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Nicci French: Los Muertos No Hablan

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Nicci French Los Muertos No Hablan

Los Muertos No Hablan: краткое содержание, описание и аннотация

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Una llamada imprevista y la vida cambia por completo. Una visita inoportuna y todo el futuro que habían soñado juntos se derrumba dolorosamente. La policía da a Eleanor Falkner la peor de las noticias posibles: su mando, Greg Manning, ha fallecido en un suburbio solitario de las afueras de la capital, después de que el coche que conducía se despeñara por un terraplén por causas desconocidas. Sin apenas tiempo para asumir esta tragedia, Eleanor encaja un nuevo mazazo: al lado de Greg yace también muerta una mujer, Milena Livingstone, de la que nunca había oído hablar. Presa aún de la consternación y la pena, Eleanor no puede acallar la sombra de una duda que la atenaza: quién era aquella misteriosa desconocida a la que todo el mundo a sus espaldas se refiere con la etiqueta de «amante secreta». Ignorando los bienintencionados consejos de familiares y amigos, que la invitan a rehacer su vida y olvidar una supuesta infidelidad matrimonial, Eleanor se empeña en investigar minuciosamente los últimos días de Greg y de la última mujer que lo vio con vida, una decisión que, sea cual sea la verdad final, acaso la ayude a superar la traumática pérdida… Aunque tal vez se exponga también con ello a poner en peligro su vida.

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– ¿A lo que esperabas de qué?

– De la mujer del amante de mi madrastra.

– Por cómo lo dices parece que te burles de mí.

Se sonrojó repentinamente, y pareció más joven de lo que era.

– No era mi intención -repuso.

Antes de marcharme me vino una idea a la cabeza.

– ¿Qué tal era como madrastra?

Pensé que seguramente se encogería de hombros o diría algo sarcástico, pero se ruborizó y farfulló algo.

– Supongo que no se trataba de una madrastra convencional -aventuré.

– No deberías haber venido -respondió él- No es asunto tuyo.

Cerró de un portazo tan brusco que tuve que retroceder con rapidez para que no me pillara el pie.

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Capítulo 7

Había una cosa que sabía que tenía que hacer antes del funeral. Llevaba pensando en ello desde la investigación, imaginando qué aspecto tendría, y en los últimos días incluso había empezado a tener sueños: me despertaba sobresaltada después de una pesadilla en la que veía una profunda zanja en el centro de Londres y el coche rojo de Greg que se precipitaba al fondo, donde comenzaba a arder. Portón Way. Me despertaba viendo su rostro aplastado contra el parabrisas, su boca abierta en un grito de terror. O su cuerpo destrozado junto al de Milena mientras las llamas les envolvían.

Si se lo hubiera pedido a Gwen o Mary, habrían estado más que dispuestas a acompañarme, pero sabía que debía hacerlo sola. Así, el día antes del funeral, mientras debía estar ocupándome de las últimas gestiones, me dirigí al este de Londres. Era una zona de la ciudad que apenas conocía, aunque no estaba lejos de donde vivíamos (de donde vives, me corregí enfadada; ya no podía hablar en plural), pero me equivoqué de trayecto y me bajé en Stratford. Tardé unos veinticinco minutos en llegar a Portón Way y casi me atropellaron cuando crucé las grandes arterias por las que se salía de la parte este de la ciudad. El cielo, que estaba gris al salir de casa esa mañana, había adquirido una ominosa tonalidad entre violeta y marrón; se acercaba una tormenta, y me cayeron algunas gotas en la mejilla. Un fuerte viento soplaba por las calles de Londres, levantaba desperdicios y los últimos vestigios de las hojas otoñales, que formaban remolinos en la acera.

Toda esa área parecía haberse convertido en una zona de obras. Unas grúas enormes se recortaban contra el horizonte y varias franjas de terreno estaban cubiertas de escombros y barro pegajoso, y en ellas se abrían unas grandes zanjas. Distinguí unas casetas prefabricadas detrás de altas vallas, hombres con cascos que manejaban excavadoras, señales luminosas temporales que desviaban el tráfico.

Portón Way, que se extendía al final de una cuesta empinada, era lúgubre, estaba abandonada, llena de almacenes medio destrozados a pedradas, de cascotes de casas viejas que habían sido derruidas y habían quedado reducidas a un montón de ladrillos y de bloques de cemento. Una casa seguía erigiéndose entre esas ruinas, aunque le habían arrancado la ventana de la fachada. Incluso desde la calle se veía el papel pintado y una antigua bañera. Imaginé a las personas que habían vivido ahí, que se habían sentado en esa cocina.

Consulté el mapa y tracé con el dedo el recorrido que Greg había seguido. Qué lugar tan feo, tan lúgubre y gris para tener una cita. Eso sí, con mucha intimidad. Incluso ahora, en plena mañana, no se veía a nadie por allí: parecía que las obras se habían suspendido temporalmente. Mientras me acercaba con dificultad a la esquina fatal se puso a llover, el cielo se abrió y soltó un diluvio: la lluvia me empezó a correr por las mejillas y se me caló toda la chaqueta, muy poco adecuada para ese tiempo. Los bajos de los pantalones no tardaron en empaparse. Los zapatos se me llenaron de agua. El cabello húmedo me azotaba el rostro. Casi no veía el camino.

Pero llegué a la curva pronunciada. Allí era donde había sucedido. Greg no había girado y se había precipitado por el terraplén. Cerré los ojos y los volví a abrir ¿Dónde habría caído exactamente? ¿Quedaría algo del coche? Abandoné la calzada y bajé por la ladera, pero el barro parecía arcilla resbaladiza: me tambaleé, extendí el brazo para no caerme y me rasgué la manga en una zarza tupida. Me oí gemir.

Tuve la sensación de que tardaba muchísimo en alcanzar el fondo; al llegar, estaba toda mojada y cubierta de barro. La frente me escocía; me la toqué y se me manchó de sangre, que se me metió en el ojo y me hizo todavía más difícil ver por dónde iba. Me quité la bufanda y me tapé la herida con ella.

¿Y qué hacía allí, en cualquier caso? ¿Qué esperaba demostrar? ¿Que Greg no habría venido nunca a un lugar así? No habría, pero lo había hecho. ¿Que no habría apartado la vista de la calzada en una curva pronunciada? No habría, pero lo había hecho. ¿Que habría llevado abrochado el cinturón de seguridad? Habría, pero no lo había hecho. ¿Qué esperaba encontrar, sentir? Un modo de… ¿Qué horrible expresión había utilizado el juez de instrucción en la investigación? ¿Asimilarlo todo? Claro que no, pero sabía que debía ir allí, llevar a cabo un ritual que no iba a tener ningún efecto y que no iba a cambiar nada.

Se veía con bastante claridad dónde había caído el coche, aunque hacía mucho que se lo habían llevado, evidentemente Había una franja de tierra abrasada, un pequeño cráter dentro del cráter más grande que era Portón Way. Me introduje en él y me puse en cuclillas. Así que ése era el sitio donde Greg había muerto. Me quedé mirando la hendidura del terreno. Parpadeé para poder ver bajo esa lluvia incesante y me eché el cabello hacia atrás. Unas gotas de sangre se desprendieron de la bufanda que seguía sujetando contra la frente y noté su sabor en la boca, ese regusto metálico. Durante la investigación, la doctora había afirmado que Greg no había sufrido. ¿Había sido consciente, mientras agonizaba, de que aquello era el fin, o había ido todo demasiado rápido incluso para eso? ¿Se había acordado de mí?

Me puse en pie, abatida, mojada y congelada, con los vaqueros pegados a las piernas. Allí no iba a encontrar nada. Me di la vuelta para salir de ese lugar y empecé a subir la ladera. En algún momento advertí que se me había caído la bufanda y al volver la vista atrás lo vi, un destello de color en el suelo embarrado. La sangre me caía por el rostro como si fueran lágrimas; cuando al fin alcancé la estación de metro, me pareció que la gente me miraba raro. No me importó.

Llegué a casa a media tarde; tenía los dedos tan agarrotados que me costó dar la vuelta a la llave en la cerradura.

– ¿Ellie?

Al escuchar la voz di un respingo y me volví.

– Joe, ¿qué haces aquí?

– ¿Tú qué crees? He venido a verte. Pero ¿de dónde diablos sales? Tienes un aspecto… -Se calló y me contempló con una especie de fascinación-. Peculiar -declaró al fin.

– Oh, de ningún lado en particular; es que he salido y ha empezado a llover a cántaros -expliqué sin mucho convencimiento.

No quería hablar de cómo me había ido el día, ni siquiera con Joe.

– Tienes la cara llena de sangre.

– Sí, pero no es nada. Seguramente la lluvia hace que parezca peor de lo que es. ¿Quieres pasar?

– Sólo un ratito.

Conseguí abrir la puerta y entramos al vestíbulo. Me quité las botas llenas de barro, me zafé con dificultad de la chaqueta y me quedé de pie, goteando encima del suelo.

– Toma -me dijo Joe-. No es importante, pero he pensado que la querrías. Estaba en la cocina y no la habíamos visto.

Me había traído la taza preferida de Greg. En ella aparecía una fotografía de él al traspasar la meta del maratón del año anterior, aunque los sucesivos lavados habían desdibujado la imagen. La cogí y miré su sonrisa triunfante y agotada. Después, yo había ido a su encuentro y había abrazado su cuerpo sudoroso y le había besado el rostro sudado y los labios salados.

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