– Ellie, es tremendo. Dios mío, no me hago a la idea. Me he quedado tan…
– ¿Tienes idea de quién podría ser, Tania?
– No.
– ¿No se marchó con alguien? -insistí-. ¿Ni había quedado con nadie?
– No. Se fue a las cinco y media, más o menos. Sólo sé que antes comentó que, por una vez, iba a llegar a casa a una hora decente.
– ¿Dijo si iba a venir directamente a casa?
– Es lo que supuse. Pero, Ellie…
– ¿Qué?
– Eso no tiene por qué significar lo que estás pensando.
– ¿Y qué estoy pensando?
– Nada. Oye, si puedo hacer algo, lo que sea, sólo tienes…
– Gracias -repuse, y le colgué.
¿Qué era lo que estaba pensando? ¿Qué era lo que aquello no significaba? No lo sabía. Sólo sabía que en la calle hacía frío, que el tiempo discurría con gran lentitud y que no podía hacer nada para que avanzara más deprisa. Bajé al piso inferior y me senté en el sofá del salón, con las rodillas metidas en el jersey de Greg. Esperé a que se hiciera de día.
El ruido del periódico al caer sobre el suelo y después, al cabo de unos segundos, el de un fajo de correspondencia que atravesaba la ranura del buzón y que caía en el felpudo me recordaron que había un mundo allí fuera, y que quería entrar en mi casa. En breve tendría cosas que hacer, obligaciones que cumplir, responsabilidades, ritos religiosos que observar. Pero antes volví a llamar a Tania.
– Lo siento -le dije-. Quería hablar contigo antes de que te fueras al trabajo.
– Llevo toda la noche pensando en ello -me confesó-. Apenas he dormido. No me lo puedo creer.
– Cuando llegues, ¿puedes mirar con quién tenía que reunirse Greg ayer?
– Estuvo durante todo el día en la oficina; después se marchó a casa.
– A lo mejor se pasó a ver a un cliente a la vuelta, o fue a recoger algo. Si pudieras echar un vistazo a su agenda…
– Lo que quieras, Ellie -dijo Tania-, pero no sé qué tengo que buscar.
– Pregunta a Joe si Greg le comentó algo ayer.
– Joe no vino a la oficina. Tenía una cita.
– Era una mujer.
– Sí, ya lo sé. Haré lo que pueda.
Le di las gracias y colgué. El teléfono sonó enseguida. El padre de Greg tenía varias preguntas que hacerme. Me habló en un tono formal y ensayado, como si las hubiera escrito antes de llamar. No pude responder ninguna de ellas. Ya le había contado todo lo que sabía. Me dijo que Kitty no había dormido en toda la noche, y me pregunté si intentaba dejar claro quién estaba sufriendo más. Cuando la conversación terminó tuve la sensación de haber suspendido un examen. No estaba haciendo lo que se supone que hace una esposa. Una viuda. La palabra casi me hizo reír. No era un término para gente como yo. Le correspondía a ancianas con pañuelos en la cabeza que arrastran carritos de la compra, mujeres que habían previsto la viudedad, que se habían preparado para ella y que la habían aceptado.
Reviví mentalmente el momento en que la agente de policía me había dado la noticia, ese momento de transición. Constituía una línea que dividía mi vida, y después de ella todo sería distinto. No tenía hambre ni sed, pero decidí que debía comer algo. Entré en la cocina y la visión de la cazadora de cuero de Greg, doblada encima de una de las sillas, me produjo un impacto tan fuerte que prácticamente me quedé sin respiración. Solía quejarme de que la dejara ahí. ¿Por qué no la colgaba en una percha, donde no estorbase? Ahora me agaché e intenté percibir su olor en ella. Habría muchos momentos así. Mientras me preparaba el café se sucedieron varios más. El café era brasileño, de la clase que él elegía siempre. La taza que saqué del armario procedía de la tienda de regalos de una central nuclear; Greg la había comprado en plan de broma. Cuando abrí la puerta de la nevera me sobrevino un bombardeo de recuerdos, de cosas que él había comprado, de cosas que yo le había comprado: lo que le gustaba, lo que detestaba.
Me di cuenta de que la casa estaba casi como él la había dejado al marcharse, pero cada vez que yo hacía algo, cada vez que abría una puerta, que utilizaba o movía cualquier cosa, borraba su presencia, lo mataba un poquito más. Por otro lado, ¿qué importancia tenía aquello? Ya estaba muerto. Cogí la cazadora y la colgué de la percha del vestíbulo, aquello que siempre le había insistido que hiciera.
Allí estaba mi móvil, sobre una estantería, y vi que me había llegado un mensaje de texto; era de Greg, y durante un instante tuve la sensación de que alguien me había cogido el corazón con las dos manos y lo había retorcido como si fuera un paño. Con dedos torpes, lo abrí. Me lo había mandado el día anterior, poco después de que me enfadara con él porque se iba a quedar en la oficina más tiempo del prometido, y no era muy largo: «Perdón perdón perdón perdón perdón. Soy un idiota». Me quedé mirando el mensaje y me llevé el móvil a la mejilla, como si aún quedara algo de él en aquel texto y ese algo pudiera entrar en mí.
Cogí el café, su agenda, la mía y un cuaderno, y me puse a pensar en las llamadas que había que hacer. Me acordé de inmediato de la fiesta que habíamos organizado ese año, entre su cumpleaños y el mío. Las mismas agendas, la misma mesa y, en gran medida, el mismo tipo de decisiones. ¿A quién había que invitar sí o sí? ¿A quién nos apetecía? ¿A quién no nos apetecía? Si invitábamos a X, teníamos que invitar a Y. Si invitábamos a A, no podíamos invitar a B.
Tuve la sensación de que la cabeza no me funcionaba bien, de que tenía que anotarlo todo para no olvidar a nadie ni llamar dos veces a la misma persona. Debía intentar contactar con algunos amigos íntimos antes de que salieran a trabajar. Lo primero, sin embargo, era volver a llamar a mis padres; temía esa llamada pero sabía que a esa hora de la mañana los dos estarían en casa.
Respondió mi padre, que llamó inmediatamente a mi madre, y ambos se pusieron al teléfono. Empezaron a hablarme de un amigo de ambos: ¿me acordaba de Tony, al que le acababan de diagnosticar una diabetes debida a que comía demasiado?, ¿verdad que era ridículo, y no era increíble que la gente no pudiese controlarse? Yo intenté interrumpirlos varias veces y al fin conseguí introducir un sonoro «¡Por favor!» entre dos frases, y se lo solté todo.
Se produjo un repentino estallido de emoción y después de preguntas. ¿Cuándo había sucedido? ¿Estaba bien? ¿Necesitaba ayuda? ¿Quería que mi madre viniera enseguida? ¿Quería que vinieran los dos? ¿Se lo había dicho a mi hermana, o lo hacía ella? Y la tía Caroline, ¿debía saberlo? Les respondí que ahora no podía hablar, que les llamaría más tarde, pero que en ese momento tenía llamadas y cosas que hacer. Al colgar el teléfono pensé precisamente en eso. ¿Cuáles eran las cosas que tenía que hacer? Había que firmar el certificado de defunción. Había que leer el testamento. Un funeral. ¿Tenía que encargarme yo o aquello sucedía de forma automática?
Era el turno de hablar con Joe, socio de Greg y su mejor amigo. Pero me saltó el contestador, y no podía soportar la idea de darle la noticia así. Me imaginé su rostro al enterarse, sus ojos azulísimos; él sí sería capaz de derramar las lágrimas que yo todavía parecía incapaz de derramar. Tendría que ser Tania quien se lo contara, y no yo. Pensé que en cualquier caso ella estaría encantada; acababa de entrar en la empresa y adoraba a Joe, como una niña adora a una estrella de cine.
Repasé la agenda de Greg y la mía y confeccioné una lista de cuarenta y tres personas. Era un grupo más reducido que el que había asistido a nuestra fiesta. En esa ocasión habíamos invitado a mucha gente a la que no habíamos visto desde la fiesta del año anterior, a algunos vecinos, a personas con las que cada vez teníamos menos contacto. Estos últimos se enterarían a través de otros, o cuando me llamaran; es posible que algunos no llegaran a saberlo nunca. De vez en cuando se preguntarían qué habría sido de los buenos de Greg y Ellie y pasarían a otro tema.
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