Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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– Mi hermana y mi sobrina.

Vivien respondió con el tono de quien con pocas palabras da por concluido un tema. Russell entendió que había algún episodio no del todo feliz relacionado con esas personas y que ella no tenía ganas de comentarlo. No preguntó más y se sentó en el sofá. Pasó una mano por la piel clara del tapizado.

– Cómodo. También bonito.

– Estuve saliendo con un chico arquitecto. Me ayudó a elegir los muebles y a decorar el apartamento.

– Y ahora, él… ¿dónde está?

Vivien compuso una media sonrisa donde no faltaba la ironía.

– Digamos que, como buen arquitecto, tenía otros proyectos.

– ¿Y tú?

– Mi anuncio suena más o menos así: «Joven, trabajo interesante, soltera, no busca a nadie.»

Tampoco ahora Russell comentó nada. De todos modos, no logró evitar cierta satisfacción por el hecho de que Vivien no compartiera su vida con alguien.

Ella terminó de beber el agua y llevó el vaso al fregadero.

– Creo que me daré una ducha. Tú ponte cómodo, mira la tele si quieres, bébete la cerveza. Cuando termine te cedo el baño, si quieres ducharte.

Russell se sentía depositario de la suciedad del siglo. La idea de que el agua caliente le corriera por el cuerpo, quitando los rastros de ese día, le dio un escalofrío de placer.

– Bien. Esperaré aquí.

Vivien entró en su dormitorio y poco más tarde salió con un albornoz, se metió en el baño y después Russell oyó el sonido de la ducha. No logró, o no quiso, impedirse el imaginar el cuerpo elástico y firme de Vivien, un cuerpo desnudo bajo la lluvia. De golpe sintió que la cerveza no estaba lo bastante fría como para apagar el pequeño fuego que le surgía de dentro.

Se levantó y fue a la ventana desde la que se veía un pequeño escorzo del Hudson. Era una noche clara, pero sin estrellas. Las luces de la ciudad, sedientas de protagonismo, tenían el poder de anular el cielo más luminoso.

Durante el viaje de regreso de Harlem, Vivien y él habían comentado los hechos vividos. Cuando ella lo vio desaparecer dentro de aquel gran coche, intuyó que algo no andaba bien. Y cuando el vehículo se puso en marcha, se dedicó a seguirlo, siempre tres vehículos por detrás, pero sin perderlo de vista. Cuando vio que el coche se metía en una calle sin salida, aparcó el XC60 junto a una acera. Se apeó rápidamente y tuvo tiempo de ver cómo la limusina oscura desaparecía dentro de un almacén. Se acercó y se alegró al comprobar que la cortina metálica no estaba del todo bajada: habían dejado un espacio que permitiría la entrada sin hacer ruidos que la delataran. Así pues, entró en el almacén arrastrándose por el suelo. Se guió por las voces que provenían del interior, detrás de una esquina, una parte no visible del almacén. Se asomó con cautela para ver qué ocurría. Vio a LaMarr sentado a la mesa y también al gorila, de pie junto a Russell. Antes, desde su punto de observación en Park Avenue, cuando Russell había sido secuestrado, por momentos había perdido la visual por culpa de los coches que pasaban. Había creído que Jimbo también era el chófer del coche, por lo que no supuso que hubiera un tercer hombre. Por suerte, a pesar de su súbita aparición improvisada, se las arregló muy bien.

Se las arreglaron muy bien.

Después, Russell le contó lo sucedido en el vestíbulo de su edificio cuando llegó a casa y provocó que Vivien sonriera por su condición de desheredado. Él también había reído. Y le había contado sobre la amabilidad de Zef y el préstamo de quinientos dólares.

– ¿Y ahora qué harás?

– Buscaré un hotel.

– ¿Lo que te he restituido es todo cuanto tienes?

– Me temo que sí, por el momento.

– Si quieres un lugar decente, ese dinero te alcanzará para dos noches, y soy optimista. Y yo no quiero estar en el mismo coche con un tipo que duerme en un hotelucho de ésos.

Russell hizo un repaso de su penosa situación. Y no tuvo más remedio que aceptar la realidad.

– No puedo hacer otra cosa.

Vivien hizo un gesto vago.

– En mi casa, en la sala de estar, hay un sofá cama. Creo que en los próximos días dormiremos poco. Si quieres seguir adelante con esta historia será mejor que te quedes conmigo. No quiero tener que atravesar la ciudad para ir a buscarte. Si te adaptas, el sofá es tuyo.

Russell no lo dudó.

– Creo que me sentiré como en el Plaza.

Vivien soltó una risotada sin que Russell comprendiera el motivo. La explicación llegó a continuación.

– ¿Sabes cómo llamamos en la comisaría al calabozo donde te metieron cuando te arrestaron?

– No me lo digas. Déjame adivinar… ¿Tal vez Plaza?

Vivien asintió con la cabeza y Russell aceptó la broma.

– Creo que contraer deudas contigo se ha vuelto una de mis especialidades. Aunque nunca me ha sido difícil contraerlas.

Para Russell, el recuerdo de esa conversación era algo muy agradable.

En el coche había comenzado a cobrar forma una suerte de compañerismo, una pequeña complicidad. Fue una reacción del ánimo, un mínimo y momentáneo refugio ante la idea de que estaban buscando a un asesino que ya había acabado con la vida de un centenar de personas y que pensaba seguir matando.

Se apartó de la ventana y se dirigió a los dos bolsos que había traído consigo. Allí tenía su ordenador portátil y las cámaras fotográficas, las únicas cosas que Russell consideraba sagradas e irrenunciables. Antes de llegar a casa de Vivien, habían pasado por comisaría para dejarle al capitán la trenza de Mitch Sparrow, y después por la calle Veintinueve, donde Russell había llenado los dos bolsos escogiendo entre las cosas dejadas en el depósito y trastero de una casa que ya no era la suya.

Cogió el portátil, lo puso en la mesa y lo encendió. Para su sorpresa, encontró una conexión wireless no protegida y tuvo acceso inmediato a Internet.

Controló el correo. Había poco, y lo que había era del estilo y contenido habitual. Time Warner Cable le explicaba los motivos de la suspensión del servicio. Una agencia de prensa le anunciaba, también explicándole las causas, que en breve recibiría la visita de un abogado. E Ivan Genasi, un amigo también fotógrafo, y muy bueno, le preguntaba dónde habían ido a parar sus huesos. Era el único a quien no le debía dinero. El resto de los mensajes tenían todos el mismo motivo: falta de pago, incumplimiento en la devolución de préstamos. Russell tuvo una sensación de desagrado. Le parecía que al leer esos correos eléctricos estaba violando la privacidad de una persona a la que no conocía, estaba accediendo a la intimidad de alguien que no era del todo él. En realidad, sentía que estaba muy lejos del hombre al que le habían enviado esas misivas.

Cerró el correo y abrió un nuevo documento Word. Se quedó un momento pensando y después lo guardó como «Vivien». Lo primero que hizo fue escribir algunos de los pensamientos que había tenido cuando esa historia había comenzado. Los había anotado haciéndole un nudo a un pañuelo mental cada vez que una reflexión más o menos interesante nacía con espontaneidad después de un hecho. Poco a poco, y mientras escribía, las palabras empezaron a fluir sin solución de continuidad, como si existiese una Conexión directa entre el pensamiento, las manos y el teclado del ordenador. Se dejó llevar por la narración, o quizá fue él quien cogió el relato por los cuernos y lo sintetizó en palabras sobre la pantalla que tenía delante. No lo sabía, ni siquiera le importaba. Le era suficiente con ese sentido de completa posesión de sí mismo que la escritura le daba en aquel momento. La voz de Vivien lo sorprendió cuando ya había escrito casi dos páginas.

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