Nicci French - Los Muertos No Hablan

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar.
Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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No sé cuánto tiempo estuve así, pero al fin me levanté y me dirigí al armario. La ropa de Greg colgaba en el lado derecho. No tenía mucha: un traje que habíamos comprado juntos para la boda y que apenas se había puesto desde entonces, un par de chaquetas de sport, varias camisas. ¿Qué llevaba cuando murió? Cerré con fuerza los ojos y me obligué a recordar: pantalones oscuros y una camisa azul claro; encima, su chaqueta preferida. En efecto: su uniforme de contable que no parece un contable.

Empecé a revisar minuciosamente todo lo que había en el armario. Metí la mano en los bolsillos, pero sólo encontré la cuenta de una cena en un restaurante italiano al que habíamos ido dos semanas antes. La recordé: yo estaba enfadada, Greg se había mostrado paciente y optimista. Una octavilla arrugada de un concierto de jazz que nos habían metido bajo el limpiaparabrisas hacía pocos días. Abrí los cajones en los que guardaba las camisetas y la ropa interior, pero no descubrí bragas de encaje de ninguna mujer ni cartas de amor incriminatorias. Nada se salía de lo normal. Todo se salía de lo normal.

Me coloqué delante del espejo, me estudié y me vi con mal aspecto. Me pesé y me di cuenta de que me estaba quedando en los huesos. Me escaldé un huevo, rompí la parte superior e introduje la cuchara en la yema amarilla. Me obligué a comer la mitad pero me entraron tantas ganas de vomitar que tuve que dejarlo. Tenía calambres en el estómago y un dolor de espalda espantoso y familiar, así que me preparé la bañera y me sumergí en ella; entonces sonó el teléfono. Me sentía incapaz de responder y escuché la voz de Mary, que le decía al contestador que al pobre Robin le había subido la fiebre, pero que vendría lo antes posible. Me quedé tendida bajo el agua caliente y cerré los ojos. Al abrirlos, vi que una voluta de sangre roja salía de mi interior, y después otra.

Vaya.

No podría ser, después de todo. En esta ocasión, corno había sucedido a lo largo de tantos meses de intentos y de esperanza y de oraciones, tampoco estaba embarazada y Greg había muerto mientras conducía junto a otra mujer y me había dejado sola y ¿qué diablos iba a hacer yo ahora?

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Capítulo 4

Lloviznaba. Gwen y Mary llegaron pronto; yo todavía estaba en bata, intentando decidir qué ponerme. Las dos iban vestidas prácticamente igual, y me di cuenta de que habían escogido el estilo arreglado pero informal, serio pero no triste, que yo andaba buscando. Mary había traído unos pastelitos daneses, calientes y pegajosos dentro de una bolsa de papel. Preparé una cafetera grande. Nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina, mojamos las pastas en la bebida y me acordé de la época en que todas éramos estudiantes, cuando también nos sentábamos en la cocina de la casa que compartimos durante el último año.

– Me alegro muchísimo de que hayáis venido -les dije-. Es muy importante para mí.

– ¿Qué creías? -me contestó Mary con vehemencia. La emoción le arrebolaba el rostro-. ¿Que íbamos a dejar que pasaras sola por esto?

Eso estuvo a punto de hacerme llorar pero me contuve, aunque tenía la sensación de que la pena era como una espina que tenía en la garganta y que se iba soltando poco a poco. Pregunté a Mary cómo estaba su hijo y respondió en tono forzado y tímido, muy distinto del que había empleado hasta entonces, mientras había supuesto con entusiasmo que yo estaría interesada hasta en el mínimo eructo y gorjeo del niño. Yo había entrado en otra dimensión. Nadie podía mantener una conversación normal conmigo, nadie quería contarme sus preocupaciones insignificantes ni sus miedos cotidianos, como habrían hecho una semana antes.

Subí al piso de arriba y elegí la ropa: falda negra, camisa gris de rayas, chaleco de lana negra, botas sin tacón, medias caladas, coleta. Estaba tan nerviosa que necesité tres intentos para pasarme los pendientes por el agujero del lóbulo; las manos me temblaban tanto que se me corrió el lápiz de labios. Tenía la sensación de que me iba a someter a un juicio: pero ¿qué clase de esposa era usted, si su marido estaba con otra mujer? ¿Es usted tan estúpida como para no haberlo sospechado siquiera?

* * *

Cuando llegamos al juzgado de instrucción, un edificio moderno que parecía más una residencia de ancianos que una corte de justicia, la sensación de irrealidad persistió. Al principio no pudimos encontrar la entrada, y empujamos inútilmente unas puertas de cristal que se negaban a ceder, hasta que un policía, al otro lado, nos dijo algo que no pudimos escuchar y nos hizo una seña para indicarnos que lo intentáramos más adelante, en la puerta siguiente. Llegamos a un pasillo por el que se atravesaban varias puertas de vaivén hasta llegar a una sala con diversas filas de sillas delante de una mesa alargada. El aire acondicionado zumbaba con fuerza y, en el techo, los fluorescentes brillaban. Yo esperaba algo imponente, quizá con paneles de madera en las paredes, que transmitiera formalidad, no esa sala ñoña y alegre con persianas de lamas. Sólo el emblema del león y el unicornio, colgado entre las dos ventanas, indicaba que aquello era un tribunal. Ya había allí varias personas, entre ellas un par de hombres de mediana edad vestidos con traje y corbata, con varias carpetas en el regazo, y dos agentes de policía en la segunda fila, tiesos y envarados.

A un lado distinguí una mesa sobre la que habían pegado con cinta adhesiva una hoja de papel rayado, en la que se leía: «PRENSA». Detrás de ella, un joven de semblante aburrido leía un periódico sensacionalista.

Un hombre trajeado de cabellos grises nos impidió el paso. Llevaba bigote y parecía un sargento.

– Lamento molestarlas. ¿Me pueden decir sus nombres, por favor?

– Soy Eleanor Falkner. La mujer de Greg Manning. Éstas son mis amigas.

Él se presentó, dijo que era el ayudante del juez de instrucción y nos señaló unas sillas en la primera fila. Mary se sentó a mi derecha, Gwen a mi izquierda. Una mujer de mediana edad con unos pantalones de color beis y un jersey rojo se dirigió al fondo de la sala y toqueteó un enorme y anticuado magnetófono. Metió varios enchufes en sus tomas y pulsó algunos interruptores. Levantó la cabeza, miró a la sala y nos dirigió una leve sonrisa.

– Todo estará listo para el estreno -declaró.

Y volvió a alejarse a toda prisa, lanzando amplias y cómplices sonrisas a diestro y siniestro, como si nos hubiera contado un chiste buenísimo.

Dos mujeres con idénticos peinados tipo casco y cabello muy rubio se colocaron justo detrás de nosotras; se pusieron a cuchichear y a soltar alguna que otra risita discreta. Pensé que aquello parecía una boda civil. Me sequé las manos en la falda y me recogí unos mechones de pelo invisibles detrás de las orejas.

Cuando iban a dar las diez la puerta volvió a abrirse y entró un grupo de tres personas, al que el ayudante del juez de instrucción mandó sentarse en las sillas de la primera fila, a escasa distancia de donde estábamos nosotras. Eran un hombre maduro de cabello canoso y ondulado que lucía una corbata de seda; una joven esbelta, cuyo cabello claro le caía en ondas por la espalda y cuya nariz aguileña temblaba, y un joven de cabello negro y despeinado, con los cordones desatados y un pendiente en la nariz. Me puse tensa y agarré a Gwen del brazo.

– Son ellos -anuncié entre dientes.

– ¿Quiénes?

– La familia de ella.

Clavé la mirada en el hombre. Al cabo de unos segundos él se dio la vuelta y me miró a los ojos. Tuve otra vez la sensación de estar en una boda: las familias de la novia y del novio que se encuentran en la misma sala con curiosidad y suspicacia. Alguien que estaba cerca de él farfulló algo y él se dio la vuelta. Era su nombre. Hugo. Hugo Livingstone. La sesión se estaba retrasando porque la mujer no conseguía que el magnetófono funcionase. Subió y bajó varias clavijas e incluso le dio un golpe con la mano, pero no sirvió de nada. Detrás de mí, un par de hombres se pusieron en pie y se unieron a ella. Al final utilizaron otro enchufe y las luces del aparato se encendieron. La mujer se puso unos auriculares y se sentó detrás de la máquina, que casi la tapaba por completo. El funcionario judicial nos pidió que nos levantáramos. Yo esperaba ver a un juez con toga y peluca, pero su señoría Gerald Sams era sólo un hombre trajeado que llevaba un fajo de carpetas. Se sentó detrás de la mesa del fondo y empezó a hablarnos en tono tranquilo y reflexivo. Nos presentó sus condolencias a mí, al marido y a los dos hijos de Milena Livingstone.

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