Nicci French - Los Muertos No Hablan

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar.
Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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– ¿Qué se traen ahora entre manos? -preguntó Joe, enarcando las cejas y sonriéndome.

Sin duda intentaba que no me sintiera tan mal por el lío que había ocasionado, y trataba de convertirlo en una especie de broma de la que todos pudiéramos reírnos.

Así que Gwen tuvo que contar a todos y cada uno de los presentes mi último encuentro con la policía. Me produjo cierta vergüenza volver a ser el centro de atención. Habían tenido que mostrarme compasión al quedarme viuda, que escuchar mis peroratas sobre la inocencia de Greg y que encajar mis actividades fraudulentas. Y la protagonista siempre había sido yo; los demás habían desempeñado un papel secundario y sus preocupaciones no habían contado.

– Tendrías que habernos pedido que te acompañáramos -protestó Mary-. No quiero ni pensar en que has ido sola. Ha debido de ser horrible.

– Ya habéis hecho suficiente, todos vosotros. Además, debía enfrentarme a ello sola.

– Lo que me parece un escándalo -intervino Joe- es que consideren sospechoso ir a ver el lugar donde murió tu marido. ¿Cómo no ibas a ir? Habría sido más raro que no lo hubieras hecho.

– ¿De verdad crees que sospechan? -preguntó Gwen-. ¿De qué, por amor de Dios?

– Me da la impresión de que los saco de quicio -respondí mientras miraba a Gwen-. Como a vosotros. En cualquier caso, no me extraña.

Escuché un murmullo unánime y quedo: claro que no les sacaba de quicio, y no tenía de qué preocuparme.

– Una cosa -apuntó Gwen-, ¿no has pensado que igual deberías asesorarte? Legalmente, me refiero.

– ¿Un abogado? -Fergus acababa de entrar en la sala con un plato de galletas-. ¿Para qué?

– Bueno -explicó Gwen lenta y cautelosamente-, si le han preguntado a Ellie si fue a ver el lugar del accidente, y también si la acompañaba alguien que pudiera corroborar sus palabras… -Se volvió hacia mí-. Me resulta espantoso decirlo pero, al fin y al cabo, has sido tú la que ha insistido tanto en que la muerte de Greg no se había producido como ellos creían, que era inexplicable. Y da la impresión de que ellos piensan que…

Pero se calló, incapaz de decirlo en voz alta.

– Que yo estoy involucrada -terminé la frase por ella-. Sí. Que quería vengarme de mi marido y de su supuesta amante… Bueno, ¿me vais a preguntar si tengo coartada?

– No, claro que no -respondió Mary en un tono asombrado.

– Ya, ya sé que nunca llegaréis a ese punto -continué-. Pero tengo una, más o menos. -Intenté recordar aquel día con la mayor precisión posible. La terrible noticia había supuesto un golpe tan devastador que parecía que se había borrado todo lo sucedido con anterioridad. Pero me acordaba-. Había tenido un buen día, por raro que suene. Había estado trabajando en una silla georgiana preciosa. Tardé más de lo que esperaba, así que tuve que coger un taxi para llevarla a la empresa que me había hecho el encargo. Era un bufete de abogados que queda justo al lado de la plaza de Lincoln's Inn Fields. Sé qué hora era puesto que tenía mucha prisa por llegar antes de que cerraran. Creo que faltaban un par de minutos para que dieran las seis. Cuando dejé la silla tuve que firmar un recibo para que quedara constancia de la entrega. En él puse la fecha y la hora. Así que no pude haber estado en el este de Londres manipulando el coche de mi marido, si era eso lo que había que hacer. Ya está. Esos son todos los datos.

Se produjo otro silencio incómodo.

– Pero ¿por qué se han molestado en inspeccionar el lugar del accidente?

– Es verdad -intervino Mary-. Fue un accidente. Estuvimos en la investigación judicial.

– Quién sabe -respondí-. Mis torpezas han causado tantos problemas que la policía ya no sabe qué pensar. No me importa. Para mí el tema está cerrado. Voy a dedicarme a lo que tendría que haber hecho hace mucho: poner mi vida en orden, portarme bien y trabajar en algo útil.

Y eso hice. Al menos, empecé. Ayudé a llevar la tarta al centro de la fiesta en honor a la niña. Cogí a Ruby, que parecía borracha después de la toma, como una anciana alucinada con la mirada perdida y una burbuja de leche en el labio inferior, y la sostuve con mucho miedo de que se me cayera. Le di el meñique para que lo agarrara y le apoyé la cara en mi cuello; olía a serrín y a mostaza. Luego se la pasé a otro para que la arrullara y me marché.

El día anterior, un hombre me había dejado seis sillas de comedor en casa. Llevaban años en su cobertizo y se había olvidado de ellas. ¿Podía arreglarlas? Sí. Podía decapar la superficie utilizando lana de alambre y aguarrás. Podía cambiar los listones rotos y equilibrar las patas para que no bailaran. Podía pedir que tapizaran los asientos, y después lijar y pulir las superficies. Le había presentado un presupuesto con la cantidad necesaria para comprar un coche de segunda mano decente, y le había parecido estupendo. A mí también me había parecido estupendo. Esas sillas me iban a procurar varios días de trabajo complicado, enrevesado, sucio, ruidoso, solitario, precioso, gratificante. Me brindaban la posibilidad de ser feliz. Bueno, quizá no de ser feliz, pero sí de olvidarme de mí misma, un lugar al que huir, o eso pensaba.

* * *

Si hubiera sabido quién era, ni se me habría ocurrido coger el teléfono. Acababa de salir del cobertizo para prepararme un té y me pilló desprevenida. Levanté el auricular de forma automática, sin pensar que podría ser alguien a quien quería evitar; cuando oí su voz me quedé tan atónita que me derramé té hirviendo sobre la muñeca y se me cayó la taza, que se hizo añicos en el suelo. Me quedé mirando el aparato, pensando en colgar y encerrarme en el cobertizo, donde nadie pudiera localizarme.

– Hola.

La voz era fría y monocorde; ni tan siquiera ahora iba a mostrar sus emociones. Lo imaginé al otro lado de la línea: el cabello oscuro con algunas canas, la ropa impecable y las manos cuidadas, ese aire lánguido de regocijo algo desdeñoso y, sobre todo, esa actitud vigilante.

– David -dije al fin, intentando que mí voz sonara como la suya-. ¿Qué quieres?

– Voy a ir al grano. -Soltó una risita que no expresaba ninguna alegría-. Quiero verte.

– ¿Por qué?

– No creo que haga falta preguntarlo. Hay ciertos temas que necesito aclarar.

– No voy a contarte nada que no le haya dicho ya a la policía.

– Pues yo sí quiero decirte ciertas cosas. Y preferiría que no fuera por teléfono.

– No me apetece ir a tu casa.

– Ya me lo imagino. -Al fin percibí un torrente de rabia en su voz-. ¿Voy yo a la tuya?

– No, eso tampoco me apetece.

– Eleanor, tengo una coartada irrefutable. -Pronunció mi nombre con cierto énfasis, para recordarme que había sido una impostora-. Si crees que soy un asesino, no te preocupes por eso.

– No estoy preocupada -repuse, aunque claro que había pensado que él había asesinado a Frances, y no me había resultado difícil visualizar la escena: era un hombre frío, inteligente, despiadado, no un ser indeciso y con conciencia.

Sin embargo, el motivo de que no quisiera invitarlo a casa no era el miedo sino un rechazo instintivo y profundo a la idea de que entrara con sus mocasines lustrosos en mi mundo destartalado e impregnado de la presencia de Greg.

– Podemos vernos en mi club. Hay salas privadas.

– No. En la calle, en un lugar público.

– Muy bien. El puente de Blackfriars. En el extremo norte. Dentro de una hora.

– Está lloviendo -alegué tontamente.

– No me digas. Llevaré un paraguas.

Colgué y puse la muñeca debajo del grifo de agua fría durante varios minutos, hasta que se me quedó insensible. Pensé en quitarme la ropa de trabajo pero no lo hice. Al fin y al cabo, ya no tenía que fingir ser quien no era. Busqué un paraguas en el chiscón de debajo de la escalera pero sólo encontré uno con la varilla rota y que no se abría del todo. No me quedaría más remedio que mojarme.

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