– Eso no significaba nada.
– ¿El nunca intentó que las cosas llegaran a más? Me sentí abyecta; me di asco a mí misma. Me contempló con una compasión que me hizo desear que me tragara la tierra.
– Decían que estaba con otra mujer -me anunció.
– ¿Quién lo decía?
– La gente. Yo no sabía quién era ella. Greg y yo éramos amigos, nada más.
Imaginé a Christine y a otras personas anónimas hablando de Greg y de la mujer del coche. Me invadió una oleada de náuseas.
– Me tengo que ir. No debería haber venido.
– ¿Seguro que no quieres nada?
– No.
– Lo siento. Lo siento por todo.
* * *
La calle estaba oscura, la lluvia seguía cayendo y el viento soplaba con fuerza; paré un taxi y me senté dentro rodeándome con los brazos y sintiéndome fatal. Al llegar a casa me di cuenta de que no me llegaba el dinero para pagar al taxista; entré a toda prisa y volví a salir para pagarle con monedas sueltas que encontré en algunos cajones y bolsillos. Descubrí un billete de cinco libras en la vieja cazadora de cuero de Greg, que seguía colgada en el vestíbulo. ¿Cuándo iba a deshacerme de sus cosas? Me pasó por la cabeza una larga lista de temas pendientes: ponerme en contacto con el abogado, con el banco, con la sociedad de crédito hipotecario, enterarme de cómo andaban nuestros asuntos financieros, nuestra hipoteca, si había seguros de vida, llamar al agente de seguros, organizar el funeral, responder todos los mensajes recibidos los días anteriores, aprender a manejar el vídeo, cancelar la cita que habíamos concertado con la clínica de fertilidad, cambiar el mensaje del contestador, en el que aún aparecía la voz de Greg diciendo hola y que por favor llamaras más tarde porque Greg y Ellie no estaban en casa. Ellie sí estaba, pero Greg no, y nunca más lo estaría. Greg, con esos ojos oscuros y esa amplia sonrisa y esas manos fuertes y cálidas. Muchas veces me daba un masaje en el cuello al final de un día difícil. Me lavaba el pelo y me lo desenredaba. Se mordía el labio inferior cuando leía. Deambulaba desnudo por la casa, desafinando a voz en grito. Me contaba cómo le había ido el día, o eso había creído yo. Me miraba mientras me desvestía, con las manos detrás de la cabeza y un gesto serio en el rostro, esperando. Dormía boca arriba y roncaba levemente. Al despertarse, se daba la vuelta para acercarse a mí y me dedicaba una sonrisa de buenos días mientras yo luchaba por despertarme.
¿A quién más le había dado un masaje en el cuello, a quién más le había lavado el pelo? ¿Quién más se había desvestido para él y se había ido quitando las prendas una a una mientras él las contemplaba con esa mirada que yo pensaba que sólo me dedicaba a mí? ¿Junto a quién había estado tumbado en la cama y había extendido el brazo para tocar y consolar? De pronto me invadieron unos celos tan puros y viscerales que casi parecían un intenso deseo físico, y me quedé sin aliento y temblorosa. Tuve que sentarme en las escaleras durante unos segundos para recobrar el aliento antes de llegar al dormitorio.
Quería darme un baño, pero había olvidado encender el calentador de agua. Me quité la ropa mojada, me puse unos pantalones de correr y un grueso jersey que había sido de Greg y que me quedaba enorme. Una de las mangas estaba deshilachada; me la metí en la boca y la mordí. Él se lo ponía cuando salía a correr en invierno, y todavía olía a él. Bajé al piso inferior y entré en la cocina, sintiendo cierto mareo. Casi esperaba encontrarme con él al lado de los fogones, que todo aquello hubiera sido una pesadilla febril. De la comida nos ocupábamos los dos; cocinábamos juntos. La última había consistido en pasta con salsa de chile, nada especial. Su repertorio se limitaba a unos pocos platos: risotto , guiso de alubias, cordero al estilo marroquí, patatas asadas con nata agria y cebolletas; todo lo preparaba con una concentración extrema, como si fueran experimentos de laboratorio que podían salir muy mal y acarrear consecuencias nefastas.
Me di cuenta de que, desde su muerte, prácticamente sólo había preparado tostadas. Gwen me había hecho una lasaña vegetal, Mary me había traído un filete de salmón y se había quedado mirando mientras yo era incapaz de comérmelo, y Fergus había aparecido con pollo frío y pan de ajo, que seguían, según creía, en la nevera. Annie, mi vecina, me había preparado demasiados bizcochos y sopas, y lo mismo había hecho mi madre. Cocinar para uno resulta triste cuando se está acostumbrado a cocinar para dos. Decidí comer un huevo escalfado. Pensé que los huevos te ayudan a sentirte mejor mientras esperaba que el agua hirviera en el cazo; metí en él un huevo e introduje una rebanada de pan rancio en la tostadora. Tardé unos tres minutos en tener lista esa comida y otros tres en comérmela. ¿Y ahora qué?
Trabajé mucho durante toda la noche; sólo descansé para tomar una taza de té a las diez, un vaso de whisky a medianoche (no sé cómo, después de la muerte de Greg habían aparecido en casa tres botellas; debe de ser la bebida a la que la gente cree que recurre una viuda de luto), y un sándwich de pollo a las dos. Me senté en el salón, volví a revisar sus agendas de direcciones y escribí los nombres que me resultaban desconocidos. Miré todos sus papeles, que estaban bien ordenados por temas y también por fechas. Miré la caja de viejas cartas que había en el cuarto de los trastos que debería haber sido un despacho. Miré sus notas del colegio, sus títulos y sus diplomas, sus álbumes de fotos de la época en que aún no me conocía y antes de que el mundo se volviera digital. De niño había sido dulce, desgarbado, larguirucho; su sonrisa ilusionada no había cambiado. Vacié las cajas en el suelo y repasé el contenido: viejos discos de vinilo, casetes con recopilatorios de música que había grabado de adolescente, libros que no habíamos llegado a colocar en las estanterías, revistas de hacía muchísimos años. Abrí todos los cajones de nuestro dormitorio y revisé su ropa, la doblé bien y la volví a colocar donde estaba porque me di cuenta de que todavía no estaba preparada para regalarla.
Abrí también el armario que había debajo de las escaleras y saqué todos los objetos que contenía: cestas de bicicleta, una raqueta de squash, dos pares de zapatillas de deporte, una vieja tienda de campaña que no habíamos utilizado desde aquel viaje a Escocia en el que había llovido sin parar y en el que habíamos comido fish and chips y escuchado el repiqueteo de la lluvia en la lona. En esa ocasión me había dicho que su hogar estaba allí donde estuviera yo. Los dos habíamos llorado.
A las seis, dado que era demasiado pronto para salir y que ya había inspeccionado toda la casa, empecé a confeccionar la lista de las personas a las que iba a invitar al funeral. Al final me salieron ciento veinte nombres, y me quedé mirándolos desesperada. ¿Cuántas personas cabrían en la capilla del crematorio? ¿Y en la antesala? ¿Tenía que darles de comer y de beber? ¿Debía pedir que leyeran algo o que pronunciaran algún discurso breve? ¿Y la música? ¿Por qué no estaba Greg a mi lado para aconsejarme?
A las ocho me hice un cuenco de gachas -una medida de leche y una de agua, con azúcar de caña generosamente espolvoreado por encima- y una cafetera grande de café bien cargado. Después me lavé y me puse una vieja falda de pana que me llegaba a los tobillos y un jersey azul oscuro, con un agujero en el codo, que Greg me había regalado cuando nos conocimos. Como hacía frío y el cielo estaba encapotado, cogí una trenca y me cubrí el cuello con una bufanda roja. Me había convertido en un fardo de lana y de capas de ropa que picaban.
Kentish Town Road estaba atestada de coches y personas que se dirigían al trabajo. Me subí a un vagón de metro lleno a rebosar que me llevó a Euston, y recorrí a pie la escasa distancia que me separaba del despacho de Greg. Se encontraba en el segundo piso de un bloque de oficinas recién reformado. Se habían mudado allí unos meses antes: al ampliar la empresa se dieron cuenta de que iban a necesitar algo más que tres mesas, tres ordenadores y varios archivadores. Al principio en la empresa sólo trabajaban Joe y Greg; ahora había personas a las que yo no conocía. Necesitaban salas de reunión para recibir a los clientes, cuartos de baño, una máquina de café y un dispensador de agua. Llamé al timbre y Tania me hizo pasar enseguida, me cogió el abrigo y la bufanda, me acercó una silla, me ofreció de manera demasiado obsequiosa un té, un café, galletas, lo que fuera, mientras me contemplaba con sus grandes ojos castaños y movía la cabeza con una mezcla de horror y compasión y su coleta se balanceaba. Parecía un cachorrito, un entusiasta spaniel que intentaba caer bien.
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