Nicci French - Los Muertos No Hablan

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar.
Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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– Eso me han dicho.

– Usted llevaba el cinturón de seguridad -añadió-, pero el señor Foreman no. Supongo que eso implica algún tipo de moraleja.

– Me alegra que se pueda aprender algo. ¿La investigación está cerrada? -Más o menos.

Me obligué a pensar. Tenía la cabeza embotada.

– Debía de tener algún cómplice -dije-. ¿Quién se llevó el recibo del despacho de abogados? La mujer que suplantó mi identidad. Fue Tania, ¿verdad?

– Ya hemos interrogado a la señorita Lucas.

– ¿Ha confesado?

– ¿Confesar? -repitió Ramsay-. Ha reconocido que realizó ciertos encargos que él le encomendó.

– Encargos delictivos.

– Ella afirma que no sospechaba que estuviera cometiendo un delito.

– Pero suplantó mi identidad.

– Insiste en que debe de haberse producido un malentendido.

– Ni de coña -protesté-. Si eran amantes…

Ramsay tosió.

– De eso no tenemos pruebas, aunque tampoco sería relevante. Sólo demostraría que ella acataba sus órdenes ciegamente.

– ¿Ciegamente? -repuse-. ¿Quiere usted decir que es una mujer débil? Es decir, ¿que no la van a acusar de ser cómplice de asesinato, de entorpecer la acción de la justicia?

– Hemos abierto un expediente, pero no estamos seguros de poder conseguir que la declaren culpable.

– ¿Y la empresa?

– Ha sido intervenida y se van a investigar ciertas irregularidades.

– O sea, que Joe robaba a los clientes. Estaba metido hasta el cuello.

– Es una idea con la que trabajamos -concedió Ramsay.

– ¿Y se supone que Tania tampoco estaba al corriente de eso?

Él se encogió de hombros por toda respuesta. Lo cual constituía una respuesta.

– Espero que por lo menos reconozcan que Joe asesinó a Frances.

– Sí, eso sí. Creemos que la señora Shaw sabía, o al menos sospechaba, lo que él había hecho, y que iba a delatarlo.

– Tiene sentido -dije al recordar la agitación de Frances, su sentimiento de culpa, lo poco que le había faltado para confesármelo. Si lo hubiera hecho, ahora no estaría muerta-. Estaba claro que algo la atormentaba.

Ramsay me miró con aire sombrío durante un minuto y después se volvió hacia la ventana. Había una paloma malherida en el otro lado del cristal, y miraba el interior con ojos brillantes.

– ¿Y las muertes de Milena y Greg? -inquirí-. ¿Reconocen también que Joe los mató?

– Hemos vuelto a abrir el caso.

– No parece estarme muy agradecido.

– Su papel en la investigación ha sido un tanto ambiguo -contestó-, aunque, a su debido tiempo…

– ¿Se refería a eso al decir que la investigación no estaba cerrada?

– ¿Eso he dicho?

– Más o menos, ha dicho.

Él se quedó callado; parecía inquieto, incómodo.

– Cuando se produjo este accidente, o poco antes -afirmó-, usted había empezado a albergar sospechas con respecto a la participación del señor Foreman en el caso.

De pronto me sentí amenazada.

– ¿A qué se refiere?

– Lo que quiero decir, señora Falkner -añadió con voz pausada, como si le hablara a un niño- es que parto del supuesto de que usted sospechaba del señor Foreman, que él se dio cuenta de esas sospechas y que quizás hubiera un forcejeo mientras usted conducía. A lo mejor él intentó hacerse con el volante. Y entonces se estrellaron. Por accidente.

Cavilé durante un instante.

– No lo recuerdo. No recuerdo nada del accidente. Se me ha borrado de la memoria. ¿Supone eso un problema?

– En absoluto -respondió el inspector jefe Ramsay-. No se preocupe.

Capítulo 33

Me acerqué andando a casa de Fergus con la caja entre las manos. Era temprano, un amanecer tenue empezaba a distinguirse por encima de los tejados. Incluso ahí, en las calles de Londres, los pájaros cantaban a mi alrededor. En ese momento de la mañana parecía que habían subido el volumen. Vi un mirlo en la rama de un árbol, su cuello palpitante.

Fergus me esperaba. Abrió la puerta antes de que llamara y salió para acompañarme; me dio un beso en ambas mejillas y esbozó una pequeña sonrisa.

– ¿Listo? -pregunté.

– Listo.

No hablamos. Al cabo de unos veinte minutos abandonamos la calle y entramos en Hampstead Heath; avanzamos por los senderos vacíos hasta llegar a la parte silvestre. Dejamos de ver los brillos de la ciudad bajo la tenue luz del sol y de oír el ruido del tráfico. Me acordé de otro amanecer en que había paseado por ahí: era invierno, y había ido sola, a hablar con Greg. Debajo de las ramas de un roble me volví hacia Fergus.

– Todo empezó así -le conté-: sonó el despertador, él pasó el brazo por encima de mi lado de la cama para apagarlo, me dio un beso en la boca y me dijo: «Buenos días, preciosa, ¿has tenido dulces sueños?»; yo farfullé algo ininteligible y él no entendió nada. Se levantó, se puso la bata y me dejó aún algo adormilada. Bajó al piso de abajo, nos preparó el té y me subió el mío en la taza de rayas, cosa que hacía siempre, todas las mañanas. Me contempló con una media sonrisa al tiempo que yo me esforzaba por incorporarme. Se dio una ducha rápida. Mientras se duchaba cantó una canción a voz en cuello, tarareando las partes que no se sabía. Era The Long and Winding Road.

»Por las mañanas siempre íbamos un poco acelerados, y aquélla no fue distinta. Se vistió, se cepilló los dientes, no se molestó en afeitarse y bajó al piso inferior, y yo le seguí, todavía en pijama. Él nunca tenía tiempo de desayunar tranquilamente. Iba de un lado a otro preparando café, leyendo algunos titulares, buscando una carpeta que necesitaba. Entonces llegó el correo. Oímos el ruido que produjo al caer en el suelo y él fue a buscarlo. Lo abrió de pie y fue tirando la propaganda sobre la mesa. Llegó al sobre que contenía las firmas de Marjorie Sutton, o, más bien, los ensayos de Joe. Leyó el mensaje escrito a mano por Milena. No entendió lo que tenía delante; se quedó estupefacto. Dejó el papel en la mesa, junto al resto de correspondencia desechada, porque llegaba tarde y tenía prisa. La última vez que lo vi tenía un trozo de tostada, un poco quemada, entre los labios; salió corriendo por la puerta con las llaves en una mano y el maletín en la otra.

»Se dirigió a la oficina, adonde llegó sobre las nueve. Preparó una cafetera para Tania y para él, después revisó las cartas y el correo electrónico, y respondió a los mensajes. Joe no estaba: le había dejado una nota a Tania diciendo que iba a ver a un cliente. Entonces apareciste tú para ayudar en la instalación del nuevo software. Greg se sentó en la mesa, meciendo las piernas, y te habló del tratamiento de fecundación in vitro al que me iba a someter. Te dijo que estaba seguro de que iba a salir bien. Siempre tan optimista, ¿verdad? Luego tuvo una reunión con una de sus clientas, Angela Crewe, que quería constituir un fondo fiduciario para su nieto. Después hizo cinco llamadas de teléfono, otra cafetera y se comió dos galletas dulces de mantequilla, que eran sus preferidas. Las guardaba en la lata que tenía unos girasoles en la tapa.

«Salió a comer contigo al pequeño restaurante italiano que queda detrás de la oficina, y pidió unos espaguetis con almejas, que no se terminó, y para beber un vaso de agua del grifo, porque acababa de llegar a la conclusión de que el agua embotellada era inmoral. Seguramente te lo contó.

– Efectivamente -confirmó Fergus.

– También hablasteis de vuestros maratones y comparasteis vuestros tiempos. Tú volviste al trabajo; él entró en su despacho y cerró la puerta. Sonó el teléfono; era Milena. Le preguntó si había recibido la carta que contenía la hoja con las firmas y él respondió que sí. Ella dijo que estaba segura de que un hombre inteligente como él debía de haber comprendido lo que aquello suponía y Greg replicó, cortante, que él no funcionaba a base de sospechas ni de suposiciones y colgó.

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