Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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En el nombre del Padre…

Casi sin darse cuenta, Vivien se encontró ante el mostrador. Pagó por dos cheeseburguer y dos botellas de agua. A cambio recibió un pequeño chisme electrónico mediante el cual se les advertiría cuando su pedido estuviera listo.

Se alejaron del quiosco hasta un banco cercano. Russell se sentó con una sombra en la cara.

– Te prometo que ésta es la última vez.

– ¿De qué?

– Que pagas por mí. Me olvidé el dinero…

Vivien lo miró. Estaba realmente disgustado. Ella sabía que él se sentía humillado por esa situación. En cierto sentido era una circunstancia sorprendente. Del hombre que Russell Wade había sido hasta pocos días antes, no quedaban trazas. Desaparecido como un maleficio ante una palabra mágica. Por desgracia, también parecía haberse esfumado la persona con que había compartido una experiencia en la que el tiempo se había detenido. Y que una explosión había puesto en marcha otra vez.

Se dijo que era una estúpida por añorar lo que en realidad nunca había tenido. Bajó la vista hacia aquel chisme, similar a un mando a distancia de los antiguos.

– Sí. Debe de ser algo como esto lo que utiliza.

– ¿Quién y para hacer qué?

– El que hace explotar las bombas. Probablemente es con un aparato de este tipo que manda las señales al detonador.

Mientras observaban el inofensivo ingenio de plástico y plexiglás, que dependiendo del uso podía transformarse en un arma letal, la alarma del aparato casi los hizo saltar del banco.

Russell se levantó y cogió el aparato.

– Voy yo. Déjame hacer esto por lo menos.

Vivien lo vio acercarse al mostrador y retirar la bandeja con la comida y la bebida. Volvió hacia ella y colocó la bandeja de plástico en el banco, entre ambos.

Desenvolvieron las hamburguesas y empezaron a comer en silencio. La comida era la misma, pero la atmósfera era muy diferente de cuando habían compartido una comida en Coney Island, solos frente al mar. Cuando Russell se le confió, Vivien estuvo segura de comprenderlo.

Ahora se daba cuenta de que había entendido sólo lo que deseaba entender.

El que más alimentas…

El sonido del móvil la sorprendió en medio de esos pensamientos y la llevó de nuevo al presente. Miró el número en la pantalla y no lo reconoció. Contestó.

– Detective Light.

Al oído le llegó una voz desconocida.

– Buenos días, señorita Light. Le habla el doctor Savine, soy uno de los médicos que atienden a su hermana.

Esa voz y esas palabras trajeron imágenes a la mente de Vivien. La clínica Mariposa de Cresskill, Greta con sus ojos perdidos en el vacío, las batas blancas que significaban seguridad y a la vez angustia.

– Dígame, doctor.

– Lamentablemente no tengo buenas noticias para usted.

Vivien esperó en silencio, apretando el puño libre. La seguridad se había esfumado y sólo quedaba la angustia.

– La salud de su hermana se ha resentido de golpe. No sabemos qué esperar de esto, y por tanto no sé qué decirle en concreto. Pero este empeoramiento no augura nada bueno. Estoy siendo sincero, como usted me pidió al principio.

Vivien agachó la cabeza y dejó que las lágrimas le bajaran por las mejillas.

– Por supuesto, doctor, y se lo agradezco. Por desgracia no puedo estar allí en este momento.

– Lo entiendo. La mantendré informada, señorita Light. Lo siento mucho.

– Lo sé. Gracias una vez más.

Cortó la comunicación y se levantó del banco, dio la espalda a Russell y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Su primer impulso fue abandonarlo todo, coger el coche e ir a toda prisa a ver a su hermana. Compartir con ella los pocos momentos de vida en común que aún les quedara. Pero no podía hacerlo. Por primera vez en su vida maldijo su trabajo, el deber que la encerraba en una jaula, el significado de su placa de policía. Maldijo al hombre que en su delirio la mantenía alejada de cuantos amaba, y que hacía que lo amado pareciera cada vez más lejano.

– Vamos.

Russell comprendió que estaba alterada por una mala noticia. Cualquiera lo hubiera adivinado. Arrastrado por la brusquedad del tono de Vivien, se levantó del banco, tiró la bandeja en el contenedor de basuras y la siguió en silencio hasta el coche, sin preguntar nada.

Ella se lo agradeció.

Volvieron a la comisaría mediante el mismo método anterior. La luz giratoria y la sirena les abrieron camino en medio del tráfico denso, un billete para un viaje cómodo que a veces podía costar muy caro.

Llegaron a destino sin intercambiar palabras. Durante todo el tiempo, Vivien había conducido como si el destino del mundo dependiese de la velocidad a la que retornaba a la comisaría. Los coches que cruzaban o adelantaban a veces mostraban la cara de su hermana.

Cuando se quitó el cinturón de seguridad, Vivien se preguntó si Greta aún vivía. Levantó la cabeza y miró a Russell. Durante todo el trayecto se había olvidado de su presencia.

– Perdóname. No es un buen día para mí.

– Descuida, sólo dime si puedo ayudarte de algún modo.

«Claro que podrías ayudarme, y yo sé el modo. Podrías abrazarme y dejar que sea una mujer cualquiera que llora sobre el hombro de alguien, podrías…»

Borró el pensamiento con su propia voz.

– Gracias. Ya pasará.

Bajaron del coche y entraron en el edificio. Subieron rápidamente al piso superior, al despacho del capitán. A esas alturas, la presencia de Russell era considerada como parte del lugar, aunque no por todos aceptada. Sin dar demasiados detalles, el capitán les había dicho a sus hombres que era una persona con información sobre los hechos, y que estaba trabajando con Vivien en una investigación que requería su presencia constante. Vivien sabía muy bien que sus colegas no eran unos caídos de la higuera y que antes y después alguno se olería algo. Pero por el momento, aparte de puntuales expresiones de mal humor, bastaba con que fingieran que no pasaba nada, al menos hasta que todo se resolviera.

Cuando los vio llegar, el capitán levantó la vista de unos documentos que estaba firmando.

– ¿Y bien?

– Creo que tenemos una pista.

Bellew cerró la carpeta que tenía ante sí. Russell y Vivien se sentaron frente a él, al otro lado del escritorio. Con pocas y concisas palabras ella contó lo que había recabado de Newborn, en especial lo referido al «fantasma de las obras», un sujeto con el rostro desfigurado que, de modo muy significativo, había mostrado un vivo interés en trabajar en la construcción de la casa del comandante Mistnick. Explicó que la casa había implosionado con una perfección sorprendente y que las cargas debían de haber sido colocadas con mucha precisión para obtener un resultado así.

El capitán se reclinó en la silla.

– Si pensamos en el contenido de la carta y en la precisión de las recientes explosiones, podría tratarse de la persona, sí.

– Es lo que también pensamos nosotros.

– Ahora, lo que nos queda es comprobar su posible presencia en otras obras y buscar el nombre. Cómo lo haremos y cuánto nos llevará, no lo sé. Pero mientras tanto podemos hacer algo útil: una investigación profunda sobre ese comandante. Se lo pediré al ejército. Por lo demás, acaban de llamarme Bowman y Salinas desde Pike's Peak. Tienen el material que estamos buscando y pienso que no tardarán en llegar. Todavía no tengo novedades de los hombres que he mandado por ahí.

El teléfono fijo empezó a sonar. En el visor Vivien vio que la llamada procedía del vestíbulo. El capitán se llevó el auricular al oído.

– ¿Quién es? -Se quedó escuchando. Después se permitió un estallido de ira-. ¡Me cago en…! Les he dicho que subieran apenas llegaran. ¿Es que ahora les da por respetar el protocolo y no se presentan sin anunciarse? ¡Que suban pitando, joder!

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