livingstone. Ciertos detalles de su declaración pueden resultarles desagradables. Quizás alguno de ustedes desee abandonar la sala.

Noté que una mano me agarraba uno de los brazos. No me volví para mirar. No quería que nadie se fijara en mí. Me limité a negar con la cabeza.

– Muy bien -prosiguió el juez-. Doctora Mackay, por favor, háganos un resumen de sus conclusiones.

Ésta dejó una carpeta en la mesa que tenía delante y la abrió. Estudió sus notas durante unos instantes y después levantó la vista.

– A pesar del estado de los cadáveres, puede realizar un examen completo. El informe policial aseveraba que ninguno de los dos ocupantes del automóvil llevaba el cinturón de seguridad y las heridas lo confirmaban; quiero decir que confirmaban que las cabezas de ambos salieron disparadas hacia delante y que sufrieron un impacto contra el interior del vehículo. El resultado fue un traumatismo generalizado. Por tanto, se puede decir que la causa de la muerte fue, en ambos casos, la compresión cerebral producida por una fractura hundida del cráneo.

Hubo una pausa mientras el juez Sams tomaba notas.

– Entonces, ¿el incendio no fue uno de los factores de la muerte? -preguntó.

La doctora Mackay me miró de pasada. Detecté un leve gesto de compasión.

– Para mí, ésa era una cuestión muy importante -explicó-. Obviamente, en ambos casos observé una gran destrucción de la piel, del tejido muscular y del subcutáneo. Tomé muestras de sangre tanto del señor Manning como de la señora Livingstone. En ambos casos, la prueba del monóxido de carbono arrojó resultados negativos. -Dirigió la vista hacia donde estábamos-. Eso indica que ninguno de los dos respiraba cuando se declaró el incendio. También examiné las vías respiratorias y los pulmones, sin hallar rastros de carbono. Además, aunque los cuerpos habían sufrido las quemaduras ya mencionadas, no se observaban en ellos las señales de una reacción vital. Si quieren les puedo dar los detalles técnicos pero, por decirlo de un modo resumido, en las zonas quemadas no se detectaban las señales de inflamación que habrían aparecido si hubiera sucedido cuando aún estaban con vida. -Volvió a mirarme-. Quizás a las familias les brinde cierto consuelo saber que las muertes se produjeron de forma totalmente instantánea.

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