Por las noches me acostaba tan agotada por la actividad frenética y por todas mis evasiones desesperadas que me quedaba dormida como si me hubieran dado un ladrillazo en la cabeza. Si soñaba, no recuerdo con qué. No estaba precisamente exultante, pero sí centrada, como un soldado que se dirige a una batalla o que huye de ella.
* * *
Un jueves, a media mañana, sonó el teléfono cuando estaba a punto de entrar en el cobertizo. Decidí no cogerlo pero, en cuanto colgaron, empezó a sonar mi móvil. Antes de responder consulté el identificador de llamadas, por si acaso era alguien a quien intentaba borrar de mi mente.
– Hola, Fergus.
Él empezó a hablar atropelladamente. No entendí muchas palabras, pero sí el contenido. Ya era madrina. Al colgar entré en la cocina y me senté un rato. En el exterior, el cielo había adoptado una tenue tonalidad blanca, como si fuera a nevar. La casa estaba en silencio; el día que me esperaba parecía largo y vacío. Me miré las manos, entrelazadas sobre la mesa, y me dije que debía levantarme enseguida, ir al cobertizo, abordar el trabajo que había planeado para ese día. Me pesaban las piernas. Me costó un esfuerzo enorme ponerme en pie.
El teléfono volvió a sonar. Era el inspector jefe Stuart Ramsay -volvió a decir su nombre completo, como si yo hubiera podido olvidarlo-, y me preguntó si podía acercarme a la comisaría.
– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué ha cambiado? ¿Qué ha sucedido? -Escuché un fuerte resoplido en el otro extremo de la línea, pero antes de que pudiera responder lo interrumpí-: No, no se preocupe. Iré. ¿Cuándo?
– ¿Ahora? ¿Quiere que mande un coche a buscarla?
– No, ya voy yo. Puedo llegar dentro de media hora. ¿Le parece bien?
* * *
Ramsay tenía mi declaración delante de él y parecía cansado. No me ofreció un té y apenas levantó la vista.
– ¿Hay algo que no nos contara en su testimonio? -preguntó al fin.
Repasé mentalmente aquellas largas entrevistas, la de Kentish Town y la de Stockwell. Me había ido por las ramas, me había repetido, había repetido las repeticiones, había divagado y me había ido por la tangente, había incluido información irrelevante. ¿Me había dejado algo?
– Creo que no -declaré al cabo de un rato.
– No se precipite.
– No, no me he precipitado. Creo que se lo conté todo. El removió los papeles y torció el gesto. -Dígame una cosa, por favor: ¿fue usted al lugar donde su marido sufrió el accidente?
– No creo que fuera un accidente.
– Le estoy haciendo una pregunta. Es muy sencilla. ¿Ha estado allí?
– ¿Cómo lo sabe?
Alzó la cabeza y me lanzó una mirada penetrante.
– ¿Acaso no debería saberlo?
– ¿Por qué me lo pregunta ahora?
– Responda a la pregunta.
– Sí, estuve allí.
– ¿Y por qué decidió no contárnoslo?
– No me pareció relevante.
– ¿Esto es suyo?
Sacó una bolsa transparente del cajón y la sostuvo ante mí: mi bufanda.
– Sí.
– Tiene sangre. ¿De quién puede ser?
– Mía.
– ¿Suya?
– Sí. Me corté, la cosa no tiene más misterio. Fui porque quería ver el lugar donde Greg había muerto. Se trató de algo estrictamente personal.
– ¿Cuándo?
– ¿Que cuándo fui?
– Eso es.
– No lo recuerdo exactamente. Fue hace mucho. No, sí lo sé. El día antes del funeral, que se celebró el 24 de octubre, así que debió de ser el 23.
Anotó la fecha y la miró detenidamente.
– ¿Está segura?
– Sí.
– ¿Y fue sola?
– Sí.
– ¿Y le dijo a alguien que iba a ir?
– No. Era algo que tenía que hacer por mí misma.
– ¿Y después le contó a alguien que había ido?
– No, creo que no. No, seguro que no.
– ¿Por qué no?
– Ya le he dicho que se trataba de algo personal.
– Pero tendrá usted amigos íntimos, amigos en los que confía.
– Sí.
– Y aquello debió de ser una experiencia muy emotiva.
– Hacía frío y todo estaba mojado -dije al recordar cómo había resbalado por la pendiente.
– ¿Y no le parece un poco extraño que no le contara a nadie algo así?
– No es extraño. Al día siguiente se celebraba el funeral, tenía muchas cosas en que pensar.
– Ya. Entonces, nadie puede confirmar su versión, ¿no?
– No es una versión, es la verdad. Y no, no hay nadie que la pueda confirmar, pero es que no creo que haga falta confirmarla. ¿Por qué tiene tanta importancia?
En el preciso instante en que pronuncié esas palabras me di cuenta de por qué le atribuía tanta importancia. Abrí la boca, pero no pude decir nada. Me quedé mirándolo fijamente y él me sostuvo la mirada, implacable.
– Es curioso que no lo mencionara -insistió.
– ¿Lo dices en serio? -preguntó Gwen-. Pero ¿a qué juegan?
Intenté que bajara un poco la voz, pero ella no estaba por la labor. Yo acababa de llegar a lo que Fergus había calificado como fiesta de presentación de la niña con un peto minúsculo y un gorrito. Al comprarlos me habían parecido ridículamente pequeños, como si fuera ropa de muñeca, pero cuando miré el interior de la cuna me di cuenta de que eran demasiado grandes.
– Bueno, ya crecerá y le vendrán bien -dije-. Algún día.
– La hemos llamado Ruby -anunció Jemma.
– Qué bien -observé-. Es un nombre precioso.
– La verdad es que parece el nombre de una bailarina de una embarcación fluvial de Nueva Orleans -objetó Fergus.
– No seas bobo -replicó Jemma, que cogió a Ruby y le dijo que no iba a permitir que ese hombre tan malo dijera cosas tan feas de ella.
Hablaba en un tono de voz que nunca le había escuchado a un adulto. Evidentemente, tendría que acostumbrarme a él en el transcurso de los años siguientes. Jemma se empeñó en que yo también cogiera a la niña. Le explicó que yo era su madrina y que teníamos que conocernos enseguida. Con gran sensatez, Ruby dormía profundamente mientras Jemma me enseñaba las diminutas uñas de sus manos y las uñas, igualmente diminutas, de los pies. Entonces se despertó, Jemma la volvió a tomar en sus brazos y consiguió que comiera, cosa que le produjo una gran satisfacción.
Entré en la cocina, donde Gwen preparaba té. Mary había llevado una tarta y estaba sacando platos y tazas sin dejar de vigilar atentamente a Robin, que dormía plácidamente en su sillita para el coche, en la esquina. Hasta entonces había pensado que era minúsculo, pero ahora, comparado con Ruby, el niño resultaba enorme, como hecho a otra escala. Todavía me sentía un poco incómoda con Gwen después de haber suplantado su identidad y demás, pero me sobrepuse y le conté las novedades, como siempre habíamos hecho. Ella se mostró muy sorprendida, pero en ese preciso instante Joe apareció y se unió a nosotras. Aquello parecía la reunión de una sociedad secreta.
– Estoy huyendo de Bebelandia -nos anunció-. No es que no me parezca preciosa. Es muy dulce, ¿verdad?
Todos nos mostramos de acuerdo en ese punto.
– Claro que todos los padres están convencidos de que su hijo es el bebé más guapo del mundo -prosiguió Joe-. Recuerdo que dije algo parecido cuando nació Becky. -Cogió un trozo de tarta antes de que Mary pudiera impedírselo. Dio un mordisco y siguió hablando, mientras las migas le caían por encima-: La diferencia es que, en mi caso, tenía razón.
– Ya -respondió Mary, y me di cuenta de que iba a soltarnos un discurso de por qué Robin era el mejor.
– Volviendo a lo que decíamos -intervino Gwen con gran celeridad-: Ellie tiene que hacer algo para que la policía deje de molestarla.
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