Nicci French - Los Muertos No Hablan

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar.
Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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En cierta ocasión vi un documental en el que aparecía una cría de foca dentro de una pequeña cavidad en la capa de hielo del Ártico. Por encima, en el mundo exterior, la temperatura era de cincuenta grados bajo cero, pero en esa cavidad se estaba caliente, al menos para una cría de foca. También debía de sentirse a salvo. Pero no era así. A kilómetros de distancia, una osa que buscaba desesperadamente alimento para su cachorro había detectado el olor de la cría de foca subterránea y cavaba en la nieve y en el hielo para llegar a ella.

Más o menos así me sentí cuando el inspector jefe Stuart Ramsay vino a verme al cobertizo donde trabajaba. Aquello estaba mal. Precisamente iba a aquel lugar para simular que las personas como él no existían.

– Estaba trabajando -le dije.

– No pasa nada -repuso-. Por mí, continúe.

– Vale.

Seguí lijando mientras él deambulaba por allí, iba cogiendo herramientas y, de tanto en tanto, me miraba con un gesto de perplejidad, como si yo estuviera haciendo algo extremadamente exótico.

– ¿En qué trabaja?

– Es un arcón que Greg y yo encontramos en un contenedor hace meses. Le dije que lo iba a restaurar para que lo pusieran en la oficina. Es muy bonito: mire las tallas de la tapa. Después de su muerte pensé que no merecía la pena, pero ahora he decidido que lo voy a hacer, después de todo. A Joe le gustará.

Ramsay cogió un bote de plástico y olió el contenido. Torció el gesto.

– ¿Esto qué es? -inquirió.

– Es cola -respondí-. Una de esas cosas que los adolescentes esnifan y por las que terminan en el hospital. Dejó el bote.

– Mi abuela detestaba los muebles antiguos. Decía que no le gustaba nada sentarse en la misma silla que había usado un muerto.

– Es una forma de verlo.

– Cuando la gente se casaba, se suponía que tenían que comprar bonitos muebles nuevos. Esa era la tradición de la época. -Se arrodilló delante de una de las sillas que yo había desmontado-. En aquel tiempo algo como esto habría acabado en una hoguera.

– Supongo que no habrá venido para hacerme un encargo -le solté-, así que dígame qué hace aquí.

– Estoy de su parte, señora Falkner. Puede que no lo crea, pero así es.

– No era ésa la impresión que tenía.

– Es que no lo ha puesto fácil para que alguien se ponga de su parte.

– Usted es policía -objeté-. Su función no es ponerse del lado de nadie. Su función es investigar y descubrir la verdad.

Él miró con desconfianza mi mesa de trabajo y después se apoyó en ella, medio sentado.

– En realidad no he venido aquí -dijo. Se miró el reloj-. He acabado de trabajar hace media hora. Estoy volviendo a casa.

– ¿Quiere un té? ¿Una copa?

– Mi mujer ya me espera en casa con una copa. Seguramente un vino blanco frío.

– Qué bien -observé-. Entonces, si no está de servicio…

– Sólo quería avisarla de que las cosas pueden complicarse un poco.

– ¿Por qué quiere avisarme? ¿Y por qué se van a complicar?

– Para mí es evidente que todo es una estupidez. Usted… bueno, cuesta incluso decirlo, pero lo voy a hacer en cualquier caso. Es más que evidente que usted no está implicada en la muerte de su marido, ¿verdad?

Yo había seguido utilizando intermitentemente la lija, pero en ese momento la dejé y me incorporé.

– ¿Espera que le diga que no?

– Usted ha ido por ahí actuando como si fuera sospechosa pero, pese a todo, no tiene sentido.

– No tiene sentido porque no es verdad.

– Nosotros no nos basamos en la verdad. Nos basamos en las pruebas. Aun así… La muerte de su marido se consideró un accidente. Fue usted quien empezó a proclamar a los cuatro vientos que no lo había sido. He intentado convencerme de que esa afirmación era una forma de despistar, de contar la verdad para que pareciera mentira, pero no lo creo. Además, no sólo afirmó que no sabía nada de la infidelidad de su marido, sino que se puso como una… Bueno, no paró de dar la lata con que todo era un error, que no eran amantes. Incluso cuando halló pruebas de lo contrario.

– Pero esas pruebas no son válidas.

– Las pruebas siempre plantean dudas.

– Aquí no hay dudas -repuse-. Imposible.

Él empezó a mecerse encima de la mesa.

– ¿De verdad no sabía nada de esa relación? -preguntó-. Antes de la muerte, me refiero.

– No creo que mantuviera ninguna relación.

– ¿Se pelearon el día en que murió?

– No.

Se levantó, cruzó la estancia y miró por la ventana.

– ¿Hace falta un permiso de obras para construir un cobertizo como éste?

– No.

– Ah, interesante.

– ¿Tiene eso alguna relevancia?

– He estado pensando en comprarme uno. Para poder escaparme de casa. Volviendo a lo que hablábamos, se habrá percatado de que le estoy haciendo estas preguntas de manera informal, de que esto no es una declaración oficial. Si no, habría parecido que intentaba tenderle una trampa.

– ¿Por qué?

– He estado hablando con varias personas. -Se sacó una libreta del bolsillo y echó un vistazo a varias páginas-. Incluyendo a gente de la oficina de su marido. El señor Kelly, por ejemplo, que ese día estaba en el despacho, llevando a cabo una actualización de software. Me contó que a primera hora de la tarde del día de la muerte, oyó que su esposo discutía por teléfono con alguien que el señor Kelly dedujo que era usted. Quizá no lo fuera.

– ¿Fergus ha dicho eso?

– Sí.

– Tiene razón. Era yo.

– Me acaba de decir que no habían discutido.

– No fue una discusión importante.

– ¿Y a qué se debió?

– A una tontería. -Ramsay no dijo nada. Quería que yo siguiera hablando-. Iba a llegar tarde a casa.

– ¿Discutieron por eso?

– Todas nuestras discusiones eran por bobadas. ¡Pero si todavía tengo el mensaje de texto que me mandó después!

Cogí el móvil y busqué uno de los mensajes que había sido incapaz de borrar. Se lo tendí. El sacó con ciertas dificultades del bolsillo de la chaqueta unas gafas para ver de cerca y se las puso.

– «Perdón perdón perdón perdón perdón. Soy un idiota.» Cuántas disculpas. ¿Le importa que me lo lleve?

– Es mi móvil. Lo necesito.

– Se lo devolveremos. Mientras tanto, existen los teléfonos de prepago.

– ¿Para qué lo quiere?

Se metió el aparato en el bolsillo.

– Un cínico aduciría que su marido no explica por qué se disculpa. Podría disculparse por haber sido infiel.

– No lo fue.

– Seguramente no.

– El vino se le estará calentando.

– Yo no soy un cínico -aseguró-. Estoy de su parte. Ya sé que se ha empeñado en parecer culpable, pero no lo ha hecho lo suficientemente bien. El accidente de su marido y de Milena Livingstone… eso no podría haberlo hecho usted sola.

– Sola… ¿por qué?

– No, por nada. Además, ¿con quién iba a hacerlo? También he hablado con el marido de ella. El viudo. La palabra «viudo» no se suele emplear mucho, ¿verdad? Nunca he sabido muy bien por qué. No me pareció una persona capaz de planear un asesinato, sino más bien un hombre tolerante. Ya me entiende.

– Si me está preguntando si yo tampoco creo que él matara a su mujer, así es.

– Ni a su marido.

– Tampoco.

– Pero también está Frances Shaw.

– ¡Yo no maté a Frances!

– Sólo estoy haciendo de abogado del diablo, elaborando la teoría que podría presentar una persona hostil. El hecho de que usted trabajara en la empresa dirigida por la amante de su esposo podría considerarse una coincidencia desafortunada.

– No se trataba de una coincidencia -objeté-. Y ella no era su amante. Yo trabajaba allí para demostrarlo. O para descubrir la verdad.

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