Nicci French - Los Muertos No Hablan

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar.
Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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– Tiene usted razón -acepté-. Merezco un castigo. No me voy a defender.

– Lo tiene más que merecido, joder -me soltó Ramsay-. Y no nos haga ese papelito ridículo porque no va a funcionar. Es posible que presentemos cargos, y no únicamente por haberse comportado como una idiota. Tengo que consultarlo con ciertas personas. Lo pensaremos. Mientras tanto, denos todas las pruebas de que disponga. La ropa que llevaba puesta sería útil.

– Seguramente la habré lavado.

– No sé por qué no me sorprende.

– ¿Qué llevaba usted una chaqueta o un abrigo? -intervino la inspectora Bosworth, que hasta entonces no había dicho nada.

– Una chaqueta -respondí-. No la he lavado.

– ¿Y zapatos? -añadió.

– Sí; tampoco los he limpiado.

– Cuando vuelva usted a su casa -señaló Ramsay-, un agente la acompañará para llevarse todos los objetos que puedan ser relevantes en la investigación.

– Entonces ¿me puedo marchar?

– Hasta que cambiemos de idea -respondió él-. Aunque antes nos va a hacer la madre de todas las declaraciones.

– ¿No lo he hecho ya?

Él negó con la cabeza.

– Acaba usted de empezar.

– Bueno, la verdad es que supone un alivio -confesé con un suspiro- no ser la única que está llevando a cabo una investigación.

Ramsay me miró, después miró al inspector Carter, y después otra vez a mí.

– ¿Eso era una investigación? Hay que joderse.

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Capítulo 27

Las primeras navidades que pasé junto a Greg nos escapamos de nuestras familias y nos fuimos de excursión por el distrito de los Lagos. Supe que estaba enamorada de él -no, que lo amaba-, cuando en la cima del monte Great Gable sacó de la mochila un minúsculo budín de Navidad y se empeñó en que nos lo comiéramos. Lo recuerdo con gran nitidez: el día borrascoso, frío y gris, la roca a la que nos subimos y desde la que se divisaba todo el paisaje vacío, el viento que le metía el cabello en los ojos y le enrojecía las mejillas, las sabrosas migas en mi boca, su mano caliente en mi mano fría, la gratificante sensación de que aquél era mi sitio, de que estaba en casa, aunque nos encontráramos en las montañas y lejos de todo. Pese a todo lo que había sucedido, ese recuerdo seguía intacto, no había perdido su fuerza

Las navidades siguientes las pasamos con Fergus y Jemma; Fergus y yo habíamos guisado un ganso y Greg insistió en preparar lo que él aseguraba que eran unos cócteles de champán sin dejar de cantar a grito pelado ni de llenar la casa con su alegría achispada. El año anterior nos habíamos quedado en casa y plantamos un arbolito en un extremo del jardín que después trasplantamos. Antes aborrecía la Navidad; con Greg había aprendido a disfrutarla. Ahora la volvía a aborrecer. Al cabo de diez días me despertaría sola en aquella casa, que también parecía ir cuesta abajo (la calefacción fallaba, lo que implicaba que casi todos los radiadores estaban muertos y el agua, como mucho, salía tibia; en la nevera no dejaba de formarse hielo, que se extendía en forma de cristalitos por el suelo de la cocina; tenía una ventana rota y no me había decidido a arreglarla; la puerta de un armario se empezaba a salir de los goznes, como si estuviera borracha). Normalmente se me da bien reparar cosas -de los dos, yo siempre había sido la más práctica y eficiente-, pero durante las últimas semanas había sido incapaz de sacar energía para ocuparme de la casa, y había dedicado todas mis dotes organizativas a Frances y a Profesionales de la Fiesta.

Pero ahora iba a organizar mi vida. Eso ya me lo había propuesto antes, pero en esta ocasión iba en serio. Después de varias semanas de claustrofóbica oscuridad y locura, tenía que empezar de cero. Tenía que mirar hacia delante, no hacia atrás, porque lo que había detrás y a mi alrededor era demasiado aterrador e inexplicable. Me lancé a ordenar el caos físico en que se hallaba sumida mi vida. Empezaba todos los días a las seis de la mañana, cuando en la calle todavía reinaba la oscuridad más penetrante. Purgué los radiadores y noté cómo volvían a la vida; llamé a un ingeniero térmico para que cambiara el ventilador del calefactor; arreglé la puerta del armario, descongelé la nevera y quité el hielo acumulado de varios meses; medí la ventana rota y compré un cristal nuevo, que después coloqué sintiéndome de lo más competente. Pinté de blanco las paredes de la cocina y de gris pálido las de mi dormitorio. Compré alfombrillas de baño nuevas.

Tiré todas las latas y botes que habían caducado. Llené la nevera de comida sana, y comía como Dios manda todos los días (para desayunar, yogur, tostadas y mermelada o gachas preparadas con la misma cantidad de leche y agua; para comer, un plato de pasta con aceite de oliva y parmesano o una ensalada; para cenar, pollo o pescado con una copa de vino). Iba a la piscina todas las mañanas y hacía cincuenta largos. Me compré unos vaqueros nuevos y una rebeca gris.

Fui al cine con Gwen y Daniel. Revisé el libro de contabilidad y mandé las facturas que no había cobrado. Hice una lista del trabajo que tenía pendiente y confeccioné un horario que colgué del tablón de la cocina. Puse un radiador eléctrico en el cobertizo y me encerré en él al menos ocho horas todos los días para llegar a las fechas de entrega y compensar las promesas incumplidas de los meses anteriores. Cambié las patas de un aparador estilo reina Ana, lijé y barnicé una mesa de palisandro, puse una tapa nueva a un rayado pupitre escolar que, evidentemente, tenía valor sentimental para el dueño. Incluso publiqué un anuncio en el periódico local para divulgar mis servicios, y me presenté en los establecimientos de las inmediaciones con tarjetas comerciales. Iba de tiendas a última hora y compré un gorrito y un peto minúsculo para mi futura ahijada, y dos bufandas preciosas como regalos de Navidad para Gwen y Mary. Llamé a mis padres para decirles que no pasaría con ellos el día 25, pero que podía ir a verlos el 26. A mi madre le compré un jarrón de cristal y a mi padre, un libro sobre plantas de interior. Mandar felicitaciones navideñas me pareció ya excesivo, y las que me llegaron las dejé en un montón en el alféizar de la cocina para no verme obligada a leer docenas de mensajes de condolencia detrás de imágenes de petirrojos, vírgenes y pavos chistosos.

Tampoco leí el periódico, para no ver ningún artículo sobre Frances. No encendí el televisor por el mismo motivo.

Hice caso omiso del mensaje que Johnny me había dejado en el contestador, y tampoco respondí la larga y colérica carta que me pasó por debajo de la puerta.

Tampoco investigué las llamadas perdidas del móvil, aunque sospechaba que podían ser de David.

Ni volví a la terapeuta, aunque me había dejado muy claro que pensaba que me resultaría útil, incluso necesario.

Tampoco acepté la propuesta de Gwen, Mary, Fergus y Joe de hablar sobre lo que había sucedido, ni les conté con demasiado detalle cómo me había tratado la policía, sobre todo durante la segunda entrevista que había mantenido en Stockwell: la mezcla de incredulidad creciente y rechazo moral. Intenté mirar hacia delante, seguir hacia delante, y el único modo en que sabía hacerlo era poniéndome anteojeras para no ver lo que tenía a los lados y por detrás.

No me permití imaginar a Frances tendida debajo de la mesa con esos ojos ciegos que me contemplaban.

No repetí a todo aquel con quien me cruzaba que Greg no conocía a Milena. Entendí al fin que el pasado era pasado, que no podía aspirar a comprenderlo.

No lloré.

Enrollé las dos tablas formando unos tubos muy finos, los doblé por la mitad y los tiré a la basura, junto a las ralladuras de zanahoria y las bolsas de té. Entregué el menú a la policía, que no pareció muy interesada, ni siquiera cuando señalé que habían alterado la jota para que pareciera una ge.

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