Nicci French - Los Muertos No Hablan

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar.
Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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– La verdad es que resultaría casi imposible…

– ¿El qué?

– Matar a dos personas y que pareciera un accidente.

– Creí que se refería a Frances Shaw.

– Ya llegaremos a Frances. Estaba pensando en el coche. ¿Cómo podría haberlo preparado? ¿Manipulando los frenos, como en las películas?

– ¿Cómo se manipulan los frenos? -pregunté-. En cualquier caso, eso no serviría de nada en Londres. No se puede matar a dos personas que circulan a cuarenta o cincuenta kilómetros por hora. Al menos, no es un método muy fiable.

– Sí, eso tiene sentido -confirmó Ramsay-. ¿Cómo podría lograrse?

Rompí la promesa que había hecho y me obligué a pensar de nuevo en aquel acontecimiento, como tantas veces había hecho.

– Tendrían que haber estado muertos antes -deduje-. Y después llevarlos en coche a un lugar tranquilo…

– Como Portón Way -apuntó Ramsay.

– Es un sitio perfecto. Allí se puede precipitar el coche por el terraplén, prenderle fuego y marcharse.

– Y asegurarse de que no se dejan huellas. Y que no se le cae a uno nada.

– ¿Cree que me habría dejado la bufanda si hubiera cometido el asesinato?

– Se sorprendería de las cosas que la gente se deja en las escenas del crimen. Dientes postizos. Piernas de madera. Seguro que no hará falta, señora Falkner, pero si se ve obligada a defenderse, yo no insistiría en que el hecho de que usted se dejara pruebas en el lugar de los hechos demuestre que no estuvo allí.

– Pero sí que estuve. Fui después.

– Claro que el caso de Frances Shaw es muy distinto. Se encontraron huellas de su presencia por toda la escena del crimen, incluso en el cadáver.

– Yo trabajaba ahí -argumenté-, y saqué el cadáver de donde se hallaba. Quería cerciorarme de que estaba muerta.

– Para eso están los servicios de emergencia -observó Ramsay-, Para reanimar a las personas que nos pueden parecer totalmente muertos a los civiles como usted y como yo.

– Lo estaba.

– Creo que esa cuestión ya se ha discutido. Lo que estoy diciendo es que no cabe duda de que usted estuvo ahí, aunque abandonara el lugar. Pero mientras que usted sí tenía motivos evidentes para matar a su marido y a la amante de éste, aunque no pudo haber cometido el asesinato, no tenía motivo alguno para matar a Frances Shaw, ¿verdad?

Se produjo un silencio; yo no sabía qué decir. Me pregunté si él disponía de alguna información, si esperaba pillarme otra vez. Si había pruebas que me inculpaban -todavía más-, lo mejor era que las ofreciera yo. Y ése era el momento de darlas. Durante un instante pensé: «¿Por qué no?». Tenía la sensación de que me estaban acorralando, de que todo iba a salir mal. Podía rendirme. ¿Qué pasaba si me culpaban a mí, si me juzgaban y me encarcelaban? ¿Importaba algo? Pero no fui capaz. No se me ocurrieron las palabras con que expresarlo.

– Nos llevábamos bien -dije-. Ella me consideraba su amiga y me sentía culpable por engañarla. Quise contárselo todo, pero…

– Entonces, ¿mantiene la versión de que no sabía nada de la amante de su marido, y que no tenía ningún problema con Frances Shaw?

– Yo no he dicho que no existiera ningún problema.

– Ninguno que pudiera llevar a un acto violento, me refiero.

– Por supuesto que no.

– Pero sí acusa al marido de Frances de haber mantenido una relación con la amante de su esposo.

– Sé que tuvo una relación con ella; y Milena no era la amante de Greg. Y Frances también tuvo una aventura, no lo olvide.

– Ya. -Se frotó un lado de la nariz-. Se da cuenta por qué andamos tan perdidos, ¿verdad? El problema es que nos vemos obligados a demostrar lo que no ha sucedido: que una persona no sabía algo, que tampoco tenía un motivo. No soy lo bastante inteligente para eso. Un cuchillo con sangre y huellas dactilares. Mejor si ha quedado registrado en un circuito cerrado de televisión. Así es como me gustan a mí las cosas. -Miró en derredor-. ¿Fabrica también muebles nuevos?

– Alguna vez, para entretenerme. Son más caros que los muebles antiguos.

Pareció decepcionado.

– Con mi sueldo no me puedo permitir ni unos ni otros. Continuaré yendo a Ikea. -Se calló y pareció recordar algo-. No va á seguir con sus jueguecitos, ¿verdad?

– ¿Qué juegos?

– Suplantar la identidad de otro.

– No.

– Con que lo haya hecho una vez nos basta.

– Tengo una coartada.

– Ah, es verdad. Por lo visto tendremos que investigarla.

Le hablé de la entrega que había realizado el día de la muerte de Greg. Incluso entré en casa, encontré el nombre del bufete de abogados y le escribí la dirección y el teléfono.

– Puede verificarlo usted mismo.

– Eso haré -repuso.

Capítulo 30

La visita del inspector jefe Ramsay, el lunes por la mañana, no se pareció en absoluto a la anterior. Incluso su forma de pulsar el timbre fue distinta, más insistente e inflexible. Lo acompañaba un colega más joven, incómodo en su uniforme nuevo y reluciente, como si Ramsay necesitara a alguien que lo protegiera de cualquier atisbo de flirteo, de informalidad, de trato de favor. No hubo ninguna campechana propuesta de observarme mientras trabajaba. Insistió en pasar al salón, donde me sentí fuera de lugar con la ropa de trabajo polvorienta y maloliente. Lo peor de todo fue su gesto impenetrable, con la mirada casi vidriosa, como si no nos conociéramos, como si me estuviera juzgando por la primera impresión y ésta no fuera favorable. Cuando les ofrecí un té empezó a hablar como si no me hubiera oído.

– He pensado que le interesaría saber una cosa. Mandamos un agente a Pike and Woodhead para que comprobara su coartada. Desgraciadamente, no tenían el resguardo.

Se calló y me miró con una expresión pétrea e insondable, como si esperara que me justificara.

– Lamento que haya perdido el tiempo -me disculpé-. Recuerdo que lo firmé, pero han debido de tirarlo.

– No, no lo tiraron -prosiguió Ramsay-. Pero una persona se nos adelantó, lo pidió y se lo llevó.

– ¿Quién?

– Usted.

Se me nubló la vista momentáneamente y vi unas motitas doradas, como sucede cuando uno mira al sol sin querer. Me vi obligada a sentarme. Me quedé sin habla. Tuve que realizar un esfuerzo ímprobo para decir.

– ¿Por qué afirma usted que fui yo?

– ¿Me lo pregunta en serio? -inquirió Ramsay. Se sacó la libreta-. Nuestro agente ha hablado con un gerente de la oficina. Un tal Hatch. Éste consultó el archivo y vio que el papel no estaba, pero apareció una nota en la que se decía que se lo había llevado la señora Falkner. Usted.

Durante un vertiginoso instante consideré la posibilidad de que realmente me hubiera presentado en la oficina, de que hubiera pedido el documento y de que después hubiera borrado el recuerdo. Quizá la locura consistía en eso. A lo mejor eso lo explicaba todo. Una parte de mi mente había descubierto la infidelidad de Greg, había sido responsable de otras cosas terribles y las había ocultado detrás de una pared mental. ¿Acaso no había oído hablar de ello? ¿De personas que sufrían traumas mentales y que los enterraban para no tener que enfrentarse a las consecuencias? ¿De personas que habían cometido crímenes, que los habían olvidado y que se creían realmente inocentes? Casi habría sido un alivio reconocer esa posibilidad, pero me negué.

– ¿Dónde está? -añadió Ramsay.

– No lo tengo -respondí-. No fui yo.

– No insista -me dijo él. Levantó la mano: las yemas de su índice y de su pulgar casi se tocaban, como si sostuviera una cerilla invisible-. Me falta esto, esto, para detenerla ahora mismo. Señora Falkner, creo que no se hace cargo del lío en el que está metida. Entorpecer las labores judiciales no es como cruzar la calle cuando sale el hombrecito rojo. A los jueces no les hace ni pizca de gracia. Lo consideran una especie de traición y dictan penas de cárcel sorprendentemente largas. ¿Lo entiende?

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