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Nicci French: Los Muertos No Hablan

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Nicci French Los Muertos No Hablan

Los Muertos No Hablan: краткое содержание, описание и аннотация

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar. Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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Él me miró fijamente, pero no dijo nada.

– Sólo quería conocer la verdad -concluí.

– Pues ahora ya la conoces -respondió en voz baja.

– ¿Aquí es donde piensas hacerlo? -le pregunté-. La pobre Ellie. No ha podido resistirlo. Ha sido incapaz de vivir sin su marido. Pero se te olvida una cosa.

– ¿El qué?

– Que nada me importa ya -respondí mientras pisaba el acelerador a fondo.

Los neumáticos chirriaron ruidosamente y el coche salió despedido hacia delante.

En esta ocasión no se me caló. Oí un grito pero no entendí lo que él me decía. En cualquier caso, yo estaba soñando, me encontraba en un coche con el hombre en quien Greg había confiado, al que había querido hasta que dejó de fiarse de él. Sesenta kilómetros por hora. Ochenta. Cien. Nos salimos de la calzada.

Me llegó un alarido y no supe si era el rugido de terror de Joe o una voz en mi cabeza o el sonido de los neumáticos en la áspera calzada; por un momento recordé que el coche que estaba a punto de destrozar era de Gwen, y después todo dejó de ser rápido y ruidoso y violento, y se convirtió en lento, silencioso, tranquilo. Y ya no estábamos en invierno, en un día dominado por la oscuridad y el hielo; hacía buen tiempo. Una tarde estival, fresca, templada, de esas que parecen una bendición, llenas de flores y de pájaros cantando. Y al fin lo vi -ay, había esperado tanto tiempo-: se acercaba a mí atravesando la hierba con una sonrisa indescriptible en el rostro, ese rostro tan querido y tan familiar. La sonrisa que sólo me dedicaba a mí. Cuánto te he echado de menos, le dije, quise decirle. Te he echado de menos una barbaridad. Y quise preguntarle si lo había hecho bien, si estaba orgulloso de mí. Y contarle que lo quería, que lo quería muchísimo. Que nunca dejaría de quererlo.

Al fin me abrazó, me rodeó con su sólida calidez. Y al fin pude cerrar los ojos y descansar, porque había llegado al final, a casa.

Capítulo 32

Estar muerta no resultaba muy agradable, no tanto como debiera. Algunas partes del cuerpo me dolían y otras las notaba pegajosas y otras se me doblaban formando ángulos diversos y algo me tapaba la cara y a mi alrededor había un insistente ruido eléctrico que no cesaba. Lo veía todo borroso y muy lejano, y cada vez se desdibujaba más. Noté algo ahí fuera, unas presencias cerca de mí y unas manos que me tocaban, voces. Me movieron con brusquedad. ¿No sabían que era frágil? ¿Que estaba rota por dentro? Intenté protestar para que me dejaran sola y poder dormir, pero me metieron a la fuerza una cosa por la boca y fui incapaz de hablar. Noté un aire frío en la piel y después volví a estar a cubierto y me siguieron zarandeando. Me gritaron unas palabras al oído y no las reconocí, pero después sí las distinguí. Era mi nombre. ¿Cómo lo sabían? Entonces me sumí en una oscuridad sin miedo ni arrepentimientos. No me dormí: aquello era un estado de inexistencia sin sueños ni pensamientos.

No me desperté de esa nada. Me fui instalando poco a poco en una semiconciencia febril en la que a veces veía rostros a mi alrededor, borrosos y tenues, como la llama de una vela. Algunos los reconocí: Mary, Fergus, Gwen. Intenté pedirle disculpas por lo del coche pero tenía la boca llena de algo y no me salían las palabras. En determinado momento abrí los ojos y vi a un policía encima de mí. Ramsay. Al principio no estaba muy segura de que fuera real. Le farfullé no sé qué; luego se marchó y se me olvidó qué le había dicho.

La señal de mi gradual regreso a la vida, a la realidad, fue que me empezaron a doler casi todas las partes del cuerpo. En ese período en el que aún no distinguía apenas el día de la noche, la vigilia del sueño, apareció un médico que se sentó al lado de mi cama y me dirigió unas palabras lentas y pacientes. Me habló de fracturas y costillas rotas y del bazo perforado y de las operaciones y de una recuperación gradual y de la paciencia y del tesón. Cuando terminó hizo una pausa, como si esperara alguna pregunta por mi parte. Me costó un esfuerzo ímprobo.

– Joe -musité.

– ¿Qué? -preguntó el médico.

– En el coche -insistí.

Su rostro adoptó un gesto de tristeza profesional. Empezó a decir que habían intentado reanimarlo y que desgraciadamente no lo habían conseguido y que habían aguardado a que yo tuviera fuerzas suficientes para sobrellevar la conmoción.

Una mañana noté por primera vez que me despertaba de verdad y que no me quedaba en los márgenes de la conciencia. Al lado de la ventana había un hombre que miraba a través de ella. Sólo alcanzaba a ver su silueta recortada frente a la luminosidad del cielo. Cuando se dio la vuelta y me di cuenta de que era Silvio, la sorpresa fue tan grande que me invadieron el cansancio y el mareo.

– Una vista increíble.

– ¿Qué haces aquí? -le pregunté.

Él se aproximó a la cama.

– Te he traído flores, pero no me dejan meterlas en la habitación. Creen que son peligrosas. No sé si es que transmiten enfermedades o que a las enfermeras les estorban. A lo mejor se las querían llevar ellos.

– Te agradezco la intención.

– Las he regalado, he ido a la tienda de la esquina y he comprado unos arándanos y unas fresas. No sé si te gustan esas cosas.

– Sí.

– Los voy a meter en un cuenco o algo. -Levantó la tapa de un plato que había en la mesilla, junto a la cama-. ¿Esto qué es?

– Creo que mi comida.

– Es una pasta gris.

– Debajo hay algo de pescado.

Noté su peso en la cama cuando se sentó en el borde y me ofreció los arándanos. Cogí un par, me los llevé a la boca y mastiqué: sentí cómo me explotaban en la lengua.

– Buenísimos -declaré.

– Muy sanos -añadió Silvio- No sé quién me dijo que, si comes unos cuantos cada día, nunca tienes cáncer. Ni ninguna enfermedad.

– ¿Me puedes dar un poco de agua? Ahí hay una jarra.

Me la sirvió en un vaso de plástico. Di un par de sorbos. Estaba caliente y sabía a rancio. Pero me la bebí y le devolví el vaso.

– ¿Lo sabes todo? -me preguntó.

– No sé nada.

– ¿Y lo que le ha ocurrido al tipo que iba contigo en el coche?

– Ha muerto.

– La policía dice que has sobrevivido de chiripa. Ha salido en los periódicos. He visto una foto del coche. No sé cómo has podido salir de ésta.

– Yo no salí, me sacaron. ¿Y tú cómo te has enterado de dónde estoy?

– Me he dedicado a lo mismo que tú -adujo-. A ir haciendo de detective.

– Yo no me he dedicado a hacer de detective -protesté-. Casi todo lo que he descubierto ha sido por error.

– Pareces una científica de ésas.

– No sé de qué hablas.

– En el instituto he estudiado Historia de la Ciencia. Hay muchas científicas que investigan y que llevan a cabo experimentos importantes y al final llegan los hombres, realizan el último descubrimiento y se llevan todos los honores.

– ¿Qué descubrimiento?

– Tú has ido por ahí removiendo las cosas y creando problemas.

– Sí, supongo que sí. ¿Y tú?

– ¿Yo?

– ¿Estás bien? -pregunté.

Pareció azorado; se sonrojó, se dio la vuelta y volvió a mirar por la ventana.

– Sí. Eso creo.

– Siento todo lo que ha pasado.

– Gracias -musitó.

– Toma un arándano.

Se metió varios en la boca. Uno se le abrió en el labio, donde le dejó una mancha oscura. Tenía el aspecto de un niño de diez años, enfadado, avergonzado y muy confundido. No cabía duda de que Milena había dejado huella en el mundo que había abandonado.

* * *

El inspector jefe Ramsay vino a verme otra vez:

– Ha tenido suerte de sobrevivir a ese accidente -declaró.

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