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Nicci French: Los Muertos No Hablan

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Nicci French Los Muertos No Hablan

Los Muertos No Hablan: краткое содержание, описание и аннотация

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar. Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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Miré las ramas. Sí, se distinguían con mayor nitidez recortadas contra aquel cielo grisáceo.

Capítulo 31

Me encontraba en el sofá del salón de Fergus. Jemma había salido de casa por primera vez desde el nacimiento de Ruby para tomar un café con una amiga en la misma calle, a cien metros de distancia, pero me dejó instrucciones suficientes para una semana. Yo traje cruasanes y zumo de naranja recién exprimido para Fergus. Había peleles de bebé en todos los radiadores, tarjetas de felicitación y flores en todas las superficies y un cochecito en una esquina. A mis pies estaba el moisés de Ruby, con un sedoso nidito de mantas de ganchillo, pero yo había cogido a la niña en brazos con la cabecita apoyada en el codo y su pequeño cuerpo muy pegado a mí. Tenía los ojos cerrados y los labios se le hinchaban un poco cada vez que respiraba. Sentí la necesidad de contemplar su arrugado rostro de anciana, de oler su aliento de almizcle, de notar que su mano me agarraba con firmeza el dedo corazón, como si supiera que podía confiar en mí.

Fergus y yo estuvimos charlando sobre las noches sin dormir, las uñas minúsculas, el color de los ojos, las manchas de nacimiento, la forma de su nariz respingona y de sus orejas.

– ¿A quién se parece? -me preguntó él.

– A ti no -respondí, observando sus rasgos-. Pero tiene la nariz y la boca de Jemma.

– Todo el mundo lo dice.

– A lo mejor el mentón es tuyo -observé dubitativa, porque daba la impresión de que él quería que hallara un parecido.

– No. El mentón es el del padre de Jemma -repuso él. Le sonreí: el bueno de Fergus, el mejor amigo de Greg, el padre de mi ahijada.

– Esto era lo que necesitaba -afirmé.

– ¿Estás bien, Ellie? Pareces… no sé, muy pensativa. Un poco apagada.

– No es mi intención. Estoy bien. Cansada. No he dormido mucho. La verdad es que he venido para deciros que creo que voy a marcharme una temporada. He estado un poco desquiciada, ¿verdad? Ya me encuentro más tranquila.

– ¿Sí?

– Eso creo. Son las fases del duelo.

– Si puedo hacer algo…

– Ya lo has hecho.

– Qué época tan espantosa has pasado. Le volví a sonreír y miré al bebé que sostenía en brazos. -Ha aparecido una luz en medio de la oscuridad. Una nueva vida entre tanta muerte.

* * *

No tardaría en oscurecer de nuevo. Tanta oscuridad y tan poca luz. Me dirigí a casa de Gwen y me invitó a pasar. Daniel estaba con ella: llevaba el delantal de rayas de mi amiga y estaba cubierto de harina.

– Ha decidido hacer pasta -anunció Gwen con orgullo.

Fuimos a la cocina. Habia harina en el suelo, en las encimeras y en la mesa. Vi varios cuencos llenos de masa pegajosa en el fregadero y unas perchas de las que pendían unas largas cintas de una sustancia viscosa y que estaban colgadas en los respaldos de varias sillas. Dos enormes olías de agua hervían en los fogones y llenaban de vapor la estancia.

– ¿Quieres comer con nosotros? -inquirió Gwen.

– No. Pero estoy segura de que estará riquísimo.

– Tómate al menos un té.

– Vale, pero después tengo que irme.

– ¿Estás muy liada?

– Mentalmente, sí.

Daniel cogió una cinta flácida de masa y la echó al agua hirviendo.

– Gwen, ¿necesitas el coche?

– Que yo sepa, no. Sólo lo utilizo si no puedo evitarlo. A veces no lo uso durante semanas. Estoy pensando en venderlo.

– Y si lo necesita, puede utilizar el mío -intervino Daniel mientras lanzaba otra cinta a la olla y se echaba hacia atrás al ver que el agua se desbordaba-. Esto no tiene el aspecto que imaginaba. Se están deshaciendo.

– ¿Me lo puedes dejar? Mi seguro me cubre con cualquier coche. Pensaba marcharme.

– ¿Adónde?

– No lo sé. Sólo serán unos días.

– Pero estamos en Navidad.

– Por eso.

– No te vayas sola. Quédate aquí en casa. Parecía a punto de echarse a llorar.

– Eres un cielo, pero necesito irme ya. No estaré fuera mucho tiempo. Seguro que lo entiendes.

– Mientras no olvides que siempre…

– Lo sé. Nunca lo he olvidado.

– Claro que puedes llevarte el coche. Cógelo ahora mismo.

– ¿De verdad?

– Desde luego.

– Lo cuidaré muy bien.

* * *

Volví en el coche de Gwen, lo aparqué frente a la puerta del jardín y entré en la casa, que estaba muy vacía, muy silenciosa, muy triste. Deambulé de un cuarto a otro, pasando el dedo por las estanterías para recoger el polvo. Al regresar de a donde fuera que iba la pondría a la venta.

Me detuve en el gélido salón y corrí las cortinas. Decidí encender la chimenea para animarlo. En la cesta había algunos trozos de madera pequeños y unas bolas de papel muy prietas. Habíamos adquirido la costumbre de hacerlas con sobres usados, cartas desechadas, folios. A Greg le preocupaba que alguien suplantase nuestra identidad y decía que aquello era mejor que comprar una trituradora.

Cogí un saco de carbón del cobertizo y me puse manos a la obra, aunque prácticamente era la primera vez que acometía esa tarea: siempre se había ocupado Greg. Yo me encargaba de la comida y él de la chimenea. Coloqué varios papeles en el hogar, encima de ellos construí una pirámide de leña, encendí una cerilla y acerqué la llama a una de las bolas de papel. La madera seca prendió enseguida e inmediatamente noté el reconfortante calor en el rostro. Me senté con las piernas cruzadas delante del fuego; empecé a tirar bolitas a las llamas y a ver cómo se consumían. Algunas de ellas las alisé y las leí. Los artículos de periódicos de seis meses de antigüedad parecen más interesantes cuando estás a punto de quemarlos. Casi todo eran sobres viejos e inservibles o cartas en las que nos ofrecían préstamos o en las que se nos informaba de que habíamos ganado un premio. Pensé que aquéllos eran los últimos vestigios de la vida cotidiana de Greg que quedaban en casa, esa basura que nos rodea a todos. Estaba a punto de lanzar otra bola a las llamas cuando algo me llamó la atención.

Sólo eran unas letras escritas a mano en el margen de un papel, pero me resultaban familiares y no sabía por qué. Lo alisé y lo extendí.

Aparecía el membrete de la empresa -Gestoría Foreman y Manning- pero, por encima, con aquella caligrafía florida, se leía: «Ya te llamaré para hablar de esto. Milena Livingstone». Debajo del membrete, en otra tinta, había un nombre repetido una y otra vez: «Marjorie Sutton, Marjorie Sutton, Marjorie Sutton…». Unas veinte firmas que llenaban la hoja.

Me senté en el suelo y me quedé mirando de hito en hito lo que tenía entre las manos. ¿Qué significaba aquello? La letra del mensaje era la de Milena. De eso no cabía duda. Después del tiempo que había pasado en su oficina, la conocía tan bien como la mía. Y aparecía en un folio de la oficina de Greg en el que estaba escrito el nombre de ella. Eso era lo que había estado buscando durante tanto tiempo: el vínculo. Pero mi confusión era mayor que nunca. ¿Por qué se repetía tantas veces el nombre de Marjorie Sutton? ¿Y por qué aparecía ahí?

Intenté hacer memoria. Cavilé con tanta intensidad que acabó por dolerme la cabeza. Consulté uno de los periódicos. Llevaba la fecha del día de la muerte de Greg. Sí, eso era. Era el papel sobrante de la limpieza que yo había hecho aquel día, justo antes de que llamaran a la puerta, antes de que me cambiara la vida. Había tenido en mis manos el vínculo entre Greg y Milena el día de su muerte, antes de que me la comunicasen, quizás incluso cuando él aún seguía con vida. Antes de que supiera de la existencia de Marjorie Sutton, de que supiera de la existencia de Milena, de que conociera su letra. Contemplé el papel arrugado. De pronto me pareció algo frágil, como si fuera a deshacerse y ese vínculo fuese a perderse para siempre.

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