Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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El auricular volvió a su sitio con más ruido del debido.

– ¡Gilipollas!

A Vivien la sorprendió ese estallido de nervios. Por lo general Bellew era una persona que se controlaba, que incluso tendía a quedarse impasible en situaciones de presión. Al menos una vez, todos en el Distrito habían tenido que escuchar su voz calma y fría, un tono que daba más eficacia al lavado de cabeza a que los estaba sometiendo. Una descarga como la de hoy no era propia de él. Pero Vivien pensó, y se recordó a sí misma, que en esas circunstancias, con todos esos muertos y la posibilidad de que hubiera más, era difícil saber qué era propio de quién o de quiénes.

Precedidas por el ruido de pasos en la escalera, las siluetas de dos agentes se perfilaron en el vidrio esmerilado de la puerta. En voz alta y sin una pizca de sarcasmo, Bellew dijo «Adelante» antes de que llamaran.

Los agentes Bowman y Salinas entraron con aire abatido. Cada uno traía una caja de cartón grande y pesada. Era seguro que el agente de la entrada les había comentado las palabras del capitán.

Bellew indicó el suelo, junto a su escritorio.

– Aquí, ponedlas aquí.

Cuando las cajas fueron colocadas y se pudo ver su contenido, a Vivien la invadió el desaliento: estaban llenas de planillas tabuladas. Si los ficheros de las otras firmas también eran de ese tenor y cantidad, comparar los documentos sería un trabajo ímprobo. Miró a Russell y se dio cuenta de que él estaba pensando lo mismo.

El capitán, no conforme con lo que se entreveía, se puso a hurgar en las cajas y expresó el pensamiento de todos:

– Por Dios, pero si esto es la Enciclopedia Británica.

El agente Bowman, con ganas de rehabilitarse ante los ojos del capitán, y de paso también a su compañero, dejó sobre el escritorio un delgado estuche de plástico negro.

– Además del papeleo, hemos pensado que también podrían ser útiles los archivos informáticos. Me he hecho copias con todos los datos en un CD.

– Buen trabajo, muchachos. Podéis iros.

Tranquilizados, los dos se dirigieron a la puerta con unas migajas de alivio en sus corazones. Vivien advirtió la curiosidad que sentían por la búsqueda a la que se habían abocado sin saber del todo qué finalidad tenía. Pero no sólo ellos, en el aire gravitaba la curiosidad de todos por una serie de hechos anómalos en el curso de una investigación normal. Cobraba forma y podía verse en la ansiedad inusual del capitán, la presencia de Russell Wade, el silencio de Vivien y el secretismo que rodeaba los trabajos. Ella estaba segura de que a esas alturas todos sabían que lo que estaba haciendo guardaba relación con las explosiones ocurridas los últimos días. También en la policía, aunque sin ninguna mala fe, existía el peligro de filtraciones, por lo que había que trabajar deprisa.

Russell se le anticipó una fracción de segundo en poner en claro su idea sobre el asunto.

– Para hacer deprisa este trabajo se necesitará mucho personal.

Si el capitán sentía la misma urgencia, ya la había superado. Su tono fue optimista cuando ofreció la única respuesta posible:

– Lo sé. Sin embargo, debemos lograrlo como sea. Por ahora no podemos hacer nada, quiero decir, hasta que no lleguen los otros datos. Después nos organizaremos de un modo u otro. Debería poner manos a la obra a toda la policía de Nueva York.

Vivien se levantó y cogió una carpeta de una caja. Volvió a sentarse y se la puso en el regazo. En las líneas alternas blancas y azules de las páginas figuraba una larga lista de nombres en orden alfabético. Empezó a leerlos, más que nada para sacudirse la sensación de estancamiento que embargaba el ánimo de todos.

Una serie sin fin de letras en una secuencia casi hipnótica para los ojos.

A

Achieson, Hank

Ameliano, Rodrigo

Anderson, William

Andretti, Paul

y en la página siguiente

B

Barthy Elmore

Bassett, James

Bellenore, Elvis

Bennett, Roger

y en la siguiente

C

Castro, Nicholas

Cheever, Andreas

Corbett, Nelson

Cortese, Jeremy

Crow…

Los ojos de Vivien se quedaron clavados en ese último nombre, que en su mente se volvió gigantesco. Después lo relacionó con una sonrisa de satisfacción en segundo plano, cuando había tratado a la estúpida de Elizabeth Brokens como a una fregona. Se incorporó de golpe e hizo que la carpeta cayera al suelo.

Como toda explicación pronunció dos palabras ante el asombro de Russell y Bellew.

– Esperadme aquí.

Llegó a la puerta en un instante y bajó las escaleras como una exhalación, peligrando romperse el cuello en cualquier escalón. Sentía la excitación y la ligera euforia de la adrenalina. Después de tantos «acaso» y «quizá», después de una secuencia interminable de «no recuerdo», por fin había un pequeño golpe de suerte. Llegó al vestíbulo rogando que esta esperanza, surgida de la casualidad más pura, no terminara siendo sólo una ilusión cuando verificara lo que se proponía.

Atravesó el vestíbulo y salió por las puertas de vidrio. Se detuvo en mitad de la escalinata y miró a un lado y otro.

Un coche patrulla con dos agentes estaba dando marcha atrás para salir del aparcamiento colindante. Vivien les hizo una señal y bajó corriendo el resto de los escalones. Llegó al coche y vio cómo el reflejo del cielo en el vidrio desaparecía al bajarse la ventanilla.

– Llevadme hasta la Tercera Avenida, esquina con la Veintitrés.

– Sube.

Abrió la puerta trasera y se sentó en el lugar reservado para los detenidos, pero Vivien sentía demasiada furia como para recordar ese detalle.

– Poned la sirena.

El conductor lo hizo sin pedir explicaciones y arrancó con un leve chirriar de neumáticos. A Vivien, el trayecto de tres manzanas le pareció muy largo, tanta era su ansia por llegar. Cuando vio las vallas de plástico amarillo de la obra, recordó el hallazgo del cadáver de Mitch Sparrow, un caso que pudo haber sido sólo un expediente más y en cambio había dado pie a toda esa historia demencial. Un elemento que quizá se revelase como fundamental para resolverla. Parecía como si aquella locura fuese el hilo de Ariadna para conectar personajes y hechos.

El coche patrulla no se había detenido aún cuando Vivien ya había abierto la puerta.

– Gracias, chicos. Os lo debo.

No oyó la respuesta, ni al coche que volvía a ponerse en marcha. Se dirigió a un operario que estaba subiendo a un andamio. Lo confundió un poco con la prisa y la concisión de sus palabras.

– ¿Dónde está el señor Cortese?

El hombre indicó la empalizada.

– Venía detrás de mí.

Un momento después apareció la figura de Jeremy Cortese. Llevaba el mismo chaleco del día que se habían visto. Cuando vio que iba hacia él, la reconoció enseguida. No es difícil recordar a alguien a quien se asocia con el descubrimiento de un cadáver.

– Buenos días, señorita Light.

– Señor Cortese, me gustaría formularle unas preguntas.

Con un poco de sorpresa, que incluía la falta de alternativas, el jefe de obras se puso a disposición de Vivien.

– ¿Qué quiere saber?

Ella se alejó unos pasos. Estaban en un lugar de tránsito de personas y materiales y podían molestar o ser molestados por el trabajo de los operarios. Se colocó frente a Cortese y escogió las palabras para ser lo más clara posible, como se hace con una persona que habla otro idioma.

– Quiero que haga un gran esfuerzo de memoria. Sé que han pasado muchos años, pero su respuesta es importante para mí. Muy importante.

El hombre asintió y esperó en silencio la pregunta. Vivien pensó que parecía un concursante de un programa de preguntas y respuestas, tenso en su concentración.

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