Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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Después se quedaron allí, amodorrados, como si la piel de una fuera las vestiduras del otro. Russell tuvo la percepción de estar deslizándose en el sopor del sueño y después se repuso, como si temiera perderla mientras dormía. Se dio cuenta de que había dormido un par de minutos. Estiró la mano y encontró que la cama estaba vacía.

Vivien se había levantado y estaba junto a la ventana. La vio a contraluz, velada por las cortinas. Russell aceptaba la claridad que venía de fuera a cambio de la perspectiva que le ofrecía su cuerpo.

Se levantó y se le acercó. Separó las cortinas y la abrazó desde atrás, sintiendo cómo el cuerpo flexible de la muchacha se adhería al suyo. Ella se apoyó con naturalidad, como si estuviera haciendo lo que debía hacerse. Eso, no otra cosa.

Russell pegó los labios en su cuello y respiró un perfume que era el de la piel de una mujer después de hacer el amor.

– ¿Dónde estás?

– Aquí. Allí. En todas partes.

Vivien señaló el río con un gesto vago y, más allá de los cristales, el mundo entero.

– ¿Y yo estoy contigo?

– Desde siempre, creo.

No añadieron nada más. Porque no había nada más que decir.

Más allá de las ventanas el río avanzaba tranquilo y reflejaba unas luces que, a los ojos de ellos, eran de una suntuosidad inútil. Todo lo que se necesitaba para destruir y construir estaba en esa habitación. Se quedaron así, intercambiando el consuelo de la presencia y fragmentos de añoranzas hasta que, de golpe, una luz deslumbrante y arrolladora llegó desde el horizonte y atravesó los espacios entre los edificios de enfrente, fotografiándolos en el recuadro de la ventana.

Un instante después llegó a sus oídos el fragor indecente y altanero de una explosión.

25

– Estamos metidos en la mierda más absoluta.

El capitán Alan Bellew tiró el New York Times sobre la mesa, para que se juntara con el desorden de los otros diarios que lo habían precedido. Todos los periódicos, uno tras otro, habían lanzado ediciones extraordinarias después de la explosión de la noche anterior. Estaban plagados de hipótesis, derivaciones, asociaciones y sugerencias. Pero todos se preguntaban qué estaban haciendo las autoridades con sus investigaciones, qué habían decidido para la defensa y protección de los ciudadanos. Las televisiones se ocupaban del acontecimiento haciendo que cualquier otro suceso en el mundo o en Estados Unidos pareciera una noticia sin importancia. Todo el planeta se asomaba a la ventana y llegaban corresponsales de todo el mundo, como si el país estuviese en guerra.

La nueva explosión se había producido entrada la noche a orillas del río Hudson, en Hell's Kitchen, en un gran depósito situado en la avenida Doce, a la altura de la calle Cuarenta y seis, justo al lado del Sea Air and Space Museum, donde se exhibía el portaviones Intrepid. La construcción se había desintegrado totalmente y sus fragmentos habían golpeado la gran embarcación anclada al lado y producido daños en los aviones y helicópteros expuestos sobre el puente. Era un trágico y nostálgico déjà vu de las guerras en que habían combatido. Las ventanas de todos los edificios de la vecindad habían sido destruidas por la onda expansiva. En una vivienda, un anciano había muerto de un infarto. Junto al Hudson, la calle estaba prácticamente en ruinas y el fuego había iluminado largo rato una escena de desolación, con restos en llamas transportados por las aguas. Las ruinas incendiadas eran la evidencia de la transformación del lugar en el escenario de una nueva catástrofe que habría de ser recordada siempre. Las víctimas mortales eran alrededor de veinte, a las que se sumaba un número todavía impreciso de heridos graves. Un grupo de noctámbulos, cuya única equivocación había sido estar allí en ese momento, fueron literalmente descuartizados y sus miembros esparcidos sobre el asfalto. No había quedado ningún resto del guardián nocturno de la nave depósito. Algunos coches que pasaban por allí habían sido arrollados por la explosión y sacudidos en marañas de chapas estrujadas como papel. Otros no habían tenido tiempo de frenar y fueron a caer al río, junto a los restos en llamas. Todos esos pasajeros estaban muertos. Los bomberos combatieron el fuego durante muchas horas y los expertos de la policía empezaron con el reconocimiento una vez que el lugar estuvo accesible.

De un momento a otro llegarían los resultados.

Después de haber pasado una noche lívida e insomne, Russell y Vivien se encontraban en el despacho del capitán y compartían con él la frustración y la impotencia frente al individuo que los estaba desafiando.

Por fin, Bellew dejó de moverse por el despacho y se sentó en su silla. No por ello encontró la paz.

– Hubo llamadas de todas partes. El presidente, el gobernador, el alcalde. Cada maldita autoridad de este país ha cogido el teléfono para llamar a otra maldita autoridad. Y todos se concentraron en el jefe de policía Willard. El cual, como era de esperar, me llamó enseguida.

En silencio, Russell y Vivien aguardaron el resultado del desahogo de Bellew.

– Willard siente que toca fondo y, de paso, me arrastra en su hundimiento. Tiene complejo de culpa por haber pecado de prudente.

– ¿Y tú que le has dicho? -preguntó Vivien.

– Le he dicho que por un lado todavía tenemos la seguridad de estar siguiendo la pista justa. También le he recordado que cuantas más personas conozcan los detalles, más posibilidades hay de una filtración. Si esto llegase a oídos de Al Qaeda sería una verdadera catástrofe. Tendríamos una competencia despiadada en la caza de aquella lista. Piensa en cómo se les haría agua la boca. Una ciudad minada, sólo falta que explote. Si esto fuera de dominio público, en tres horas Nueva York se transformaría en un desierto. Con el follón que podéis imaginar. Autopistas colapsadas, heridos, bandas de saqueadores, gente perdida deambulando por todas partes.

Vivien lograba imaginar la escena con bastante detalle.

– ¿Y el FBI y la NSA qué dicen?

El capitán apoyó los codos en la mesa.

– Poco y nada. Sabes que los de la nobleza no se desmelenan con facilidad. Parece que siguen por su cuenta unas pistas de terrorismo islamista. Por ahora no hay muchas presiones de su parte, al menos esto es algo positivo.

Durante todo la conversación entre Bellew y Vivien, Russell se había quedado absorto, como siguiendo un hilo lógico personal.

En cierto momento intervino para hacerles partícipes de sus cavilaciones.

– Lo único que nos relaciona con la persona que ha puesto la bomba es Mitch Sparrow. Creo que no quedan dudas sobre que se trata del cadáver emparedado. También es cierto que el portadocumentos con las fotos no era suyo, es probable que lo haya perdido el que metió en el cemento al pobre tipo. O sea que en las fotos, la del gato y la sacada en Vietnam, está el retrato de su asesino. Yo creo que Sparrow descubrió lo que el otro estaba haciendo, y para que no hablara, ese hombre lo mató.

De parte de Bellew llegó una conclusión que era la consecuencia directa de lo que acababa de decir Russell.

– O sea que trabajaban para la misma empresa.

– Si lo hacían todo el tiempo o de vez en cuando no lo sé -dijo Russell-. Pero hay algo indiscutible: trabajaban en el mismo lugar cuando Sparrow fue asesinado.

Durante un momento Russell quedó absorto, como si quisiera reordenar las ideas. Vivien estaba maravillada con esa concentración.

– La persona que buscamos es el hijo del que ha puesto las minas, seguro. Tal vez el padre era un veterano de Vietnam, uno de esos que regresaron con la mente hecha papilla. La guerra transformó a muchos soldados. Algunos no perdieron la costumbre ni, sobre todo, el gusto de matar, y siguieron haciéndolo en la vida civil. Mi hermano lo comprobó muchas veces.

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