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Nicci French: Los Muertos No Hablan

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Nicci French Los Muertos No Hablan

Los Muertos No Hablan: краткое содержание, описание и аннотация

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar. Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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¿Qué había dicho al marcharse? No me acordaba. Había sido una mañana de lunes como cualquier otra, con un cielo gris y charcos en la acera. ¿Cuándo me había besado por última vez? ¿Había sido en la mejilla o en la boca? Esa misma tarde, pocas horas antes, habíamos tenido una estúpida discusión por teléfono motivada por la hora a la que iba a llegar a casa. ¿Habían sido ésas nuestras últimas palabras? ¿Las típicas frases de una riña, antes del gran silencio? Durante un instante ni siquiera pude recordar su rostro, pero entonces lo vi: el cabello rizado y los ojos oscuros, y la forma en que sonríe. Sonreía. Sus manos fuertes y hábiles, su sólida calidez. Tenía que tratarse de un error.

Me puse en pie, descolgué el teléfono de la pared y marqué su número de móvil. Esperé a oír su voz y, al cabo de unos minutos, al no escucharla, colgué con cuidado y apoyé el rostro en la ventana. Había un gato que avanzaba por el muro del jardín con gran delicadeza. Vi que le brillaban los ojos. Lo observé hasta que desapareció.

Con un tenedor, cogí un poco de arroz de la olla y me lo llevé a la boca. No sabía a nada. A lo mejor debía servirme una copa de whisky. Era lo que hacía la gente cuando se encontraba en estado de shock, y suponía que ése era mi caso. Pero me parecía recordar que no teníamos whisky en casa. Abrí el armario de las bebidas y estudié el interior. Había una botella de ginebra llena en sus tres cuartas partes, otra de Pimm's, pero ésa era una bebida para las tardes ociosas y calurosas del verano, para las que en aquel momento aún faltaba mucho, y una botellita de aguardiente. Hice girar el tapón, di un sorbo para probarlo y sentí el hilillo de fuego en la garganta.

Consumido por las llamas. Consumido por las llamas.

Intenté no imaginar su rostro ardiendo ni su cuerpo quemado. Me presioné con las palmas de las manos las órbitas de los ojos, y hasta el menor ruido desapareció. En la casa reinaba un gran silencio. Todos los sonidos procedían del exterior: el viento entre los árboles, los coches al pasar, los portazos, la gente que llevaba a cabo sus actividades cotidianas.

No sé cuánto tiempo estuve así, pero al fin subí las escaleras, agarrándome a la barandilla y cogiendo fuerzas para pasar de un escalón al siguiente, como una anciana. Me había quedado viuda. ¿Quién me iba a programar el vídeo, quién me iba a ayudar a no acabar el crucigrama de los domingos, quién me iba a dar calor por la noche, a abrazarme y proporcionarme seguridad? Pensé en todo aquello sin sentirlo. Ya en el dormitorio, me quedé inmóvil durante varios minutos, mirando en derredor, y después me dejé caer sobre la cama, en mi lado, cerciorándome de que no invadía el espacio de Greg. Él estaba leyendo un libro de viajes; quería que fuéramos juntos a la India. Según el punto, había llegado más allá de la mitad. Su bata -gris con rayas azules- estaba colgada de un gancho en la puerta. Debajo de la vieja silla de madera se veían unas zapatillas con los talones desgastados, y encima de ella, unos pantalones vaqueros que se había puesto el día anterior junto con un viejo jersey azul. Me acerqué, cogí el jersey y hundí el rostro en aquel conocido olor, parecido al del serrín. Me quité el mío, metí la cabeza por el cuello del suyo y me lo puse. Tenía un agujero en un codo y los puños se estaban deshilachando.

Entré en la pequeña habitación que hay al lado de nuestro dormitorio y que por el momento era una especie de leonera, aunque habíamos planeado reformarla. Estaba llena de cajas de libros y toda clase de objetos que no habíamos llegado a desembalar, aunque hacía más de un año que nos habíamos mudado, y también había una bañera antigua con patas en forma de garra y grifos de latón resquebrajado, que yo había comprado en un anticuario y quería instalar en el cuarto de baño después de restaurarla. Recordé que nos habíamos quedado atascados al subir la bañera por las escaleras, sin poder avanzar ni retroceder y riéndonos sin parar, mientras su madre nos gritaba instrucciones inútiles desde el pasillo.

Su madre. Tenía que llamar a sus padres. Tenía que decirles que su hijo mayor había muerto. Noté que me quedaba sin aliento y tuve que apoyarme en una jamba de la puerta. ¿Cómo se da una noticia así? Volví al dormitorio, me senté de nuevo en la cama y cogí el teléfono de mi mesilla de noche. Tardé un instante en acordarme del número; una vez recordado me costó pulsar las teclas. Los dedos no me respondían.

Esperaba que no contestara su madre, pero lo hizo. Su voz aguda revelaba cierta irritación por recibir una llamada a esas horas.

– Kitty. -Me acerqué mucho el auricular al oído y cerré los ojos-. Soy yo, Ellie. -Ellie, qué…

– Tengo malas noticias -la interrumpí. Y, antes de que ella pudiera tomar aire para hablar, añadí-: Greg ha muerto. -Entonces se produjo un silencio absoluto en el otro extremo, como si hubiera colgado-. ¿Kitty?

– Sí -respondió. Su voz había bajado de volumen; daba la impresión de hallarse muy lejos-. No lo entiendo.

– Greg ha muerto -insistí-. Ha muerto en un accidente de coche. Me acabo de enterar.

– Perdona -me dijo-. ¿Puedes esperar un segundo?

Aguardé; se oyó otra voz en el teléfono, una especie de ladrido hosco y cortante.

– Ellie, soy Paul. ¿Qué ha pasado?

Repetí lo que ya había dicho. Las palabras cada vez parecían menos reales.

Paul Manning soltó una tos breve y nerviosa.

– ¿Dices que ha muerto?

Oí un llanto de fondo.

– Sí.

– Pero sólo tiene treinta y ocho años.

– Ha sido con el coche.

– ¿Un accidente?

– Sí.

– ¿Dónde?

– No lo sé. No recuerdo si me lo han dicho, a lo mejor sí. Me ha costado asimilarlo todo.

Me hizo más preguntas, preguntas detalladas, pero no supe responder a ninguna. Era como si la información pudiera proporcionarle cierta sensación de control.

Después llamé a mis padres. ¿No era eso lo que suponía que debía hacer? Aunque la relación no sea muy estrecha, el orden es ése. Sus padres y luego los míos. Los parientes más cercanos. Pero no respondieron; me acordé de que el lunes era la noche de los concursos en el pub. No iban a volver hasta que cerraran. Apreté la horquilla de colgar y escuché la señal de llamada durante varios segundos. El reloj despertador del lado de la cama de Greg indicaba que eran las 21.13. Faltaban horas para que llegara la mañana. ¿Qué iba a hacer hasta entonces? ¿Debía empezar a llamar a la gente, a darles la noticia en orden de importancia decreciente?

Era lo que se hacía cuando nacía un niño, pero ¿funcionaba igual cuando moría un marido? ¿Y a quién debía contárselo primero? Entonces tuve una idea.

Encontré el número de su casa en la vieja agenda de Greg. El teléfono sonó varias veces; cuatro, cinco, seis. Aquello parecía un juego macabro. Si cogía el teléfono, todavía estaba viva. Si no lo cogía, estaba muerta. O quizás hubiera salido, nada más.

– Hola.

– Oh. -Durante un instante no pude decir nada-. ¿Eres Tania? -pregunté, aunque ya sabía que era ella.

– Sí. ¿Quién es?

– Soy Ellie.

– Hola, Ellie.

Guardó silencio, probablemente esperando que yo dijese algo más. Respiré hondo y volví a pronunciar aquellas palabras sin sentido:

– Greg ha muerto. En un accidente. -Interrumpí las expresiones de horror que me llegaban desde el otro lado de la línea-. Bueno, te he llamado porque pensaba que a lo mejor ibas con él. En el coche.

– ¿Yo?¿Por qué?

– Había otra persona. Una mujer. Y supuse que sería alguien de la oficina, así que creí que…

– ¿Han muerto los dos?

– Sí.

– Cielo santo.

– Ya.

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