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Nicci French: Los Muertos No Hablan

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Nicci French Los Muertos No Hablan

Los Muertos No Hablan: краткое содержание, описание и аннотация

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar. Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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– ¿Iba todo bien en casa, Greg? -Me froté los ojos con ambas manos y contemplé los solícitos mensajes de Christine, las respuestas coquetas y evasivas de él-. Vamos, dímelo.

Pasé a los mensajes enviados, pero esos correos siguieron sin despejar mis dudas. Gracias a ellos me enteré de que había pedido serrín para el jardín, pintura gris para la cocina, cápsulas de Omega 3 para nosotros dos; también un libro de arquitectura y el nuevo CD de los Howling Bells, de los que nunca había oído hablar. A lo mejor se lo había regalado a alguien. ¿A Milena? ¿A Christine? Miré sus archivos de música y ahí estaba, con toda su inocencia.

Bajé al piso inferior. El cielo todavía estaba gris, y dentro de poco oscurecería otra vez. Las hojas empapadas cubrían el césped, y el peral plantado junto al muro del fondo goteaba sin cesar. No había comido nada desde los pastelitos daneses de esa mañana, así que me preparé una tostada con Marmite 1 y una taza de manzanilla, y con ellas volví frente al ordenador. Sonó el teléfono: era Gwen, para pasarme el número de su notario. Yo no recordaba a quién había recurrido Greg cuando habíamos comprado la casa. Ahora tenía que encargarme de un montón de asuntos. Lo anoté en una libreta que encontré en el cajón del escritorio y le prometí llamarla al día siguiente.

Correo basura: ahí sólo encontré diferentes anuncios de Viagra, de Rolex falsos, de increíbles oportunidades de inversión, de préstamos garantizados, de créditos sin garantía y una invitación para un casino online en el que todo el mundo podía ser el rey.

Eliminados. Greg era muy eficiente a la hora de borrar mensajes que ya no necesitaba y, en cualquier caso, sólo quedaban los de las últimas semanas: estaba claro que los más antiguos habían sido borrados a conciencia, perdidos en los misteriosos circuitos del ordenador. Los revisé, obstinada, con la sensación de que no conseguía llegar a ningún sitio y de que estaba perdiendo el tiempo. Vi un recadito extraño de Tania, en el que le decía que no entendía lo que él le preguntaba y que debía hablarlo con Joe.

Cogí el teléfono de nuestro dormitorio -de mi dormitorio- y llamé a Joe a la oficina.

– ¿Sí?

Su voz sonó extrañamente cortante.

– Soy yo. ¿Así es como respondes a los clientes?

– Ah, Ellie. -Su tono se dulcificó-. Tengo un día espantoso. Te iba a llamar esta noche. Cuéntame cómo fue la investigación. ¿Estás…?

– ¿Teníais problemas en la empresa?

1 Pasta obtenida a partir del extracto de levadura, de sabor muy salado y frecuentemente empleada en el Reino Unido para untar en las tostadas. (Esta nota, como las siguientes, es del traductor.)

– ¿A qué te refieres?

Repetí la pregunta y le mencioné el correo que había encontrado en el ordenador de Greg.

– ¿De qué fecha dices que era?

– De hace una semana, más o menos.

Se produjo un silencio.

– Estoy mirando mi cuenta, y no veo ningún mensaje de Greg sobre algo que le preocupase.

– ¿Todo iba bien, entonces?

– Eso depende de cómo lo mires. Si quieres que te caliente la cabeza con los clientes que no pagan a tiempo, que no nos dan toda la información y que después se quejan; con los temas de Hacienda y la pesadilla de la burocracia… Pero eso son sólo los gajes de nuestro oficio, y tú ya tienes suficientes problemas.

– Y cuando Greg se tenía que quedar trabajando hasta tarde en la oficina, ¿no era porque hubiese problemas?

– ¿Solía trabajar hasta tarde? -dijo, con cautela y con un matiz implícito de compasión.

Noté que la sangre teñía mis mejillas.

– Bueno, en los últimos tiempos llegaba tarde a casa. Más de lo habitual, en cualquier caso.

– ¿Parecía estresado?

– No. Vaya, no mucho.

– ¿No mucho?

– La verdad es que estoy haciendo memoria y no dejo de descubrir detalles en los que no me fijé en su momento… o, al menos, creo descubrirlos. Es posible que estuviera un poco inquieto. Pero puede que me lo esté imaginando.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Sabía lo que Joe estaba pensando: que quizá Greg estaba inquieto porque tenía una amante. Esperé a que lo dijera, pero no lo hizo. A lo mejor intentaba no hacerme daño.

– Aunque si hubiera estado preocupado -proseguí-, me lo habría contado. No me habría protegido. Nuestro matrimonio no era así. O eso creía yo. Vivíamos las cosas juntos; las compartíamos.

– Creo que estás en lo cierto -confirmó él-. Greg te lo habría contado.

– ¿Me lo habría contado todo, quieres decir?

Otro silencio.

– Ellie, estoy a punto de terminar. ¿Puedo pasarme por tu casa cuando salga de la oficina? Llevaré una botella de vino y hablaremos de este tema.

– No voy a estar aquí.

* * *

Encontré la dirección en la antigua agenda de Greg y decidí ir andando, pese a que ella vivía en Clerkenwell y lo más probable era que no se encontrara en casa, y pese a que la llovizna de la calle se estaba convirtiendo en un chaparrón. No podía abordar aquello por teléfono.

Al llegar, distinguí que ella se acercaba desde la dirección opuesta y que rebuscaba la llave en el bolso. Llevaba un impermeable con cinturón y un pañuelo en la cabeza, y parecía una estrella de cine de los años cincuenta en una de esas elegantes películas francesas en blanco y negro.

– Hola.

Me coloqué delante de ella, que me miró con ojos entrecerrados y suspicaces; después dio un respingo exagerado.

– ¿Ellie? ¡Dios mío! Iba a llamarte. Lo siento muchísimo. Era un hombre tan maravilloso…

– ¿Puedo pasar?

– Claro. Estás empapada.

Me miré. Todavía llevaba la misma ropa que me había puesto para la investigación judicial y se me había olvidado cubrirme con una chaqueta. Debía de tener un aspecto lastimoso.

Subí las escaleras detrás de Christine y llegué a un espacioso salón con cocina americana. Ella se quitó el impermeable y lo colgó en el respaldo de una silla; luego se desprendió también del pañuelo y sacudió su melena castaña.

– ¿Vives sola? -pregunté.

– Sí, ahora mismo sí -respondió, y me ofreció un té.

– No, gracias.

– ¿Café, un refresco?

– ¿Es ése el calentador de agua que te arregló Greg? El nuestro no consiguió repararlo.

– Lo siento.

Se sentó delante de mí aunque enseguida se levantó y llenó la tetera eléctrica, pero no la encendió. Me miró.

– ¿Has venido por algo en particular?

– Quería preguntarte una cosa.

Su rostro adoptó la entusiasta expresión de ayuda con la que tanto me había familiarizado desde la muerte de mi marido.

– Tú te llevabas muy bien con Greg.

– Sí -confirmó Christine-. Me he quedado destrozada al enterarme.

– ¿Erais íntimos?

– Depende de lo que entiendas por íntimos. Ahora su tono de voz era cauteloso. -He leído los correos electrónicos que os mandabais.

– ¿Ah, sí?

– A él le parecía que el azul te sentaba bien. -Su gesto había cambiado; ya no reflejaba entusiasmo, sino vergüenza. Insistí-: ¿Cuánta intimidad teníais?

– ¿Te refieres a si…?

Se calló.

– Sí.

– Pobrecilla… -me dijo en voz baja.

La miré de hito en hito. Me ruboricé de vergüenza y sentí un gran bochorno. Me agarré a la mesa con las dos manos.

– Entonces, ¿me aseguras que no había nada entre vosotros?

– Sólo éramos amigos.

– ¿Pese a que le decías que era un hombre estupendo y que el bronceado le sentaba muy bien, y le preguntabas cómo iban las cosas en casa, y pese a que él te decía que estabas radiante?

Hubo un silencio muy incómodo, tras el cual ella dijo:

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