Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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Después de la deflagración se habían vestido deprisa, sin decir nada. Lo que ambos imaginaron había anulado de sus bocas y sus mentes cualquier cosa que estuviesen por decir. Habían ido a la sala para encender el televisor. Después de una espera de pocos minutos, la NY1 había interrumpido un programa para dar la noticia de la explosión. Ellos habían seguido frente al televisor, cambiando de un canal a otro, buscando noticias que se actualizaban cada pocos minutos. La magia anterior se había esfumado, perdida entre las llamas que mostraba la pantalla.

Un simple SMS fue todo lo que llegó de Bellew: «A las siete y media en mi oficina.»

No había nada más que decir. Tanto ella como el capitán sabían que en aquel momento no podían hacer nada, sólo esperar unas horas. La noche había terminado para Vivien y Russell y la claridad en las ventanas los había sorprendido sentados en el sofá, incómodos y enredados en sí mismos, cercanos pero sin tocarse, como si lo que estaban viendo pudiese salir de la pantalla y contaminarlos.

Ahora, el sentido de la responsabilidad se precipitó sobre Vivien con una punzada de ansiedad que le oprimió el pecho. De ella dependía la vida de muchas personas, de lo que pudiera hacer e hiciera durante las próximas horas. Era una persona entrenada, pero de repente se sintió demasiado joven e inexperta para soportar semejante peso. Sintió un leve mareo y vio el final de las escaleras como una tierra prometida.

Apenas uno de los uniformados la vio entrar en la sala de agentes, le entregó un papel.

– Aquí tiene, detective. Es un número de móvil, si es que le sirve. La persona se llama Chuck Newborn y está trabajando en unas grandes obras en el Madison Square Park.

Vivien agradeció la existencia del código RFL, gracias al cual todo viajaba a una velocidad inusual. También a la buena suerte, que la eximía de atravesar toda la ciudad para hablar con ese hombre.

Salieron de la comisaría en dirección al coche de Vivien. Subieron, cada uno perdido en sus pensamientos y en los del otro. Vivien encendió el motor y antes de mover el vehículo puso palabras a esos pensamientos.

– Russell, respecto a lo que pasó anoche…

– ¿Sí?

– Quería decirte que yo…

– Lo sé. Que no quieres complicaciones.

No era lo que ella pretendía decir. Pero las palabras de Russell y su tono distante la detuvieron en el umbral de una puerta que sólo podía atravesar si era invitada a ello.

– También está bien para mí -añadió él.

Se volvió para mirarlo, pero sólo se encontró con el cabello de Russell. Estaba absorto, mirando por la ventanilla. Cuando se volvió hacia ella, su voz había regresado a la obviedad del presente.

– Hay tráfico.

Vivien se guardó su respuesta porque había prioridades y urgencias.

– Ahora verás cómo ser policía sirve para algo.

Cogió la luz giratoria y la aplicó sobre el techo. El Volvo se apartó del bordillo y cogió velocidad con la luz y el sonido apremiante de la sirena, pasando entre la fila de coches que se apartaban para dejarle paso.

Llegaron al Madison Square Park subiendo hacia el este por la calle Veintitrés con una rapidez sorprendente para Russell.

– Tendrás que prestarme ese aparatito alguna vez.

El Russell que Vivien había visto la primera vez estaba de regreso. Irónico y distante, aislado a la vez que amistoso. Concluyó que la noche pasada junto a él había sido un error que no se repetiría.

– Cuando esta historia termine, haré que te regalen un coche de policía.

Enseguida vieron el lugar que buscaban. Sobre la izquierda, de cara al parque, había un edificio en construcción, no tan alto como para ser considerado rascacielos, pero con la suficiente cantidad de plantas como para infundir respeto. La agitación de grúas y el movimiento constante sobre los andamios de hombres con cascos de colores, transmitía el fervor por terminar los trabajos.

Russell echó un vistazo a los alrededores.

– Es un número recurrente. Como si todo estuviese destinado a suceder en esta calle.

– ¿Qué quieres decir?

Russell señaló un punto impreciso a sus espaldas.

– Estamos en la calle Veintitrés. El cuerpo de Sparrow fue encontrado a esta altura, sólo que hacia el este.

A Vivien le hubiera gustado decir que en su trabajo coincidencias como ésa se producían con más frecuencia que en las películas. Los caprichos del destino y lo previsibles que eran las personas eran la verdadera base de las investigaciones.

Aparcó el Volvo frente a las obras y se apearon. Un trabajador con casco amarillo se volvió hacia ellos para protestar.

– ¡Eh! No se puede aparcar aquí.

Vivien se acercó y le mostró la placa.

– Estoy buscando al señor Newborn. Chuck Newborn.

El hombre señaló una caseta prefabricada levantada sobre el lado izquierdo del edificio, casi debajo de una gran terraza voladiza en la tercera planta.

– Lo encontrará en la oficina.

Vivien guió a Russell hacia la precaria construcción pintada de blanco. La puerta estaba abierta. Subieron unos escalones y se encontraron en una habitación despojada, cuyo único mobiliario consistía en un escritorio y una silla a la derecha de la entrada. Dos hombres, ambos inclinados, estudiaban un plano desplegado sobre la mesa.

Uno de los dos advirtió su presencia y levantó la cabeza.

– ¿Puedo hacer algo por ustedes?

Vivien se acercó.

– ¿El señor Chuck Newborn?

– Sí, soy yo.

Era un hombre alto y corpulento, de poco más de cuarenta años, cabello ralo, ojos claros y las manos de alguien habituado a hacer trabajos pesados. Vestía un chaleco refractante de obrero sobre una cazadora tejana.

La detective se identificó mostrando la placa.

– Me llamo Vivien Light, del Distrito Trece. Éste es Russell Wade. ¿Podemos hablar un momento?

– Está bien.

– En privado -añadió Vivien.

Chuck Newborn se dirigió al otro hombre, un negro con aire perezoso.

– Tom, ve a controlar la colada de cemento.

Tom cogió su casco y salió de la oficina sin saludar. Vivien pensó que veía a ella y Russell como un estorbo en su jornada de trabajo. Newborn dobló el plano sobre la mesa y se quedó de pie, a la espera.

Vivien encaró el motivo de su presencia en la obra.

– ¿Hace mucho que trabaja para la Newborn Brothers?

– Desde que era un muchacho. Mi padre y mi tío crearon la empresa y yo empecé a trabajar con ellos a los dieciocho años. Mi primo se incorporó una vez que hubo terminado el college , y es el que se encarga de la administración. Los viejos se han retirado y ahora somos nosotros los que dirigimos la empresa.

– ¿Estaba usted presente cuando se construyó la casa del comandante Mistnick, en Long Island?

En el cerebro de Chuck Newborn debió de sonar una señal de alarma. No tuvo que hacer esfuerzos para buscar en la memoria aquella casa.

– Sí. Una historia desagradable. Al cabo de un año…

– La casa explotó.

El hombre mostró sus manos.

– Hubo una investigación, incluso intervino la policía, pero nos exoneraron de todo cargo.

– Lo sé, señor Newborn. No lo estoy acusando de nada. Sólo quiero hacerle algunas preguntas sobre aquel período.

Concedió a Newborn unos instantes para que se tranquilizara y prosiguió con voz serena.

– ¿Recuerda usted si un tal Mitch Sparrow trabajó en esa obra?

– El nombre me dice algo, pero no logro asociarlo con una cara.

Vivien le mostró la foto que le había dado Carmen Montesa. El recuerdo apareció en el rostro del hombre.

– Ah, él. Claro. Era un buen muchacho. Fanático de las motos pero buen trabajador.

– ¿Está seguro?

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