Michael Connelly - Nueve Dragones

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Harry Bosch y su compañero Ignacio Ferras investigan el asesinato del señor Li, anciano propietario de Fortune Liquors, una tienda china de licores de Los Ángeles. Las cámaras de seguridad del local invalidan la teoría de atraco y dejan la puerta abierta a que el crimen esté relacionado con una posible extorsión por parte de la mafia china. Bosch, en deuda con Li desde que éste le ayudara durante los disturbios raciales de la ciudad, promete a sus hijos que encontrará al asesino de su padre.
En plena investigación, Bosch recibe la noticia de la desaparición de su hija Maddie. La adolescente vive con su madre, Eleanor Wish -la ex agente del FBI que fuera pareja del investigador-, en Hong Kong. Bosch se teme lo peor: cree que el secuestro podría estar vinculado con el asesinato de Li, por lo que decide marcharse a la ciudad asiática en un intento desesperado por hallar a su hija.

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– No, ni mucho menos Maddie. Es que ha pasado mucho tiempo para ella.

«Y mucho tiempo para mí también», pensó Bosch.

– Papá, no te pongas de su parte. Para mamá soy un estorbo constante, pero cuando le digo «pues me iré a vivir con papá» se niega en redondo.

– Deberías estar con tu madre: ella te ha educado. Mira, de aquí a un mes iré a pasar una semana contigo; podemos hablar de todo esto entonces los tres juntos.

– Claro. He de colgar, estoy en el cole.

– Muy bien. Saluda de mi parte a He.

– Claro, papá, pero no me mandes más fotos de pulmones, ¿vale?

– La próxima vez será un hígado, o tal vez un bazo. Los bazos quedan muy bien en las fotos.

– ¡Papáaaa!

Bosch colgó el teléfono y pensó en lo que se habían dicho. Tenía la sensación de que las semanas y meses que pasaba sin ver a Maddie lo complicaban todo. A medida que se iba haciendo más independiente, brillante y comunicativa, cada vez la quería más y la echaba de menos continuamente. Había estado en Los Ángeles en julio y realizado el largo vuelo sola por primera vez. Apenas adolescente y ya viajaba por el mundo: era más lista que la edad que tenía. Él había pedido vacaciones y habían disfrutado juntos, explorando la ciudad. Fue una temporada maravillosa para él y al final fue la primera vez que su hija mencionó que quería vivir en Los Ángeles. Con él.

Bosch era lo bastante listo para darse cuenta de que estos sentimientos los había expresado después de dos semanas de atención plena de un padre que empezaba cada día preguntándole qué quería hacer. Era muy diferente del compromiso a tiempo completo de su madre, que la educaba día a día al tiempo que se ganaba la vida para las dos. Aun así, el día más duro de Bosch como padre a tiempo parcial fue aquel en que se llevó a su hija al aeropuerto y la puso en el avión de vuelta a casa. Casi esperó que ella echara a correr, pero sólo protestó hasta el momento de embarcar. Bosch se sintió vacío por dentro.

Faltaba un mes para sus siguientes vacaciones y su viaje a Hong Kong y era consciente de que la espera hasta entonces sería larga y dura.

– Harry, ¿qué estás haciendo aquí?

Bosch se dio la vuelta: su compañero, Ferras, estaba allí de pie. Había salido de la sala de la brigada, probablemente para ir al lavabo.

– Estaba hablando con mi hija. Quería un poco de intimidad.

– ¿Todo bien?

– Sí. Te veo en la sala de la brigada.

Bosch se dirigió a la puerta y volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.

11

Bosch llegó a casa a las ocho de la tarde y entró con una bolsa de comida para llevar del In-N-Out de Cahuenga.

– Cielo, estoy en casa -dijo en voz alta, mientras pugnaba con la llave, la bolsa y el maletín.

Sonrió para sus adentros y fue directamente a la cocina. Dejó el maletín sobre la encimera, cogió una botella de cerveza de la nevera y salió a la terraza. Por el camino encendió el reproductor de cedés y dejó abierta la puerta corredera para que la música pudiera mezclarse en la terraza con el sonido de la 101 en el desfiladero.

La situación de la terraza ofrecía una vista del noreste que se extendía por Universal City, Burbank y hasta las montañas de San Gabriel. Harry se comió sus dos hamburguesas, que sostuvo por encima de la bolsa abierta para que no gotearan en el suelo, y observó el agonizante sol que cambiaba el color de las laderas de las montañas. Escuchó «Seven Steps to Heaven» del álbum Dear Miles de Ron Carter, uno de los bajistas más importantes de las últimas cinco décadas. Había tocado con todo el mundo y, en ocasiones, Bosch se preguntaba por las historias que podría contar, por las sesiones en las que había participado y por los músicos a los que conocía. Tanto en sus propias grabaciones como en las de los demás, el trabajo de Carter siempre destacaba, y en opinión de Harry eso era porque como bajista nunca podía ser un sideman , sino que siempre era el sostén, el que llevaba el ritmo, aunque fuera detrás de la trompeta de Miles Davis.

El tema que sonaba en ese momento tenía un ímpetu innegable, como una persecución de coche. Al oírlo Bosch pensó en su propia persecución y en los avances que había hecho durante el día. Estaba satisfecho con su ímpetu, pero no se encontraba a gusto desde que se había dado cuenta de que el caso se había desplazado a un punto en el que tenía que confiar en el trabajo de los demás. Tenía que esperar a que otros identificaran al matón de la tríada, a que otros decidieran si usaban el casquillo de bala como caso de prueba para la nueva tecnología de huellas dactilares, a que alguien llamara.

Bosch se sentía más a gusto en un caso cuando él mismo impulsaba la acción o dejaba las huellas para que los demás las siguieran. No era un sideman : tenía que marcar el ritmo. Y en esa coyuntura había llegado lo más lejos posible. Podía empezar a ir por los negocios chinos de South LA con la foto del hombre de la tríada, pero sabía que sería un ejercicio fútil. La brecha cultural era muy ancha: nadie iba a identificar voluntariamente ante la policía a un hombre de la tríada.

Sin embargo, estaba preparado para recorrer ese camino si no surgía nada pronto; al menos lo mantendría en movimiento. El impulso era el impulso, tanto si lo encontrabas en la música, en la calle o en los latidos de tu propio corazón.

Cuando la luz empezó a desaparecer del cielo, Bosch buscó en el bolsillo y sacó el librito de fósforos que siempre llevaba. Lo abrió con el pulgar y estudió el aforismo. Desde la primera noche que lo había leído se lo había tomado en serio. Creía que era un hombre que había encontrado solaz en sí mismo; al menos, de vez en cuando.

Su móvil sonó mientras mascaba el último bocado. Sacó el teléfono y miró la pantalla. La identificación estaba bloqueada, pero respondió de todos modos.

– Bosch.

– Harry, soy David Chu. Parece que está comiendo, ¿dónde está?

Su voz sonaba tensa por la excitación.

– Estoy en casa. ¿Y usted?

– En Monterey Park. Lo tenemos.

Bosch hizo un momento de pausa. Monterey Park era una ciudad del este del condado donde casi tres cuartas partes de la población era china. A quince minutos del centro, era como un país extranjero de lenguaje y cultura impenetrables.

– ¿A quién tiene? -preguntó al fin.

– A nuestro hombre, al sospechoso.

– ¿Quiere decir que lo ha identificado?

– Hemos hecho más que identificarlo. Lo tenemos, lo estamos viendo ahora mismo.

Había varias cosas en lo que estaba diciendo Chu que inmediatamente molestaron a Bosch.

– Para empezar, ¿con quién está?

– Estoy con el Departamento de Policía de Monterey Park. Han identificado a nuestro hombre en el vídeo y luego me han llamado.

Bosch sentía el pulso en la sien. Sin duda, conseguir la identificación del matón de la tríada -si era correcta- era un gran paso en la investigación. En cambio, todo lo demás que estaba oyendo no le gustaba. Meter a otro departamento de policía en el caso y acercarse al sospechoso constituían decisiones potencialmente fatales y no deberían haberse contemplado sin el conocimiento y aprobación del jefe de la investigación. Aun así, Bosch sabía que no podía saltarle encima a Chu, todavía no. Tenía que mantener la calma y hacer lo posible para contener una mala situación.

– Detective Chu, escúcheme atentamente. ¿Ha establecido contacto con el sospechoso?

– ¿Contacto? No, todavía no. Estábamos esperando al momento adecuado; ahora mismo no está solo.

«Gracias a Dios», pensó Bosch, aunque no lo dijo.

– ¿El sospechoso le ha visto?

– No, Harry, está al otro lado de la calle.

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