Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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El hombre se encogió de hombros.

– En aquella época la Newborn Brothers no era lo que es hoy día. Sobre todo nos ocupábamos de pequeñas construcciones y reestructuraciones. No había muchos obreros. Era una época heroica y los recuerdos de momentos así se fijan en la memoria.

Pero no hizo ninguna alusión a la desaparición de ese obrero en aquella época. Vivien pensó que no lo sabía y por el momento prefirió no incluir un elemento nuevo en la conversación.

– ¿Recuerda si Sparrow tenía algún amigo, si se veía con algún colega?

– No; era un tipo tranquilo. Terminaba el trabajo y se iba a casa con su mujer y su hijo. No hablaba de otro tema.

– ¿Sucedió algo raro durante las obras? Que usted pueda recordar, ¿hubo algún episodio en especial o personas que le hayan llamado la atención?

– No, no me parece. -El hombre sonrió-. Aparte del «fantasma de las obras», claro.

– ¿Perdón?

– Había un tipo que tenía la cara, las manos y la cabeza desfiguradas por las cicatrices. Un verdadero monstruo. Parecían cicatrices de quemaduras.

Otras palabras afloraron a la mente de Russell y Vivien. Palabras escritas en una carta delirante destinada a prolongar su delirio. «Trotil y napalm, que para mi desgracia conocía demasiado bien…»

Newborn inclinó la cabeza y se miró las manos. Tal vez sentía vergüenza de lo que estaba por contar.

– Mi primo y yo, con la crueldad de los chicos, le pusimos el mote de «fantasma de las obras», inspirados en El fantasma de la Ópera.

– ¿Recuerda cómo se llamaba?

– No.

– ¿No tienen copias de los pagos a los trabajadores?

– Han pasado casi veinte años. No solemos conservar la documentación tanto tiempo.

Vivien utilizó el tono más tranquilizador que encontró dentro de sí.

– Señor Newborn, no soy un inspector de Hacienda. Estoy aquí por un asunto de suma importancia. Cualquier detalle, aun el más insignificante, puede ser esencial para nosotros.

Chuck Newborn cedió.

– En aquella época, para mitigar los costes, contratábamos trabajadores en negro. Hoy eso ya no sería posible porque tenemos un volumen de negocios que lo desaconseja, incluso no consienten ciertos subterfugios. Pero por entonces estábamos obligados a hacerlo si queríamos sobrevivir. A aquella gente se le pagaba en mano, sin demasiados papeles.

– ¿Recuerda más detalles sobre ese tipo?

– Mi padre habló de él una noche, durante la cena. Se había presentado pidiendo una paga que tanto a él como a mi tío les pareció correcta. Además, había demostrado ser muy bueno en su oficio. Mientras hablaban, frente a las obras, el hombre calculó, a ojo y en un instante, la cantidad de hierro y cemento que se necesitaban para los cimientos.

– ¿No volvió a trabajar con ustedes?

– No. Se fue apenas terminamos los trabajos en la casa Mistnick.

Vivien decidió no ser demasiado agobiante con la preguntas y concedió unos instantes de pausa a su interlocutor. A medida que avanzaba la conversación, el hombre parecía más preocupado.

– Y sobre el accidente, ¿qué puede decirme?

– Una noche la casa explotó. Murieron el comandante y toda su familia. Para ser más preciso, fue una especie de implosión: la casa se vino abajo sobre sí misma de un modo perfecto, sin provocar casi daños en el entorno.

Vivien miró a Russell. Los dos habían pensado lo mismo. Aquel tipo había demostrado una idéntica y diabólica habilidad en el cálculo de la cantidad de explosivo necesario para sus fines, la misma que tenía para calcular hierro y cemento.

– ¿No hablaron ustedes de ese hombre con la policía?

Un sentimiento de culpa irrumpió como una sombra en el rostro de Chuck Newborn.

– Me temo que no.

Los motivos eran evidentes, acababa de exponerlos con claridad. Hablarlo habría significado ponerse en manos del fisco, con las inevitables consecuencias. Vivien sintió que un ramalazo de ira la invadía como el soplo de un viento caliente.

– ¿Y no pensaron en que el comportamiento de ese individuo podía ser sospechoso, dadas las circunstancias?

Newborn agachó la cabeza, sin encontrar una explicación plausible para ofrecerles, la razón de esa ley del silencio de la que acababa de ser acusado.

Vivien suspiró. Tal como había hecho con Carmen Montesa, sacó una tarjeta, escribió su número de móvil y se la dio al hombre.

– Por ahora es todo. Le dejo mis números de teléfono. Si recordase algo más llámeme, no importa la hora.

El hombre cogió la tarjeta y se quedó mirándola, como si temiese encontrarse con una orden de detención.

– Lo haré, por supuesto.

– Hasta pronto, señor Newborn.

Newborn los despidió con un saludo casi inaudible. Se dirigieron a la puerta y salieron.

Ninguno de los dos tenía la certeza absoluta, pero en ambos cobraba forma la certeza de que el hombre de la cara quemada, el «fantasma de las obras», era la persona que buscaban. Bajaron los escalones y se dirigieron al coche, dejando a uno de los socios de la Newborn Brothers con la sensación de estar manchado por una grave culpa, aun sin saber de qué culpa se trataba. La explicación sería muy fácil, de haberla podido formular. Pero no sería tan fácil de aceptar.

Si en aquellos tiempos la Newborn Brothers no hubiese economizado en costes, aquel hombre habría sido capturado y, años más tarde, quizá se hubiesen podido ahorrar decenas de víctimas.

26

Russell y Vivien estaban otra vez en la calle.

El cielo se había vuelto azul y la ciudad había encajado la nueva afrenta de la noche precedente, escondiéndola entre el tráfico y mostrando el aspecto de estar en un día como otros. Ante sus ojos, el Madison Square Park tenía el mismo aspecto que en cualquier otro día radiante en esa estación. Jubilados que buscaban el sol junto a perros que buscaban plantas. Madres con niños demasiado pequeños como para ir a la escuela y adolescentes demasiado vagos como para tener ganas de asistir a clase. En el centro, un mimo maquillado como la estatua de la libertad esperaba inmóvil a que alguien arrojara una moneda en el recipiente que tenía en el suelo, para gratificarlo con un par de movimientos. Mientras contemplaba esa escena cotidiana, Vivien tuvo la sensación de que una de las personas que la componían se volvía hacia ella y le mostraba un rostro desfigurado por las cicatrices.

Paró a Russell, que se estaba acercando al coche.

– ¿Tienes hambre?

– No mucha.

– Nos conviene comer algo ahora que podemos, antes de que la investigación ordenada por Bellew empiece a dar resultados. Después puede que no tengamos tiempo. Te lo digo por experiencia: un estómago que se queja no favorece la concentración.

En una esquina del parque, en la otra parte de la calle, había un quiosco gris de hot dogs y hamburguesas. Aun en su sencillez, tenía cierta elegancia y armonizaba con el entorno. Vivien señaló la cola de gente que esperaba.

– La guía pone que éste es el mejor de Nueva York. A la hora del almuerzo la cola llega hasta Union Square.

– De acuerdo. Una hamburguesa, pues.

Cruzaron la calle y se pusieron en la cola. Por fin, Vivien verbalizó el interrogante común.

– ¿Qué piensas de lo que nos ha dicho Newborn? Hablo del hombre de las cicatrices.

Russell reflexionó un momento antes de exponer la conclusión a la que había llegado.

– Para mí, nuestro hombre es él.

– Para mí también.

Así pues, a partir de aquel momento ésa sería la pista que tendrían que seguir con todos los medios a su alcance. Si en algún momento se revelaba como equivocada tendrían para siempre, con o sin razón, la responsabilidad de la muerte de muchas personas. Las posibles víctimas estaban en sus manos y en las de un demente que combatía en una guerra heredada de un hombre que, durante años, había actuado impulsado por la misma locura.

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