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Nicci French: Los Muertos No Hablan

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Nicci French Los Muertos No Hablan

Los Muertos No Hablan: краткое содержание, описание и аннотация

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar. Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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* * *

Llegué empapada y helada, oliendo a pegamento y con unos pantalones de lona llenos de manchas de pintura debajo de un impermeable que chorreaba. David estaba sequísimo debajo de su paraguas negro y enorme.

Me detuve a cierta distancia de él en la acera desierta y lo saludé con una breve inclinación de cabeza. Su espléndido abrigo de pelo de camello me resultaba familiar, así como los zapatos marrones que brillaban como castañas maduras. No habría podido señalar ningún cambio concreto en su aspecto, pero había algo diferente en él que me sorprendió. Desde la última vez que nos habíamos visto parecía que la piel se le tensaba más sobre los huesos, lo que le confería una expresión contraída y más acentuada.

– No tardaremos mucho -dijo.

Esperé. Era él quien me había llamado para verme, y no iba a ser yo la primera en hablar.

– Mi mujer confiaba en ti -empezó. Yo me quedé callada. No había nada que pudiera responder a eso-. Le caías bien -prosiguió-. Por una vez, demostró muy poco criterio. Un criterio catastrófico.

– Yo no la maté.

Él se encogió de hombros.

– Eso lo tendrá que decidir la policía -declaró con indiferencia.

– ¿Y en ti también confiaba?

– ¿Lo dices por mis infidelidades? Ya sé lo que le has contado a la policía, por supuesto.

– Lo que les conté era cierto: tuviste una aventura con Milena.

También les había explicado que Frances había tenido un amante. ¿Lo sabía David? Contemplé su rostro impenetrable. ¿Acaso estaba al corriente de todo, y por eso Frances había muerto?

– No te caigo bien -continuó David-. Ya lo sé. Después de todo, si dejamos a un lado toda tu historia con Johnny, tú te crees que vives en una novela romántica en la que marido y mujer se casan, son felices y comen perdices, en la que el amor no se consume, en la que es imposible que tu maravilloso marido te engañara porque te quería mucho. ¿Qué te hace pensar que Frances no estaba al corriente de lo mío?

– ¿Lo estaba?

Volvió a encogerse de hombros con desdén.

– No tengo ni idea. Si lo sabía, habría tenido la sensatez de no remover el asunto. Porque era sensata. Nos entendíamos. Hacíamos buena pareja.

– ¿Porque aplicabais lo de «ojos que no ven, corazón que no siente»?

– Es una forma de expresarlo. También se puede decir que no nos inmiscuíamos ni interferíamos en la vida del otro con la idea de que teníamos derecho a saberlo todo de él. Nos tratábamos como adultos. Hay formas mucho peores de llevar un matrimonio.

– ¿Me estás dando a entender que ella habría comprendido lo tuyo con Milena?

– No tienes ningún derecho a preguntarme eso. Eres una desconocida que se coló en nuestra casa y empezó a meter las narices en asuntos que no le incumbían.

– ¿La querías?

Una rabia auténtica apareció en su rostro y, de pronto, salió del círculo de su paraguas y unas grandes gotas de lluvia le cayeron sobre el abrigo.

– ¿Quieres saber lo que sentía? -me espetó, con el rostro a pocos centímetros del mío-. ¿Sigues queriendo descubrir cosas? Frances era una buena mujer y Milena era una zorra. Una zorra despiadada e implacable. Las zorras siempre ganan. Ella jugaba con la gente. Jugó conmigo, me sedujo, me enganchó a ella, me atrajo, y cuando se cansó me dejó tirado. Nunca me quiso. Yo sólo le interesaba porque podía utilizarme para devolvérsela a Frances. Sí, sí. Sé que había otro hombre en la vida de Frances. Después de dejarme, Milena me dijo que yo le había servido para vengarse de mi mujer, porque ella le había quitado a un hombre.

Mientras lo miraba, él pareció venirse abajo. Le temblaron los labios y, durante un instante, creí que iba a echarse a llorar o a pegarme.

– Si te interesa saber quién era él, no lo sé. No lo pregunté. No quise enterarme. Yo no soy como tú. Algunas cosas es mejor que no salgan a la luz. Así es como debe ser: si lo supiéramos todo nos volveríamos locos. Así que no te puedo decir si tu maravilloso marido tuvo algo que ver en todo esto. Ya nadie te lo puede aclarar. Han muerto todas.

Apretó la boca y volvió a refugiarse debajo del paraguas. Nos quedamos mirándonos.

– Me caía muy bien -declaré-. Me sentí muy culpable al engañarla.

– A ella, a mí, a Johnny, a todos.

Volví andando a casa bajo la lluvia, sin apenas fijarme en las luces navideñas ni en las tiendas engalanadas que exhalaban calor por las puertas abiertas, ni en la banda de música que tocaba villancicos en Camden High Street y recaudaba dinero para los ciegos. Los coches y las furgonetas pasaban a mi lado con gran estruendo y me rociaron con el agua de los charcos. David debía de haber quedado conmigo para sondearme, para hostigarme, para jugar conmigo, para asustarme. ¿Se había tratado únicamente de una venganza sádica o de algo más?

* * *

Me senté en el salón y contemplé la chimenea vacía. A Greg le encantaba encender el fuego. Se le daba muy bien, era muy metódico. Nunca utilizaba pastillas, decía que eso era hacer trampas; empezaba con papeles enroscados y después recurría a pequeños trozos de madera. Recordé cómo se arrodillaba y soplaba sobre las ascuas, cómo las obligaba a que se convirtieran en llamas. Yo no había encendido la chimenea desde su muerte y en ese momento pensé en hacerlo, pero me pareció demasiado esfuerzo.

De pronto se me ocurrió una idea tan banal como insidiosa. Intenté apartarla de mi cabeza, puesto que ya había abandonado mis desastrosos intentos de convertirme en detective aficionada, pero no lo conseguí: ¿por qué Greg no había apuntado su reunión con la señora Sutton, la anciana a la que había conocido el día del funeral? Estaba segura de que ella me había dicho que tenía una cita concertada con él para el día después de su muerte, pero no la había visto en su agenda.

Me dije que aquello no tenía importancia, que no significaba nada. Me preparé un té y me lo bebí lentamente, sorbo a sorbo, y después llamé a su oficina.

– ¿Puedo hablar con Joe?

– Me temo que el señor Foreman no está.

– ¿Y Tania?

– Se la paso.

Al cabo de unos segundos escuché su voz.

– ¿Tania? Soy yo, Ellie.

– Ah, Ellie. ¿Cómo estás?

– Bien. Oye, ¿me puedes hacer un favor?

– Claro.

– Necesito el teléfono de una de las dientas de Greg.

– Oh -dijo en tono de duda.

– La conocí en el funeral. Creo que era una tal señora Sutton, no sé cuál era su nombre de pila. Me habló de Greg con mucho cariño y quería preguntarle una cosa.

– Vale. -Se produjo un silencio y luego volvió a oírse su voz-: Su nombre es Marjorie Sutton y vive en Hertfordshire. ¿Tienes algo para apuntar?

* * *

– ¿Dígame?

La voz era seca y clara.

– ¿Puedo hablar con Marjorie Sutton?

– Soy yo. ¿Quién es usted?

– Soy Ellie Falkner, la viuda de Greg Manning.

– Ah, sí. ¿En qué puedo ayudarla?

– Sé que esto puede parecer un poco extraño, pero estoy intentando atar cabos sueltos y quería preguntarle una cosa.

– Diga.

– Usted me dijo que lo vería el día después de su muerte.

– Así es.

– ¿Está segura? Porque en su agenda no aparece ninguna reunión.

– La concertó el día antes. Debió de ser justo antes del accidente. Insistió mucho en venir a verme.

– ¿Sabe cuál era el motivo?

– No, me temo que no. ¿Hay algún problema?

– No -respondí-. Muchas gracias.

Colgué y volví a sentarme en la butaca delante de la chimenea vacía.

картинка 28

Capítulo 29

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