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Nicci French: Los Muertos No Hablan

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Nicci French Los Muertos No Hablan

Los Muertos No Hablan: краткое содержание, описание и аннотация

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar. Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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– ¿Para qué piensas en ello? -me preguntó mi madre en tono grave.

La eché de casa y di un portazo tan fuerte cuando salió que varios fragmentos de yeso cayeron al suelo.

– ¿Para qué piensas en ello? -me preguntó Gwen; apoyé la cabeza en la mesa, encima de todos los papeles, y respondí que no lo sabía, que no tenía ni idea.

Pero yo conocía a Greg. El nunca habría… No terminé la frase.

* * *

– Háblame de ella.

– ¿De quién?

Joe me miró con un gesto serio y atento.

– De Milena. ¿Quién era?

– Ellie… -Su tono de voz era cordial-. Ya te lo he dicho. No tengo ni idea. No sabía ni que existía.

– ¿No era una dienta?

Joe y Greg eran socios, tenían su propia empresa. Se supone que los contables son hombres grises y enjutos, con traje y gafas, pero eso no se correspondía con ninguno de ellos dos, desde luego. Joe llamaba mucho la atención y tenía carisma. Las mujeres siempre revoloteaban en torno a él; les atraían sus ojos azules, su amplia sonrisa, su actitud extremadamente atenta. Era bastante guapo, pero Greg y yo comentábamos que el verdadero secreto de su encanto residía en su manera de hacer que la gente se sintiera atractiva, especial. Nos sacaba varios años, andaba por los cuarenta y muchos, por lo que era como un tío, o un hermano mucho mayor. Y Greg… bueno, Greg era Greg. Él decía que, si yo hubiera sabido cómo se ganaba la vida, nunca habría accedido a salir con él. Pero era imposible adivinarlo. Nos conocimos en la fiesta del amigo de otro amigo de ambos y, si yo hubiera tenido que aventurar algo, habría supuesto que era director de televisión, escritor, incluso actor o activista profesional. Tenía un aspecto de pillo algo desaliñado; cierto aire soñador, idealista. Yo era la metódica y práctica; él era entusiasta, desorganizado, infantil. Desde luego, no casaba con la idea que yo tenía de un contable.

– No -repuso Joe-. Lo he revisado todo. Dos veces.

– Tiene que haber una explicación.

– ¿No se te ocurre nada?

Esta vez su voz cordial, que me instaba suavemente a reconocer lo evidente, me hizo estremecer.

– Me habría enterado. -Lo miré de hito en hito-. Y tú también te habrías enterado.

Me puso la mano en el hombro.

– Todo el mundo guarda secretos, Ellie. Los dos sabemos lo adorable y maravilloso que era Greg, pero, al fin y al cabo…

– No -le interrumpí-. Es imposible.

* * *

– ¿Quién era Milena? -pregunté a Fergus.

– No tengo ni idea -respondió-. Te juro que nunca me habló de nadie con ese nombre.

– ¿Alguna vez te comentó…? -Vacilé-. ¿Te dijo alguna vez que… bueno, ya sabes…?

– ¿Que tuviera una amante?

Fergus terminó la frase que yo no podía acabar.

– Sí.

– Greg te adoraba.

– Eso no es lo que te he preguntado.

– Nunca me comentó que tuviera una amante. Ni yo sospeché que la tuviera. Jamás.

– ¿Y ahora?

– ¿Ahora?

– ¿Sospechas que podría haberla tenido?

Él se pasó la mano por el rostro.

– ¿Con sinceridad? No lo sé, Ellie. No sé qué decirte. Ya sabes que estuve en su oficina el día en que murió, con él, trabajando con los ordenadores. Parecía totalmente normal. Me habló de ti. No me dijo nada que me pudiera inducir a sospechar. Pero murió en un accidente de coche junto a una mujer desconocida de la que nadie parece saber nada. ¿Qué explicación se te ocurre a ti?

* * *

La investigación judicial debía celebrarse a las diez de la mañana del martes 15 de octubre, en la oficina del juez de instrucción que quedaba al lado de Hackney Road. Yo tenía que asistir; si quería, podía hacer preguntas a los testigos. También podía acudir con amigos o familiares, si así lo deseaba. La sesión estaba abierta al público y a la prensa. Después de la investigación, la muerte de Greg quedaría registrada, yo podría recoger los formularios pertinentes, el E y el F, y fijar una fecha para el funeral.

Le pedí a Gwen que Mary y ella vinieran conmigo. «A no ser que Mary no encuentre a nadie que se quede con el niño», añadí. Mary tenía un hijo pequeño: le faltaba poco para cumplir un año. Hasta la muerte de Greg, las conversaciones entre nosotras habían girado en torno a los pañales, las primeras sonrisas, los problemas de dentición, las grietas en los pezones y los agobiantes placeres de la maternidad.

– Iremos contigo, por supuesto -respondió Gwen-. Te voy a preparar algo de comer.

– No tengo hambre, y no me he quedado inválida. ¿Todo el mundo cree que había otra mujer?

– No lo sé. No tiene importancia. ¿Qué piensas tú?

¿Qué pensaba? Pensaba que no iba a poder sobrevivir sin él, pensaba que me había abandonado, pensaba que me había traicionado. Sabía, desde luego, que no era el caso. Pensaba, cuando me despertaba por la noche, que iba a escuchar su respiración, a mi lado, en la cama; pensaba cientos de veces al día en cosas que quería decirle; pensaba que ya no podía recordar su rostro pero entonces volvía a verlo, burlón y cariñoso, o abrasado en el momento de la muerte. Pensaba que no tendría que haberse alejado de mi lado y que aquello era culpa suya por haber decidido irse con ella, y pensaba, además, que me iba a volver loca si no descubría quién era aquella mujer, pero que, si lo averiguaba, lo más probable era que también me volviese loca. Loca de pena, de rabia o de celos.

* * *

– Me he enterado de que tenía una amante.

La voz de mi hermana Maria tenía un matiz de solemne compasión. Oí el llanto de su hijo pequeño de fondo.

– Me tengo que ir -dije, y colgué dando un fuerte golpe.

Una amante. Al igual que la muerte, las relaciones extraconyugales las sufrían otras personas, no Greg y yo. Milena Livingstone. ¿Cuántos años tenía? ¿Cuál era su aspecto? Lo único que sabía de ella era que estaba casada y que el marido había identificado su cadáver en el mismo depósito en el que se hallaba Greg. Era posible que la hubieran colocado en la bandeja de encima de él. Así en la vida como en la muerte. Me recorrió un potente escalofrío y sentí náuseas; subí al piso superior, donde tenía el portátil, lo encendí y busqué su nombre en Google. No hay muchas Milenas Livingstone por ahí.

Pinché en el primer resultado de la búsqueda y en la pantalla apareció el anuncio de una empresa, aunque al principio no entendí a qué se dedicaba. Decía que te podías olvidar de todo y que ellos se ocupaban hasta del más mínimo detalle. Locales. Comidas. Fui bajando por la página. Parecía una pretenciosa empresa de catering y organización de eventos para personas con mucho dinero y poco tiempo. Un menú de muestra. Sashimi de atún, lubina marinada en jengibre y lima, fondants de chocolate. Ah, sí, y ahí estaban las personas que organizaban aquello, las responsables.

En la pantalla, dos fotografías me mostraban sendas sonrisas. El rostro de la izquierda era pálido y triangular, lucía un corto cabello rubio oscuro con un sofisticado peinado, una nariz recta y una sonrisa recatada. Aquella mujer parecía atractiva, inteligente, con clase. No era ella. No, era la otra, la de la melena cobriza (teñida, pensé con desdén; seguro que se la echa continuamente hacia atrás con una mano llena de anillos; seguro que hace mohines), pómulos marcados, dientes blancos, ojos grises. Así que se trataba de una mujer mayor que yo. Rica, por lo que se veía. Guapa, pero no con esa clase de belleza en la que yo esperaba que Greg, que tanto se había enamorado de mí, se fijase. Milena Livingstone transmitía una sensación de glamour y sofisticación; tenía las cejas depiladas y una sonrisa de complicidad. Seguro que llevaba las uñas largas y pintadas, y las piernas impecablemente depiladas. Una mujer que gusta a los hombres, pensé. Pero no al mío. A Greg no, desde luego. Sentí una oleada de rabia, apagué el ordenador sin consultar más resultados, entré en el dormitorio y me eché boca abajo en mi lado de la cama. En el exterior había oscurecido; las noches se estaban alargando y los días, acortando.

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