Bosch comprendió el procedimiento. Tao había parado la furgoneta, pero al no tener causa probable para registrar o detener a Chang, todo dependía de la buena voluntad de éste. Cumplimentaron un interrogatorio de campo con la información proporcionada y miraron en la parte de atrás de la furgoneta después de recibir permiso.
– Entonces, ¿dijo voluntariamente que era de la tríada de Cuchillo Valeroso?
– ¡No! -respondió Tao con indignación-. Nos fijamos en el tatuaje y en la propiedad del vehículo. Sumamos dos y dos, detective.
– Está bien. ¿Tenía carnet de conducir?
– Sí, pero ya hemos verificado la dirección esta noche. No es correcta: se mudó.
Bosch volvió a mirar a Chu en el asiento trasero. Eso significaba que si la dirección del carnet de conducir de Chang hubiera sido correcta, probablemente ya se habrían enfrentado con el sospechoso sin la presencia de Bosch.
Chu rehuyó su mirada. Bosch se calmó y trató de no perder la compostura. Si estallaba contra ellos, perdería toda cooperación y el caso se resentiría. No era eso lo que quería.
– ¿Tiene aquí la tarjeta de acoso? -le preguntó a Tao.
Tao le pasó por la ventanilla una tarjeta de tres centímetros por cinco. Harry encendió la luz del techo y leyó la información escrita a mano en la cartulina. Como los grupos de derechos civiles habían considerado a lo largo de los años los interrogatorios de campo como acosos injustificados, todo el mundo se refería a los formularios de información rellenados por los agentes con el nombre de «tarjetas de acoso».
Bosch estudió la información sobre Bo-jing Chang. La mayoría de los datos ya se los habían comunicado, pero Tao había llevado a cabo un interrogatorio de campo muy concienzudo. Había un número de teléfono móvil escrito en la tarjeta: era un momento decisivo.
– ¿Este número es bueno?
– No lo sé, estos tipos suelen tirar los teléfonos, pero era bueno entonces. Llamé allí mismo para asegurarme de que no me estaba tomando el pelo. Así que todo lo que puedo decir es que en aquel momento era válido.
– Vale, hemos de confirmarlo.
– ¿No irá a llamarlo y preguntarle qué tal está?
– No, lo hará usted. Bloquee su identificación y llame en cinco minutos. Si responde, dígale que se ha equivocado de número. Présteme los prismáticos y, Davy, usted viene conmigo.
– Espere un momento -dijo Tao-. ¿Qué estamos haciendo con los teléfonos?
– Si el número aún es bueno podemos pedir una escucha. Déjeme esos prismáticos; llame mientras yo miro y lo confirmaremos, ¿entendido?
– Claro.
Bosch le devolvió la tarjeta a Tao y cogió los prismáticos. Chu bajó del coche y entró en el vehículo de Bosch, quien salió a Garvey y se dirigió al Club 88. Examinó los aparcamientos, en busca de un lugar para acercarse.
– ¿Dónde había aparcado antes?
– Arriba a la izquierda.
Señaló una plaza y Bosch se metió, dio la vuelta y apagó las luces al aparcar en un espacio que estaba enfrente del Club 88, al otro lado de la calle.
– Coja los prismáticos y mire si responde el teléfono -ordenó a Chu.
Mientras Chu se concentraba en Chang, Bosch estudió la panorámica completa del club y buscó a alguien que pudiera estar mirando por la ventana en su dirección.
– ¿Cuál es Chang? -preguntó.
– Está a la izquierda, al lado del tipo con el sombrero.
Bosch lo localizó, aunque estaba demasiado lejos para poder confirmar que Chang era el hombre del vídeo de Fortune Liquors.
– ¿Cree que es él o se fía de la identificación de Tao?
– Es una buena identificación -dijo Chu-. Es él.
Bosch miró su reloj. Herrera debería haber hecho la llamada; se estaba impacientando.
– De todos modos, ¿qué estamos haciendo? -preguntó Chu.
– Estamos construyendo un caso, detective. Confirmamos el número, luego conseguimos una orden de escucha. Empezamos a escucharle y descubrimos cosas: con quién habla, qué pretende. Quizá lo oigamos hablando de Li; quizá no, entonces lo asustaremos y veremos a quién llama. Empezaremos a rodearlo. La cuestión es que nos tomemos el tiempo suficiente para hacerlo bien. No vamos a caballo disparando por la ciudad.
Chu prefirió no responder. Mantuvo los prismáticos pegados a los ojos.
– Dígame una cosa -dijo Bosch-. ¿Se fía de esos dos tipos, Tao y Herrera?
Chu no vaciló.
– Me fío de ellos. ¿Usted no?
– No los conozco, o sea que no. Lo único que sé es que ha cogido mi caso y mi sospechoso, y lo ha mostrado todo en ese departamento de policía.
– Mire, estaba tratando de avanzar en el caso y lo he hecho. Tenemos la identificación.
– Sí, y ojalá nuestro sospechoso no se entere.
Chu bajó los prismáticos y miró a Bosch.
– Creo que está cabreado porque no lo ha hecho usted.
– No, Chu, no me importa quién logre la identificación siempre que la maneje bien. Mostrar mis cartas a personas que no conozco no es mi idea de un buen control del caso.
– ¿No se fía de nadie?
– Mire al club -respondió Bosch de manera severa. Chu obedeció y volvió a levantar los prismáticos-. Confío en mí.
– Me pregunto si tiene que ver con Tao y conmigo; si se trata de eso.
Bosch se volvió hacia él.
– No empiece con esa mierda otra vez, Chu. Me da igual lo que se pregunte; puede volver a la UBA y quedarse lejos de mi caso. No le habría llamado si no…
– Chang acaba de responder.
Bosch miró al club: creyó ver al hombre que Chu había identificado como Chang con un teléfono pegado a la oreja. Enseguida bajó el brazo.
– Ha colgado -dijo Chu-. El número es bueno.
Bosch arrancó y empezó a dirigirse al supermercado.
– Todavía no sé por qué estamos haciendo el tonto con un número -dijo Chu-. ¿Por qué no lo detenemos? Lo tenemos en la cinta. El mismo día, a la misma hora. Lo usamos para que confiese.
– ¿Y si no confiesa? No nos queda nada. La fiscalía se reirá y nos mandará a casa si vamos sólo con esa cinta. Necesitamos más. Es lo que estoy tratando de enseñarle.
– No necesito un maestro, Bosch, y todavía creo que podemos vencerlo.
– Sí, váyase a casa y mire un poco más la tele. ¿Por qué demonios iba a decirnos una sola palabra? A estos tipos les enseñan desde el primer día que si los detienen no deben decir nada. Si te condenan, te condenan y cuidamos de ti.
– Dijo que no había trabajado nunca en un caso de la tríada.
– No, pero algunas cosas son universales y ésta es una de ellas. Hay una oportunidad con estos casos; tenemos que hacerlo bien.
– Vale, entonces lo haremos a su manera. ¿Ahora qué?
– Volvemos al aparcamiento y dejamos a sus amigos. Nosotros nos ocuparemos de esto a partir de aquí; el caso es nuestro, no suyo.
– No les va a gustar.
– No me importa si les gusta o no, así va a ser. Busque una manera bonita de deshacerse de ellos. Dígales que volveremos a llamarlos cuando estemos listos para actuar sobre el tipo.
– ¿Yo?
– Sí, usted. Usted los ha invitado, usted los echa.
– Gracias, Bosch.
– De nada, Chu. Bienvenido a Homicidios.
Bosch, Ferras y Chu estaban sentados a un lado de la mesa de reuniones, enfrente del teniente Gandle y del capitán Bob Dodds, jefe de Robos y Homicidios. Varios documentos y fotografías del caso, empezando por la imagen de Bo-jing Chang de la cámara de seguridad de Fortune Liquors, se hallaban esparcidos sobre la pulida mesa.
– No estoy convencido -dijo Dodds.
Era jueves por la mañana, seis horas después de que Bosch y Chu dieran por terminada su vigilancia de Chang, una vez que el sospechoso llegó a un apartamento en Monterey Park y aparentemente se quedó allí.
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