Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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Cuando el coche se puso en marcha, Russell miró la luneta trasera. Quería saber si Vivien había visto la escena, si tendría tiempo de intervenir. No la vio, aunque podía ser que los siguiera. Pero ningún coche se separó del otro bordillo de Park Avenue.

Se volvió hacia LaMarr.

– El problema es que sigues equivocándote de desodorante. Estar sentado junto a ti humedece los ojos de cualquiera.

– Buen chiste, merece un aplauso.

LaMarr no dejó de sonreír. Hizo una señal al hombre sentado delante, que con rapidez propinó un sonoro bofetón al rostro de Russell, que sintió como si cientos de pequeñas agujas le pincharan la mejilla y vio cómo una mancha amarillenta llegaba y danzaba frente a su ojo izquierdo. Sin delicadeza, LaMarr le puso una mano sobre el hombro.

– Como puedes ver, mis chicos tienen un modo particular de captar el sentido del humor. ¿Tienes algún otro chiste?

Russell se apoyó en el respaldo, con resignación. Mientras tanto, el coche había girado en Madison y ahora se dirigía al Uptown. El conductor era un tipo con la cabeza afeitada y Russell calculó que tenía una envergadura equivalente a la del que acababa de hacerlo objeto de una discutible gentileza.

– ¿Qué quieres, LaMarr?

– Ya te lo he dicho, ya lo sabes. Dinero. Normalmente no me ocupo de las cobranzas, pero contigo haré una excepción. No todos los días me relaciono con una celebridad, y tú lo eres. Además, no me caes pero que nada bien, ¿lo sabías?

Con un gesto señaló al tipo que acababa de abofetearlo.

– Será todo un placer sentarme en primera fila para ver tu negociación con Jimbo.

– Es inútil. En este momento no tengo tus cincuenta mil dólares.

LaMarr sacudió su gran cabeza y la papada se le desplazó ligeramente, brillante de sudor con el reflejo de las luces de la calle.

– Te equivocas. Las matemáticas no parecen tu fuerte, como tampoco el póquer. Son sesenta mil, ¿no lo recuerdas?

Russell fue a discutírselo pero se contuvo. Prefería evitar otro encuentro con la manaza de Jimbo. El que acababa de probar no le había dejado ninguna añoranza.

– ¿Adónde vamos?

– Ya lo verás. Un lugar tranquilo donde podremos charlar un rato, como dos caballeros.

En el coche se hizo el silencio. LaMarr no parecía tener la intención de explicar nada más, y Russell no quería explicaciones. Sabía lo que sin duda ocurriría una vez que llegaran al punto de destino, fuera cual fuese el lugar.

Poco a poco, desenredándose del flujo de luces de colores y automóviles, el coche llegó a una zona de Harlem que Russell conocía muy bien. Había un par de locales a los que asistía cuando quería escuchar buen jazz, y otro par de locales, menos publicitados, que frecuentaba cuando estaba de ánimo propicio y quería jugar a los dados.

El coche se detuvo en una calle sin salida, con poca iluminación, delante de una cortina metálica cerrada. Jimbo bajó, abrió un candado y tiró hacia arriba del asa. Ante los faros del coche, la cortina metálica dio lugar al interior de un local vacío. Un gran almacén en forma de ele con una hilera de columnas de cemento en el centro.

El coche atravesó la entrada con un murmullo y la cortina metálica se cerró detrás. Dobló a la izquierda, más allá de la esquina de la ele, y se detuvo en posición sesgada. Al instante se encendieron dos luces anémicas que pendían del techo, difundiendo la claridad incierta de unas bombillas sucias e incrustadas de grasa.

Jimbo abrió la puerta de Russell.

– Baja.

Con su tenaza de acero lo agarró de un brazo y le hizo rodear el coche. Russell pudo disfrutar del espectáculo de LaMarr saliendo del vehículo con dificultad. Se tragó un comentario que le hubiera costado otro aplauso de Jimbo en carne propia.

A la izquierda, había un escritorio con una silla de asiento de paja delante. A pesar de la precariedad de la situación, Russell pudo definir la decoración como muy clásica. Era evidente que LaMarr era un nostálgico de otras épocas.

Jimbo lo empujó hasta el escritorio y le indicó la superficie.

– Vacía los bolsillos. Todos. No me obligues a buscar en tu lugar.

Una cartera con los documentos, las cartas y los quinientos dólares que acababa de darle Zef. Además de un paquete de chicles con sabor a canela.

El gordo alcanzó su silla mientras se alisaba el cuello de la chaqueta. Se quitó el sombrero y se sentó, apoyando los grandes antebrazos sobre la mesa. Los anillos que engalanaban sus dedos brillaron con el movimiento. Russell pensó que parecía una versión de Jabba el Hutt con otros colores.

– Bien, señor Russell Wade, veamos qué tienes aquí.

Acercó hacia sí las cosas de Russell. Abrió la cartera. No le interesaron los sobres. Cogió los billetes y los contó.

– ¡Vaya! Quinientos pavos. -Se reclinó en la silla e hizo un gesto como de querer recordar algo que en realidad recordaba muy bien-. Y tú me debes sesenta y cinco mil.

Russell decidió que no era el mejor momento para recordarle que pocos minutos antes eran sesenta mil. Mientras tanto, su ángel de la guarda lo había hecho sentar en la silla frente al escritorio y se había quedado firmes a su lado. Desde abajo parecía todavía más grande y amenazador. Cuando habían llegado, el chófer se había apeado del coche y desaparecido por una puerta que tenía todo el aspecto de ser la de un retrete.

Con sus dedos gordos LaMarr se acarició el pelo corto y crespo.

– ¿Cómo nos plantearemos el pago del resto? -Y fingió reflexionar.

Russell pensó que estaba jugando al gato y el ratón, que con esa representación se ofrecía a sí mismo una nueva prueba de su poder.

– Quiero ser generoso. Dado que acabo de cobrar, quiero pagarte yo otros quinientos dólares.

Le hizo a Jimbo una seña con la cabeza. El puñetazo en el estómago llegó con una velocidad y una fuerza que quitó todo el aire de los pulmones de Russell y, quizá, de toda la estancia. Algo ácido le invadió la boca mientras se doblaba con el impulso del vómito. Un hilo de saliva le cayó por la comisura de los labios y se disolvió en el polvo del suelo. LaMarr lo miró satisfecho, como se mira a un niño que ha hecho sus deberes a conciencia.

– Bien. Ahora sólo quedan sesenta y cuatro mil.

– Por el momento yo diría que son suficientes. -La voz de Vivien llegó desde un lugar a espaldas de Russell. Palabras cortantes y seguras.

Tres cabezas se volvieron al mismo tiempo en esa dirección y vieron a la mujer que emergía de las sombras y se colocaba en el haz de luz de las bombillas. La respiración de Russell se expandió como por arte de magia.

El gordo miró a Jimbo, incrédulo.

– ¿Y quién coño es esta mala puta?

Vivien levantó la mano y con la pistola apuntó a la cabeza de LaMarr.

– Esta mala puta está armada y si no os ponéis los dos de cara a la pared y con las piernas separadas, podría demostraros lo ofendida que está por vuestro lenguaje.

Lo siguiente sucedió sin que Russell tuviera tiempo de advertirle a Vivien. El hombre que estaba en el retrete salió de golpe y por detrás le rodeó el pecho con los brazos, inmovilizándola. La reacción de Vivien fue instantánea y Russell entendió por qué el capitán Bellew siempre la miraba con alta estima.

En vez de tratar de desasirse, Vivien apretó aún más su cuerpo contra el del hombre y clavó los tacones de sus botas en los zapatos de su agresor. Russell pudo oír con nitidez cómo los dedos de los pies del tipo se fracturaban. Un grito desgarrador y los brazos que apresaban a Vivien se soltaron como impulsados por un resorte. El hombre se derrumbó de lado, con las piernas encogidas, jurando y maldiciendo.

Vivien le apuntó con la pistola y dirigió una mirada de desafío a los otros dos.

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