Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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– Muy bien. ¿Algún otro quiere probar? -Hizo un gesto a Jimbo-. ¿Vas armado?

– Sí.

– Bien. Ahora coge la pistola con dos dedos, ponía en el suelo y empújala hacia mí. Lentamente. Ahora estoy un poco nerviosa, ¿entiendes?

Sin quitarle ojo a Jimbo, se inclinó hacia el caído, lo cacheó con la mano izquierda y le quitó un gran revólver de la chaqueta. Se incorporó poco a poco. Con un roce metálico contra el suelo llegó hasta sus pies la automática del otro. Se metió en la cintura el revólver del primero y se agachó para coger el nuevo trofeo. Después se apartó y Russell vio cómo les daba indicaciones con el cañón de la pistola a Jimbo y al hombre caído.

– Perfecto. Ahora te moverás lentamente y te acostarás en el suelo, junto a éste.

Una vez que comprobó que los dos estaban bajo control, se acercó a Russell. Se dirigió a LaMarr, que no había tenido tiempo de obedecer la orden de ponerse cara a la pared.

– ¿Llevas arma, gordinflón?

– No.

– Será mejor para ti que no estés mintiendo.

LaMarr lo confirmó mirando el cañón de la pistola de Vivien.

Ella se dirigió a Russell.

– ¿Puedes levantarte?

Russell sentía que sus piernas eran independientes de su voluntad.

Se puso de pie con un gran esfuerzo y con el estómago contraído por los calambres. Se acercó a Vivien y ella le entregó una pistola. Con un gesto, Vivien le indicó a los dos que estaban en el suelo.

– Vigílame a éstos. Si se mueven, dispara.

– Con mucho gusto.

Russell no había usado un arma de fuego en su vida, pero los golpes de Jimbo eran un buen incentivo para empezar a hacerlo. Y a esa distancia nadie fallaba.

Vivien se dirigió a LaMarr, que había seguido la escena con aprensión, sentado a la mesa, inmóvil.

– ¿Cómo te llamas?

El hombre dudó un instante y se pasó la lengua por los labios antes de contestar.

– LaMarr.

– Bien. Esta mala puta se llama Vivien Light y es detective del Distrito Trece. Esta mala puta acaba de ser testigo de un secuestro, que, como bien sabes, es un delito federal. Según tú, ¿qué precio puede tener el que no llame al FBI para que te cague encima?

LaMarr lo entendió perfectamente.

– No lo sé. Digamos ¿sesenta y cuatro mil dólares?

Vivien se inclinó hacia él y le quitó de la mano gorda y sudada los quinientos dólares de Russell.

– Digamos que sesenta y cuatro mil quinientos y acuerdo cerrado, definitivamente quiero decir. ¿Me he explicado bien?

Se incorporó y metió el dinero en el bolsillo de los vaqueros.

– Interpreto tu silencio como asentimiento. Vámonos, Russell. No tenemos nada más que hacer aquí.

Russell recogió los sobres y la cartera y se los metió en el bolsillo. También cogió el paquete de chicles, lo miró un instante y lo puso ante LaMarr con una gracia exagerada.

– Te dejo esto, por si quieres endulzarte la boca. -Le dedicó una sonrisa angelical-. Úsalos con prudencia. Valen sesenta y cuatro mil dólares.

En los ojos del gordo había cólera… cólera y muerte. Russell no se detuvo a adivinar muerte de quién. Se puso junto a Vivien y ambos retrocedieron en silencio, hombro con hombro, sin perder de vista al trío. Llegaron a la cortina metálica y Russell vio que Jimbo no la había bajado del todo. Por allí había entrado Vivien sin hacer ruido. Ahora, un sonido metálico en las guías les permitió salir sin demasiadas contorsiones.

Poco después estaban sentados en el coche de ella. Russell la miró y vio que le temblaban las manos, era el bajón de adrenalina. Él no estaba mejor. Se consoló viendo que ni siquiera una persona entrenada para ese tipo de cosas se acostumbraba. Nunca se volvía un automatismo.

Russell trató de tranquilizarse y reencontrarse con su propia voz:

– Gracias.

– Gracias y una mierda.

Se volvió y comprobó que Vivien sonreía. Le estaba tomando el pelo. Se metió la mano en el bolsillo y le entregó los quinientos dólares.

– Una parte servirá para pagar la lavandería. Y por la salud de tus finanzas espero no haberme estropeado la chaqueta arrastrándome por el suelo.

Russell aceptó ese convite a que disminuyera la tensión.

– Apenas pueda, te regalaré una boutique entera.

– Lo que se agrega a la cena.

Vivien puso en marcha el coche y se alejaron de aquella calle y de aquella horrible experiencia. Russell le miró el perfil mientras conducía. Era joven, decidida y guapa. Una mujer peligrosa, si se la miraba desde la parte equivocada de una pistola.

– Hay algo que quiero decirte.

– ¿Qué? -repuso ella.

Russell se puso el cinturón de seguridad, para que el zumbador se callara.

– Cuando te vi aparecer…

– ¿Sí?

Russell cerró los ojos y se dejó caer sobre el respaldo.

– De ahora en adelante seré devoto de tus apariciones como si de una Virgen se tratara.

La fresca carcajada de Vivien le hizo sentir que algo se disolvía y también sonrió.

24

La llave giró en la cerradura y el llavero volvió al bolsillo de Vivien. Entró directamente y pulsó el interruptor. La luz invadió el pasillo difundiéndose hasta la sala. Un paso, otro interruptor y la luz tomó posesión de todo el piso.

– Ven, pasa.

Russell entró. Sostenía una bolsa en cada mano. Echó un vistazo rápido.

– Bonita casa.

Vivien lo miró con los ojos entornados.

– ¿Te repito lo que dijo Carmen Montesa cuando le comenté lo mismo sobre su casa?

– No. Lo digo de verdad.

Russell había esperado encontrarse con una vivienda donde el cuidado y el orden fueran sólo aproximados. En su mente, el carácter dinámico de Vivien no concordaba demasiado con el de un ama de casa paciente y escrupulosa. Para desmentir esa suposición, el pequeño apartamento era una joyita de buen gusto en el mobiliario, lleno de ejemplos poco comunes de atención a los detalles. En la atmósfera había algo que a él no le resultaba familiar. No el caos desatinado de su piso, ni el aséptico esplendor del piso de sus padres. En la persona que vivía en ese lugar había amor por lo que la rodeaba.

Depositó las bolsas en el suelo sin dejar de examinar el apartamento.

– ¿Tienes una señora de la limpieza?

Vivien le respondió de espaldas y sin volverse, mientras abría la nevera y sacaba una botella de agua mineral.

– ¿Bromeas?

– ¿A qué te refieres?

– Para alguien que trabaja en la policía es difícil encontrar una señora de la limpieza. En Nueva York el servicio doméstico cuesta más o menos como un cirujano plástico, y además tienen el defecto de que su trabajo siempre necesita retoques, antes y después.

Russell se abstuvo de hacer un comentario. Durante el poco tiempo que había viajado con su hermano había conocido policías (tanto en Estados Unidos como en otros países) que con los sobornos podían permitirse ejércitos de señoras de la limpieza. Mientras se servía un vaso de agua, Vivien le señaló el sofá para dos que había frente al televisor.

– Siéntate. ¿Te apetece una cerveza?

– Gracias, sí.

Se acercó a la encimera y cogió el botellín que Vivien había abierto y empujado hacia él. Cuando sintió que el líquido fresco le bajaba al estómago, se dio cuenta de cuánta sed tenía y también que llevaría consigo la sensación de los bofetones de Jimbo durante varios días.

Se dirigió a echarse en el sofá. Al hacerlo pasó frente a un mueble sobre el que, en un portarretratos de diseño original, había una foto: una mujer y una chica de unos quince años. Seguramente madre e hija. Los rasgos físicos eran comunes a las dos y su belleza tenía la misma matriz.

– ¿Quiénes son?

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